Ephraim, y también Sophonisba, que había aparecido con los rizos despeinados, se lamentaban a voces ante la desgracia de sus pequeños, y comenzaron a pedir ayuda a gritos. Mas, por alguna extraña mala suerte, solo ellos fueron testigos de aquella carnicería, solo ellos oyeron sus gritos de angustia y desesperación. Ephraim, fuera de sí, se subió a los hombros de su mujer, e intentó escalar la pared del establo.
Agotado, corrió hasta la casa y volvió enseguida con una escopeta de dos cañones. Mientras corría, iba cargando un par de cartuchos. Se acercó al establo y exhortó a los jóvenes asesinos.
—Soltad a los gemelos y bajad o dispararé sobre vosotros como si fuerais un par de perros.
—¡Eso jamás! —exclamaron a un tiempo los dos héroes.
Siguieron con su horrible pasatiempo y, mientras, su alegría se multiplicaba por diez al comprobar que los ojos agonizantes de los padres se llenaban de lágrimas.
—¡Entonces, vais a morir! —aulló Ephraim en tanto abría fuego por los dos cañones, derecha e izquierda, hacia los dos acuchilladores.
Pero ¡ay, el amor hacia sus pequeños hizo vacilar la mano que nunca antes vacilara! En cuanto se desvaneció la humareda y Ephraim se recuperó del culatazo, escuchó dos carcajadas de victoria y vio que Harry y Tommy estaban ilesos y movían de un lado a otro el cuerpo decapitado de los gemelos. El cariñoso padre había volado la cabeza de sus retoños con los disparos.
Tommy y Harry aullaron de felicidad y empezaron a jugar a pasarse los cuerpos durante un rato, contemplados únicamente por los ojos atónitos del infanticida y de su esposa. Seguidamente, ambos muchachos lanzaron los cuerpos al aire. Ephraim corrió a coger lo que en otro tiempo había sido Zacariah, y Sophonisba acudió frenética a alcanzar los restos de su amado Zerubbabel.
Pero ninguno de los padres tuvo en cuenta el peso de los cuerpos y la altura desde la que caían. Ignorantes de tan sencilla fórmula dinámica, intentaron realizar una operación que la calma, el sentido común y unos mínimos conocimientos científicos habrían tachado de inviable. La masa de los cuerpos cayó al fin, y Ephraim y Sophonisba recibieron el impacto mortal del cuerpo de los gemelos al caer. Así, los bebés fueron póstumamente culpables de parricidio.
Un espabilado juez de instrucción declaró a los padres culpables de infanticidio y suicidio. Se valió para ello del testimonio de Harry y Tommy, quienes declararon de mala gana que aquellos monstruos inhumanos, enajenados por la bebida, habían matado a sus hijos; los habían tirado al aire y habían disparado contra ellos un arma de doble cañón, que previamente habían robado, y los cuerpos de los bebés les cayeron encima como una maldición. Después, se habían matado entre sí con sus propias manos.
A Ephraim y a Sophonisba se les negó el consuelo de un sepelio cristiano y se les enterró con un mínimo ritual. Cercaron su tumba sin bendecir con estacas para dejarlos allí hasta el día del Juicio Final.
Harry y Tommy fueron reconocidos con honores nacionales y los nombraron caballeros, a pesar de su edad.
La fortuna pareció sonreírles durante largos años. Vivieron hasta muy mayores, con buena salud y amados y respetados por todos.
A menudo, en las soleadas tardes de verano, cuando toda la naturaleza parecía descansar, cuando el tonel más viejo estaba abierto y la lámpara más grande permanecía encendida, cuando las castañas se tostaban en los rescoldos y al niño se le hacía la boca agua, cuando sus bisnietos hacían como si arreglaran el cenador imaginario y recortaran el penacho ficticio de un casco, cuando las lanzaderas de las buenas esposas de sus nietos destellaban cada una en su rueca, solían contar entre gritos y carcajadas la historia de LAS ALMAS GEMELAS O LA MALDICIÓN DE LA DOBLE IDENTIDAD.
