—Shit! —murmuró—. Menos mal que este es mi último encargo.
Lo tranquilizó la visión de aquel trozo de horizonte, solo reservado para sus ojos. Con una leve sonrisa regresó a la cocina para prepararse un copioso desayuno: un zumo multicolor, un montón de tostadas regadas con aceite y una gran variedad de embutidos y quesos. Aquella era su pequeña recompensa por lo ocurrido la noche anterior, además de ser un ritual para ocasiones especiales.
Con el estómago lleno y la mente despierta, se acercó al ordenador para conectarlo. Deseaba comprobar el ingreso de los doscientos mil euros. No era una tarea sencilla. La única forma de acceder a sus datos era utilizar claves encriptadas para entrar a su cuenta en Gibraltar a través de la página web de un banco de apariencia normal. Efectivamente, el saldo había crecido, ya se acercaba a esa cifra mágica de diez millones de euros. Aquella idea le hizo sentirse contento, borrando de forma definitiva cualquier malestar fruto de lo sucedido en Madrid. Luego se dedicó a curiosear los periódicos locales en busca de alguna referencia a lo acontecido hacía unas doce horas a cuatrocientos cincuenta kilómetros de distancia. Mientras leía por encima los diferentes titulares, la gran mayoría dedicados a hurgar en distintos casos de corrupción política, recordó dos instantes de la noche anterior: su tensión en la entrepierna y aquella molestia en el pecho.
La tensión en su entrepierna tenía una explicación sencilla, llevaba tiempo sin estar con una mujer. Por el contrario, aquel dolor era algo desconocido e inquietante para él. Intentó apartar ese esbozo de miedo volviendo a concentrarse en su tarea.
Su concienzuda búsqueda tuvo sus frutos. En un apartado de sucesos pudo leer dos líneas sobre lo sucedido. «Incremento de la violencia en los barrios periféricos de la capital. Anoche, dos vigilantes de seguridad nocturna de un pub fueron agredidos por varios desconocidos cuando expulsaban del local a un hombre que había increpado a varios clientes».
La breve nota no se acercaba mucho a la realidad, pero si había aparecido en el periódico solo podía significar que la policía había estado en el lugar de los hechos recopilando información.
Mark no sabía con certeza qué podían recordar de su aspecto aquellos dos descerebrados. En cualquier caso su ropa había desaparecido hacía bastantes horas en un contenedor en el camino de regreso. Se vio reflejado en la pantalla del ordenador: barba compacta, canoso pelo largo… Debía empezar a preparar su disfraz antes de volver a escena.
Había cometido un error de principiante, ese cambio de opinión en el último minuto motivado por la presencia de los dos escoltas era impropio de él. No era la primera vez que las circunstancias de un trabajo se habían alterado de forma brusca durante su larga carrera profesional, pero nunca había modificado tan rápido sus cuidadosos preparativos. Era cierto que ya tenía el encargo localizado y las armas necesarias, aunque inicialmente solo había pensado ubicar a su objetivo. De todas formas, ambas tareas las había realizado con la misma ropa y aspecto, aquello era un fallo inconcebible para él. No podía volver a repetirse. Dudó un instante frente al espejo del baño. Le gustaba su aspecto actual, había tardado más de un año en conseguirlo. Cerró los ojos y la ruidosa maquinilla recorrió parte de la cara y la cabeza sin orden aparente.
—Ya no tiene arreglo —susurró con una sonrisa al observar el montón de pelos blancos en el lavabo.
Regresó al salón para poner música con la que amenizar su radical cambio de look. De vuelta al baño, terminó de raparse ambas partes casi al cero al tiempo que canturreaba a ritmo de AC/DC: «Highway to hell… Highway to hell».
Al pasarse la mano por el recién rasurado mentón se vio a sí mismo con treinta años menos. En aquella época, tras varios años de recorrer Europa, primero acompañado y luego solo, decidió volver a su país para hacer algo diferente. Al llegar, no solo se reencontró con su familia, sino con un país lleno de banderas y de proclamas llamando a la guerra. Como a todos los jóvenes de cualquier época, aquello lo atrapó desde el primer instante. Su sed de aventuras unido al gran ideal de la lucha por la libertad fueron su excusa para alistarse en el Ejército de los Estados Unidos. Volvió a abandonar su patria rumbo a un desierto desconocido para no regresar jamás.
