Desanduvo el recorrido con más tranquilidad. Durante unas horas se perdió por el centro de la ciudad observando el paisaje urbano, a la vez que su mente, sin distraerse, intentaba organizar el siguiente paso. Ya había aceptado el trabajo, ese recorrido disparatado de cientos de kilómetros desde su casa hasta la consigna de la estación solo tenía aquel fin. En unas horas recibiría el primer pago por el encargo, la tercera parte del total, pero mientras esperaba el momento oportuno para verificar ese ingreso, debía ponerse manos a la obra. Dos semanas no era mucho tiempo.
La pequeña tienda regentada por un chino parecía perfecta. Recorrió las estanterías llenas de trastos, observando a las pocas personas que había en su interior y volvió al mostrador donde el chino no paraba de moverse vaciando cajas a medio abrir.
—Buenos días. Quiero un teléfono móvil.
—Buen día. ¿Qué clase tú quiere?
—Uno normal, con cámara y conexión a internet —solicitó Mark.
—Tenemos este. Muy bueno —aseguró el chino mostrándole un teléfono más grande que la palma de su mano y dentro de una caja con caracteres chinos.
—¿Tiene conexión a internet?
—Sí, señol.
—¿Wifi? ¿Cámara de fotos?
—Todo completo.
—¿Cuánto?
—Ciento diez eulos. Regalo funda —contestó el chino con su mejor sonrisa.
—Necesito también una tarjeta para poder hablar.
—OK. ¿Qué compañía?
Mark miró detrás del mostrador y señaló una. Le daba igual cuál fuera.
El chino volvió a sonreír.
—Muy buena. Necesito calnet.
Mark sacó sin inmutarse varios billetes junto a un viejo carnet de conducir de color rosado. El chino leyó en voz alta aquel nombre falso y cogió con rapidez el dinero, luego se dedicó a rellenar el contrato. Mark firmó con un garabato; después, encendió el móvil. El icono de la señal aparecía parpadeando, metió el pin de la tarjeta y efectuó una llamada de comprobación al mismo bazar chino. Una vez satisfecho, abandonó la tienda deambulando entre callejuelas con el teléfono apagado y la batería quitada. Se paró a comer el menú del día en un atestado restaurante para turistas. A los postres, por fin abrió el sobre. Dentro había un papel con una dirección y un número de teléfono anotados. Lo guardó en el bolsillo antes de pedir la cuenta. En el baño, destrozó el ajado carné junto con el papel con la dirección y tiró los restos por el retrete. Tras asegurarse de que desaparecía por el desagüe, abandonó aquel insulso local camino de una boca de metro.
El tema de la documentación era uno de los dos puntos flacos de su trabajo, uno de los hilos por los cuales podían llegar hasta él. Para cada encargo necesitaba una distinta. Hasta la fecha él mismo se las había confeccionado, pero con la desaparición del viejo carné de conducir y tras los atentados de Madrid, tendría que recurrir tarde o temprano a los profesionales. Por esa, y otras razones, aquel era su último encargo, tenía el dinero suficiente para vivir holgadamente el resto de su vida y más muertos de los que deseaba sobre su espalda.
Al salir del metro, muy cerca de la dirección archivada en su mente, Mark volvió a colocar la batería al móvil y lo conectó para mandar un breve mensaje al número escrito en el papel. Minutos más tarde un pitido le avisó de la contestación: «Todo OK».
Mark sonrió, en teoría su cuenta se había incrementado en doscientos mil euros, el tercio por adelantado de este trabajo. La crisis también había traído una bajada en los honorarios. Hacía apenas dos años, por este pedido habría ganado un millón de euros. Ahora tenía que conformarse con seiscientos mil.
Sus pasos lo llevaron cerca de donde vivía su próximo encargo. Dio una vuelta rápida por las manzanas que rodeaban aquel lujoso edificio del barrio de Salamanca. No había nada extraño ni ninguna dificultad añadida. Ninguna comisaría de policía nacional o local, nada de sucursales bancarias, joyerías o locales de lujo atestados de alarmas ni locales de copas con vigilantes. Era un área residencial de edificios amplios con aceras grandes llenas de árboles, poco tráfico y bastante actividad comercial. En un rápido vistazo contabilizó dos peluquerías, cuatro panaderías, tres fruterías, dos tiendas de comida tipo gourmet, un gimnasio, media docena de restaurantes pequeños, tres tiendas de ropa y un incontable número de bares de diseño. La zona destilaba elegancia y pijoterío a partes iguales.
