»Señor, usted, que nunca ha cometido un pecado como aquel, no sabe lo que es cargar con ello. Quizá piense que la rutina puede hacerlo más llevadero, pero no es así. Crece y crece con cada hora que pasa, hasta que se hace insoportable.
»Y con él crece también la seguridad de que ya no hay sitio para mí en el Cielo. Usted no sabe lo que es sentir esto, y le pido a Dios que nunca llegue a sentirlo. Los hombres normales, para los que todo es posible, no suelen pensar en el Cielo. Para ellos el Cielo no es más que una palabra, nada más. Se sienten satisfechos con esperar y dejar que las cosas sigan su curso. Pero para los que estamos condenados a quedarnos fuera para siempre, no puede imaginarse lo que significa, no puede adivinar el eterno deseo de ver las puertas abiertas y de acompañar a las figuras blancas que hay dentro. Ese es mi sueño. Veo la entrada delante de mí. Tiene unas enormes puertas de acero, con unos barrotes del grosor de un mástil, que se alzan hasta las mismísimas nubes. Los barrotes están tan juntos unos de otros que entre ellos solo se alcanza a ver una gruta de cristal, en cuyos brillantes muros están talladas muchas figuras con vestiduras blancas cuyos rostros irradian alegría. Cuando estoy frente a la puerta, mi corazón y mi alma se encuentran tan extasiados y tan llenos de deseo que me olvido de todo. Y allí, junto a la puerta, hay dos poderosos ángeles que agitan sus alas con una mirada terriblemente grave. Cada uno de ellos sostiene en una mano una espada llameante y en la otra lleva un manojo de llaves que mueve suavemente de un lado a otro. Más cerca hay unas figuras cubiertas de negro, con la cabeza tapada por completo, solo se les ven los ojos. A todo aquel que llega le dan unas vestiduras blancas como las que llevan los ángeles. Un suave murmullo anuncia que todos deben ponerse la túnica, que no deben mancharla o, de lo contrario, los ángeles no les dejarán pasar y les golpearán con las espadas. Yo estoy ansioso por ponerme mi túnica; rápidamente me la echo por encima y voy corriendo hacia la puerta. No se mueve. Los ángeles abren la cerradura y señalan mi túnica. Yo miro hacia abajo y me horrorizo al verla toda ella manchada de sangre.
»Mis manos están rojas, brillan con la sangre que gotea de ellas, igual que ocurrió aquel día en la ribera del río. Y, entonces, los ángeles alzan sus ardientes espadas para acabar conmigo. Me invade un terror enorme y me despierto. Una y otra vez, este sueño regresa una y otra vez. Nunca aprendo del sueño anterior, nunca lo recuerdo. Al empezar a soñar, la esperanza siempre está ahí presente para hacer que el final sea cada vez más cruel. Sé que este sueño no viene de la oscuridad de la que provienen el resto de los sueños, Dios me lo envía como castigo. Nunca, nunca seré capaz de atravesar la puerta. La mancha de mi túnica siempre vendrá de estas manos asesinas.
Escuché medio hechizado las palabras de Jacob Settle. Había algo extraño en el tono de su voz, algo tan místico y ensoñador en sus ojos que me atravesaban como un espíritu del más allá, algo tan solemne en su acento y en tan marcado contraste con su ropa raída y la pobreza que le rodeaba que llegué a pensar que todo aquello no era más que un sueño.
Permanecimos en silencio durante mucho tiempo. Con creciente asombro, continué observando a aquel hombre que tenía frente a mí. Ahora que me había confesado su secreto, su alma, que había vuelto a la realidad, parecía erigirse de nuevo con renovada fuerza. Cualquiera se hubiera horrorizado con su historia pero, aunque resulte extraño decirlo, yo no lo estaba. No es agradable en absoluto escuchar la confesión de un asesino, pero este pobre hombre parecía no solo haberse visto llevado a ello, sino tan arrepentido que yo no me sentía capaz de juzgarle. Quería tranquilizarle, así que le hablé con toda la calma de que fui capaz, aunque mi corazón latía con fuerza.
