7 mejores cuentos de Bram Stoker. August Nemo. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: August Nemo
Издательство: Bookwire
Серия: 7 mejores cuentos
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9783969441077
Скачать книгу
planes.

      Cuando más desanimados estaban y parecía que no se les iba a ocurrir nada, los intrépidos muchachos tomaron una decisión:

      —Hasta ahora hemos jugado con tonterías, con cosas muertas. ¿Por qué no entrar en los dominios de la vida? Los muertos pertenecen al pasado, que los vivos cuiden de sí mismos.

      Se vieron esa noche, cuando ya todo el mundo se había retirado a dormir, y la única señal de vida que se oía era el ronroneo amoroso de los gatos. Cada uno fue al cenador con su mascota, un conejo, y con un trozo de esparadrapo. Allí, a la luz de una luna tranquila y silenciosa, comenzaron un rito marcado por el misterio, la sangre y las tinieblas. Le colocaron a cada conejo un trozo de esparadrapo en la boca para que no hicieran ruido. A continuación, Tommy cogió a su conejo por el rabito. El animal, boca abajo, meneaba su cuerpo blanco a la luz de la luna. Harry puso muy despacio a su conejo en la misma posición que el de Tommy, hasta que las cabezas de los animales estuvieron a la misma altura.

      Pero habían calculado mal. Los chicos sostenían con fuerza a los animales por la cola, pero la mayor parte del cuerpo de los conejos tocaba el suelo. Antes de que las pobres criaturas pudieran escapar, sus captores se abalanzaron sobre ellos. Continuaron la tortura, pero esta vez los sujetaron por las patas traseras.

      El juego se prolongó hasta altas horas de la noche. Cuando por el cielo de Levante empezaron a aparecer las primeras señales del nuevo día, cada niño sostenía triunfalmente con sus manos el cadáver de su conejito, y lo colocaron en la que durante algún tiempo fuera su conejera.

      A la noche siguiente, repitieron el juego con un nuevo conejo y, durante más de una semana, mientras quedaron conejos, continuó la batalla. Es cierto que había tristeza en los corazones y en los jóvenes espíritus del hijo de los Santón y el de los Merford. También es cierto que se les enrojecían los ojos cuando, una por una, morían sus queridas mascotas, pero Harry y Tommy tenían el corazón de acero de los héroes para aguantar el sufrimiento y no oír los gritos de clemencia que brotaban del fondo de su infancia. Por eso, llevaron aquella feroz lucha hasta su amargo final.

      Cuando ya no quedaron conejos, no buscaron otra víctima. Durante varios días se las arreglaron con ratones blancos, lirones, erizos, cobayas, palomas, corderos, canarios, periquitos, pardillos, ardillas, loros, marmotas, caniches, cuervos, tortugas, perros foxterrier y gatos. De todos ellos, como era de esperar, los más difíciles de dominar eran los foxterrier y los gatos y, de estos dos, la dificultad de cortar a un foxterrier comparada con un gato es como intentar descubrir el lac de la Pharmacopoeia británica que se echa a la leche y que los lecheros le cuelan a un público demasiado confiado, cuando no es más que agua. Más de una vez, en plena faena de despellejar gatos, Harry y Tommy hubieran deseado que una silenciosa tumba abriera sus pesadas y macizas mandíbulas y se tragara a aquellas bestias, porque las víctimas felinas no tenían paciencia durante la agonía de la muerte y ponían en peligro la seguridad de los artistas y se tiraban sobre sus verdugos.

      Al final, terminaron con todos los animales, pero la pasión por acuchillar seguía aún latente. ¿Cómo acabaría todo aquello?

      Una nube recubierta de oro

      ––––––––

      Tommy y Harry estaban sentados en el cenador, abatidos y desconsolados. Lloraban como Alejandro Magno porque no había más mundo que conquistar. Al final, tuvieron que admitir que no quedaba nada más que acuchillar. Aquella misma mañana habían mantenido una brutal batalla. Su ropa daba buena cuenta de la bestialidad de la misma: sus gorros no eran sino masas amorfas, sus zapatos habían perdido la suela y el tacón y tenían las palas rotas; tenían los tirantes, las mangas y los pantalones completamente desgarrados y, si hubieran llevado esos abrigos tan masculinos de faldones, también habrían quedado hechos trizas.