Durante esa guerra Mark aprendió su oficio actual y perdió lo único que puede atar a un ser humano a sus congéneres: la confianza en su propia raza. La muerte enseña muchas cosas al hombre cuando la puede ver de cerca, pero la guerra solo destruye su espíritu. A su mente volvió el recuerdo de aquellos niños, pequeños e inocentes todos ellos, sepultados bajo la arena del desierto, donde habían ido cayendo, entre cuerpos de hombres y mujeres civiles, mientras huían de los bombardeos de sus salvadores. Esos pequeños era lo único que recordaba de esa guerra ya olvidada para el resto del mundo.
—Vete acostumbrando, niñato. Esto es la guerra —le había escupido un sargento cuando Mark vomitaba. Ese asco se convirtió en tanta rabia que se pasó las dos siguientes semanas en un calabozo tras agredir a ese mismo sargento.
Esa primera experiencia en el frente decidió su papel en aquel conflicto y, sin duda, el rumbo de su existencia. Después se integró, casi a la fuerza, en una unidad especial del cuerpo de marines donde aprendió a matar deprisa y con precisión. Ese aprendizaje, sin remordimiento, le salvó de la locura que arrastró a la mayoría de sus compañeros, pero le condenó a su vida actual, solitaria y cruel. Durante esa época conoció a su mentor, Douglas Shoot. Dos años después de terminar la guerra volvieron a reencontrarse en un país y en una situación muy diferentes. En ese momento Mark subsistía gracias a trabajos mal pagados, su amigo, por el contrario, ganaba mucho dinero dedicado a ocupaciones poco claras. Ese reencuentro marcó de forma determinante la vida de Mark hasta convertirse en lo que era ahora.
Aquel fogonazo, aquel recuerdo frente al espejo solo duró unos instantes, como en otras ocasiones. Sin embargo esa vez vino acompañado de un sudor frío en las manos y de una punzada de dolor en el pecho. El sudor frío no le era desconocido: lo había sentido muchas veces durante la guerra antes de apretar el gatillo, pero el pinchazo le tenía desconcertado. Respiró profundamente varias veces, tal como le habían enseñado en el ejército. Poco a poco fue consiguiendo recuperar la calma. Un grito desde lo más profundo alejó cualquier reflexión.
Tras desnudarse, se sumergió bajo la ducha durante un buen rato. El agua caliente fue arrastrando los restos del corte de pelo, al igual que aquellos recuerdos perturbadores.
Se vistió para salir. Era domingo por la tarde, todavía tenía mucho que hacer, pero decidió darse un respiro. Como cualquier guerrero, así se veía en ocasiones, no podía ir a realizar un trabajo con otras cosas revoloteando en su cabeza, por lo que con una idea muy clara se subió al todoterreno y abandonó su casa con cierta urgencia.
Lejos de su refugio, en pleno centro de la ciudad, se metió en una cabina de teléfonos y marcó uno de los tantos números que tenía memorizados. Cada vez quedaban menos cabinas por la calle. La compañía de teléfonos empezaba a ponérselo difícil.
—¿Qué tal? Soy John… Sí, he andado bastante liado con el trabajo y la familia… Me gustaría verte… ¿En una hora?… Perfecto… Allí estaré.
Mark Green, esta vez John, había llegado ya al lugar de su recién concertada cita. Se sentó en un bar frente al conocido portal a curiosear tranquilamente el periódico, sin perder de vista ni su reloj ni los movimientos cercanos al edificio. Una cerveza sin alcohol acompañada de unas patatas fritas amenizaron la espera.
Apenas prestó atención a los aburridos titulares sobre corrupción. Su mente y su entrepierna se obstinaban en recordar el último encuentro con Abril. Aquella mujer le volvía loco, tenía un cuerpo espectacular, de portada de Playboy, y un humor y encanto difíciles de resistir.
Mark se había enamorado poco y mal, es decir, que tan solo lo había hecho una vez y de la persona equivocada. Eso le había servido de vacuna contra cualquier recaída y, sin duda, con Abril, pese a dedicarse a la profesión más antigua del mundo, podría haber incurrido con