—No desespere, Jacob Settle. Dios es bueno y misericordioso. Viva con la esperanza de que algún día se sentirá liberado del pasado.
A continuación, me callé porque me di cuenta de que el sueño, un sueño natural esta vez, se aproximaba sigilosamente hacia él.
—Váyase a dormir —le dije—. Me quedaré aquí con usted y no tendrá más pesadillas esta noche.
Hizo un esfuerzo por calmarse y me contestó:
—No sé cómo agradecerle lo bueno que es conmigo, pero creo que es mejor que me deje a solas. Intentaré dormir. Es como si el habérselo contado todo me hubiera quitado un peso de encima. Debo luchar yo solo por mi vida.
—Me iré, si es lo que desea —le contesté—, pero deje que le dé un consejo: no viva tan solo. Vaya a donde haya otros hombres y mujeres. Viva entre ellos. Comparta sus alegrías y tristezas, eso le ayudará a olvidar. Esta soledad le hará enloquecer.
—Le haré caso —contestó ya medio inconsciente mientras el sueño se adueñaba de él.
Me volví para marcharme y él me siguió con la mirada. Toqué el cerrojo de la puerta, lo solté y me dirigí de nuevo a la cama. Le tendí la mano; él la estrechó entre las suyas mientras se incorporaba. Entonces, le di las buenas noches e, intentando animarle, le dije:
—Valor, hombre, valor. Quedan muchas cosas por hacer en este mundo, Jacob Settle. Algún día podrá vestir esa túnica blanca y atravesará la puerta de acero.
A continuación, le dejé solo. Una semana después me encontré su cabaña vacía. Pregunté en la fábrica y me dijeron que se había marchado al Norte, aunque nadie supo decirme exactamente a dónde.
Dos años más tarde, disfrutaba yo de unos días en Glasgow en compañía de mi amigo el doctor Munro. El doctor era un hombre muy ocupado y no disponía de mucho tiempo libre para estar conmigo, así que yo me pasaba el día haciendo excursiones a los Trossachs, a Loch Katrine y a El Clyde.
El segundo día de estar allí, regresé un poco más tarde de lo habitual, pero mi anfitrión tampoco estaba en casa. La criada me dijo que le habían llamado del hospital por un accidente ocurrido en las obras de la conducción del gas y que la cena se posponía una hora. Le dije que daría un paseo y que iba a buscar a su señor. Ambos regresaríamos juntos. Me encontré con él en el hospital lavándose las manos para regresar a casa.
Le pregunté cuál había sido el motivo del accidente.
—¡Lo de siempre! Una cuerda podrida y, sin más explicación, unos hombres pierden la vida. Dos hombres estaban trabajando en el gasómetro, cuando la cuerda que sostenía el andamiaje se partió. Debió de ocurrir justo antes de la hora de la cena, porque nadie se dio cuenta de que faltaban hasta que volvieron al trabajo. En el gasómetro había más de siete pies de agua. Tuvo que ser muy duro, pobre gente. Uno de ellos estaba vivo, pero nos costó mucho sacarlo. Parecía como si le debiera la vida a su compañero, nunca he visto nada tan heroico. Nadaron juntos mientras les quedaban fuerzas pero, al final, estaban tan agotados que, a pesar de las luces que tenían por encima y de los hombres que bajaron con cuerdas, no pudieron salvarse. Uno de ellos se puso de pie sobre el fondo y alzó a su compañero por encima de su cabeza. Ese esfuerzo le llevó a la muerte. Fue horrible cuando los sacaron. El agua, mezclada con el gas y el alquitrán, tenía el aspecto de un tinte de color morado. Parecía como si el hombre que estaba más arriba estuviera bañado en sangre. ¡Puuag!
—¿Y el otro?
—Ese estaba aún peor, pero debió de ser un gran compañero. La lucha bajo el agua tuvo que ser espantosa. No había más que ver cómo le chorreaba la sangre por las extremidades. Al mirarle, parecía como si tuviera estigmas. Estoy seguro de que el valor de ese hombre podría haber cambiado el mundo por completo. Con él se abrirían las puertas del Cielo.