Mark entró en uno de los locales situados frente al portal. Pidió una cerveza y comenzó a hojear el periódico sin perder de vista su objetivo. La espera tuvo sus frutos: la mujer se bajó de un enorme coche negro al otro lado de la calle. Del interior del vehículo salieron, además de ella, dos hombres con ropa informal, uno de ellos se alejó con prisa hacia la entrada del inmueble.
Mark ya sabía lo que suponía aquello, su presa tenía dos sombras, lo cual la convertía en un pez gordo o difícil de pescar. Por eso se lo habían encargado a él, querían un trabajo discreto, sin ruido. Ahora era tarde para renegociar su tarifa, los que le habían contratado no se andaban con tonterías a la hora de zanjar sus negocios. Solo había realizado dos trabajos para aquella gente, el último hacía año y medio. En aquella ocasión había tenido que liquidar a un antiguo socio que se había esfumado con un montón de pasta y una identidad nueva. Al final no tuvo tantos problemas para encontrarlo. La estupidez y la avaricia suelen ir de la mano. Aquel tipo se había empeñado en despilfarrar demasiado dinero en un paraíso fiscal poblado de palmeras y ojos atentos.
Abandonó el bar no sin antes memorizar la hora y la matrícula del coche. El principal objetivo de ese viaje era aceptar el trabajo y hacer un primer reconocimiento de la zona. Sin duda durante las próximas dos semanas iba a tener que emplearse a fondo para poder realizar el encargo que acababa de aceptar. Sintió un leve nudo en el estómago, la presencia de escoltas iba a obstaculizar el cumplimiento de los plazos previstos, necesita más tiempo o hacer las cosas más deprisa, ninguna de las dos le parecía una buena opción.
No le costó mucho llegar hasta la terminal del aeropuerto: dos taxis y un par de transbordos en el metro. En uno de los cambios de línea se deshizo de la gorra y de la cazadora. Una vez en la terminal, volvió a embutirse, sin quitarse los pantalones ni la camisa, en el mono de cuero. Exhaló con fuerza un par de veces. Sentarse en la moto le hizo sentirse como en casa pese a la distancia, pero en su mente ya se había colado una duda. No podía volver a su refugio sin haber hecho antes otra cosa.
Ya en la carretera, se detuvo en la rotonda para observar los carteles de dirección. Miró el reloj varias veces hasta dar cuerpo a una decisión que ya había tomado.
—Bueno. —Con un suspiro, enfiló con la moto revolucionada hacia el cartel que indicaba Madrid. Tenía que adelantar algo de tarea para la semana próxima. Las dificultades se habían incrementado, no podía perder demasiado tiempo en los preparativos. Era sábado por la noche, el momento ideal para conseguir el material que iba a necesitar.
Mark tenía por costumbre trabajar solo en todos los aspectos, nada de encargar a otros su documentación y nada de comprar sus armas a tipos de dudosa reputación. Además, lo hacía a la vieja usanza, es decir, eliminaba a sus objetivos a corta distancia sin regodearse, las torturas o los rifles automáticos se los dejaba a los salvajes o a los cobardes. Él prefería, aunque a veces le quitara el sueño un par de días, matar a sus encargos con dos precisos disparos a un par de metros de distancia. No quería sentir los últimos espasmos de sus víctimas ni mancharse con su sangre, pero tampoco quería disparar desde la lejanía sin ver sus caras, eso ya lo había hecho antes. Por culpa de esos planteamientos, de esa especie de código, Mark tenía algunos problemas para conseguir sus herramientas de trabajo. No era difícil adquirir unos cuchillos o navajas para rajar a alguien rápida o lentamente según el gusto, tampoco era difícil hacerse con un rifle de caza, pero conseguir una pistola, eso era otra historia. España no era todavía como