      Acuchillar era una pasión que los obsesionaba. De una manera fiera y continua, se habían visto arrastrados por aquella pasión demoniaca que les impedía hacer el bien. Pero entonces, enardecidos aún por el combate, enloquecidos por su éxito con las armas, con la codicia por la victoria aún por saciar, decidieron con más ardor que nunca encontrar nuevas formas de diversión. Eran como los tigres, que, una vez probada la sangre, están sedientos de una libación mayor y más intensa.

      Mientras permanecían sentados con el espíritu inquieto por el deseo y la desesperación, algún espíritu maligno condujo a los gemelos, los retoños más queridos del árbol de los Bubb, al jardín. Zacariah y Zerubbabel avanzaban de la mano desde la puerta de atrás de la casa; se habían escapado de sus niñeras y, guiados por ese instinto tan innato al ser humano de explorar nuevos mundos, se adentraron valientes en el gran mundo, la terra incognita, la última Thule del dominio paterno.

      Se fueron acercando a la hilera de álamos detrás de la que los veían aproximarse los ávidos ojos de Harry y Tommy. Ambos sabían que el lugar donde estaban los gemelos era donde solían juntarse a charlar las niñeras. Temían que los descubrieran, si les cortaban la retirada.

      Aquellas dos criaturas eran un placer para la vista: idénticos en la forma, en sus rostros, en su altura, la misma expresión y la misma ropa. De hecho, eran tan iguales que nadie podía distinguirlos. Cuando Tommy y Harry se percataron del fascinante parecido entre los gemelos, se volvieron, se cogieron por el hombro y se susurraron al oído:

      —¡Mira, son exactamente iguales. Esto va a ser el culmen de nuestro arte!

      Con la excitación dibujada en el rostro y las manos temblándoles, hicieron planes para atraer a los inocentes bebés, que no sospechaban nada, hacia el osario.

      Y les salió bien. Poco después, los gemelos ya habían dado unos pasos vacilantes hasta sobrepasar los árboles y quedaron fuera de la vista de la casa paterna.

      Los vecinos no conocían a Harry y a Tommy precisamente por su amabilidad, pero el sutil método que usaron con aquellos indefensos bebés habría conmovido el corazón de cualquier filántropo. Con una sonrisa y bromas y ardides disfrazados de dulzura consiguieron que los gemelos entraran en el cenador. Después, con la excusa de cogerlos para columpiarlos por el aire, juego que gusta tanto a los niños, los levantaron del suelo. Tommy cogió a Zacariah, mientras su carita de luna sonreía a las telarañas del techo del cenador, y Harry, con gran esfuerzo, levantó al querubín de Zerubbabel.

      Ambos tomaron aliento para llevar a cabo aquella gran empresa: Harry para actuar y Tommy para soportar la impresión. Zerubbabel daba vueltas por el aire alrededor de la cara decidida e iluminada por el placer de Harry. A continuación, se produjo un estruendo repugnante y el brazo de Tommy cedió.

      El pálido rostro de Zerubbabel cayó justo encima del de Zacariah. Tommy y Harry eran por aquel entonces artistas con una dilatada experiencia, demasiada como para perderse el más mínimo detalle. Las naricillas regordetas se achataron, las mejillas regordetas se aplastaron. Cuando un instante después los separaron, las caras de ambos bebés estaban cubiertas de sangre reseca. El ambiente se llenó de tales chillidos que bien podrían haber despertado a los muertos. Inmediatamente, llegó de la casa de los Bubb el eco de unos gritos y el ruido de unos pasos. A medida que los pasos se aproximaban, Harry le gritó a Tommy:

      —Estarán aquí de un momento a otro. Subamos al tejado del establo y tiremos al suelo la escalera.

      Tommy asintió con la cabeza. Ambos niños, sin atender a las consecuencias, cogieron cada uno a un gemelo, subieron al tejado del establo por una escalera que solía estar apoyada contra la pared y, luego, la empujaron hacia el suelo.

      Ephraim Bubb salió de casa para buscar a sus dos queridos pequeños. Se le heló el alma al contemplar aquel espectáculo: arriba, en el alero del tejado del establo, Harry y Tommy permanecían de pie y se disponían a reiniciar el juego. Parecían dos jóvenes demonios que perpetraran un plan diabólico. Lanzaban a los gemelos por el aire, primero uno y luego el otro y, al caer, chocaba con el cuerpo del hermano. Solo un padre tierno y sensible puede llegar a imaginar cómo se sentía Ephraim. Aquello habría sido