El sueño de las manos ensangrentadas
Lo primero que oí acerca de Jacob Settle fue una sencilla afirmación que describía su carácter: «Es un tipo triste». Sin embargo, más tarde me di cuenta de que esa opinión solo expresaba lo que sus compañeros de trabajo pensaban de él. En aquellas palabras había cierto grado de intolerancia; les faltaba el lado positivo que toda opinión que se precie debe tener y que sitúa a la persona en la justa medida de la estima social. Pero había algo que no encajaba con el aspecto del personaje. Esto me dio que pensar y, poco a poco, y a medida que fui conociendo cada vez más el lugar y a sus compañeros de trabajo, fue creciendo mi interés por él. Supe que siempre estaba haciendo favores que podía cumplir y que en todo momento se dejaba guiar por la previsión, la paciencia y el autocontrol, verdaderos valores de la vida. Las mujeres y los niños confiaban ciegamente en él pero, por extraño que parezca, él los evitaba, salvo cuando alguien estaba enfermo; entonces, aparecía tímido y desgarbado para ofrecer su ayuda.
Llevaba una vida muy solitaria. Él mismo se hacía las cosas de casa. Vivía en una pequeña casa de campo, lo más parecida a una cabaña, de una sola habitación y alejada del mundo, en los límites del páramo. Su existencia parecía tan triste y solitaria que me entraron ganas de animarla. Me decidí a ello un día que nos encontramos ayudando a incorporarse a un chico herido, con el que choqué accidentalmente. Fue entonces cuando me ofrecí a prestarle unos libros. Él aceptó de buen grado y, al separarnos, ya al amanecer, sentí que entre nosotros había surgido cierto grado de confianza.
Los libros me los devolvía siempre en perfecto estado y en la fecha convenida y, con el tiempo, Jacob Settle y yo llegamos a ser buenos amigos. Una o dos veces que me decidí a cruzar el páramo en domingo, me reuní con él, pero noté que no se encontraba a gusto ni relajado, por lo que no supe si debía volver a verle o no. Lo que sí sabía es que él nunca vendría a visitarme a mí bajo ninguna circunstancia. Una tarde de domingo, regresaba yo de dar un largo paseo por el páramo y, al pasar por la cabaña de Settle, me detuve en la puerta y pregunté: «¿Qué tal está?». Como la puerta estaba cerrada, pensé que había salido. Aun así, y para guardar las formas o por simple costumbre, llamé sin esperar respuesta. Para mi sorpresa, oí una débil voz que provenía de dentro, aunque no pude descifrar lo que decía. Entré y me encontré a Jacob medio desnudo y tendido en la cama. Estaba pálido como la muerte. Las gotas de sudor le caían por el rostro. Sus manos se aferraban inconscientemente a las sábanas, del mismo modo que un hombre que se está ahogando se agarra a lo primero que encuentra. Al verme entrar, trató de incorporarse con una expresión salvaje en los ojos; los tenía muy abiertos y miraban como si algo horrible hubiese sucedido. Cuando me reconoció, volvió a tumbarse con un contenido sollozo de alivio y cerró los ojos. Permanecí de pie junto a él apenas un instante mientras jadeaba.
Entonces, abrió los ojos y me miró con una expresión de desesperación tal que, tan cierto como que estoy vivo, mejor habría sido no ver aquella mirada de terror. Me senté a su lado y le pregunté cómo se encontraba. Al principio, solo decía que no estaba enfermo pero, entonces, después de examinarme, se incorporó apoyándose en el codo y dijo:
—Se lo agradezco, señor, le estoy diciendo la verdad. No estoy enfermo, lo que entendemos comúnmente por enfermedad, aunque solo Dios sabe si hay peor enfermedad que la que conocen los médicos. Le contaré lo que me ocurre porque usted ha sido muy amable conmigo. Confío en que nunca se lo mencionará a nadie pues, de hacerlo, sería terrible para mí. Estoy viviendo una auténtica pesadilla.
—¿Una pesadilla? —dije con intención