El último trabajo de Mark Green. Fernando Pérez Rodríguez. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Fernando Pérez Rodríguez
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788417307745
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las reflexiones de su mujer.

      —He quedado con mi hermana para tomar algo antes de comer.

      —Perfecto —murmuró. Su mente volvía a centrarse en aquel titular que acompañaba a las fotos: «Media docena de cuerpos de inmigrantes aparecen ahogados en las playas de Tarifa».

      María sabía que esas fotos irían a engrosar el enorme dosier en que se había convertido su despacho, y sus últimos años de vida, desde que había accedido a investigar el tráfico ilegal de personas. «Mierda de mundo», suspiró intentando alejar todo eso de su presente a la vez que se arreglaba para disfrutar de uno de sus pocos domingos libres.

      El encargo

      La llegada de las primeras lluvias había constatado el fin del verano en aquella zona un tanto alejada del centro de Donostia que se asomaba al mar desde un precipicio ensordecedor e inaccesible. Ese cambio de tiempo devolvió a la zona su acostumbrada tranquilidad alejando a los turistas y a los vecinos ocasionales.

      Mientras la lluvia golpeaba los cristales y los árboles se movían empujados por el intenso viento, Mark Green, uno de aquellos residentes casi fijos, recorría su casa con un sobre cerrado. La vivienda, un sólido y antiguo caserío, estaba formada por gruesas paredes de piedra y un fuerte esqueleto de madera que a Mark le gustaba acariciar. Lo había reformado por completo hacía cinco años con el único propósito de abrir aquel enorme ventanal frente al cual solo estaba la inmensidad del mar. No era la casa que había imaginado de adolescente en su Montana natal, aun así, aquel lugar poseía ciertos rasgos que habían formado parte de sus ensoñaciones; la madera, el crepitar del fuego, el horizonte despejado del mar, la soledad…

      Mark había cumplido los cincuenta con un trabajo que lo obligaba a mantenerse en plena forma, pero los achaques iban llegando. Hasta hacía un par de años su cuerpo era una máquina bien engrasada. Ahora, por el contrario, debía acudir de forma regular a un fisioterapeuta para que le aliviara las molestias que le surgían en la región lumbar y en el hombro izquierdo.

      Abrió con decisión el sobre para comprobar su contenido. Sus ojos azules se fijaron en la foto intentando retener todos los detalles. Mujer madura, de su misma edad, media melena tostada, ojos oscuros y saltones, nariz decidida y labios gruesos. Aquel rostro le pareció familiar, como si ya la hubiera matado antes. En el dorso de la foto se podía leer una fecha. Dentro del sobre, además de la imagen, había una pequeña llave que guardó en su bolsillo sin dejar de observar la cara de su próximo encargo. La mirada de aquella mujer lo golpeó en su subconsciente. Parecía una mujer honesta, nada que ver con sus anteriores trabajos: hombres y mujeres de rostros crueles o codiciosos; durante un leve instante dudó. En ese momento, no podía saber que aquel encargo iba a dar al traste con todos sus planes futuros poniendo en riesgo su propia vida.

      ***

      Mark suspiró antes de lanzar la foto junto con el sobre al fuego de la chimenea. La decisión ya estaba tomada. Solo tenía dos semanas para hacer el trabajo. Apenas un día para aceptarlo.

      —¡Qué prisas! —murmuró con un toque de tristeza recordando los viejos tiempos cuando aprendió el oficio, hacía más de veinte años, y cada encargo se organizaba durante meses. Ahora todo se había vuelto urgencia, y su gremio, antes casi una secta, se había llenado de chapuceros y de psicópatas.

      Mark era un profesional. Solo aceptaba casos claros, sin connotaciones políticas, religiosas o raciales, para eso ya estaban los grupos ultras o los extremistas religiosos. Además de esas condiciones solo tenía otra más: nada de niños. Con las mujeres no tenía problemas, él no hacía discriminaciones.

      Observó cómo las llamas consumían los papeles antes de ir a la cocina a prepararse un batido de frutas. Después, salió a la terraza que casi colgaba sobre el acantilado para tomárselo. Aquella mañana había cumplido rigurosamente con su hora y media de entrenamiento diario, incluyendo cuarenta minutos de carrera por los caminos cercanos.

      Consultó el reloj, en unas horas tendría que marcharse para llegar a tiempo de dar su contestación. Se podría haber ahorrado el viaje de casi quinientos kilómetros, pero prefería tomar la decisión con tranquilidad en su refugio. Aquello formaba parte de un ritual que lo había mantenido a salvo durante muchos años, las llamadas o mensajes podían convertirse en hilos para llegar hasta él.

      Aquel vasto paisaje le ayudaba a poner paz en su ajetreada mente. Nunca había pensado en surcar los mares, pero su contemplación durante horas era un bálsamo tranquilizador. Desde su mirador se podía adivinar con facilidad, en un día claro y soleado, una buena parte de la costa guipuzcoana y vizcaína. Se tomó unos minutos antes de regresar con paso acelerado al interior. Su bolsa de viaje era escasa, solo iba a estar fuera unas horas, y todo tenía que entrar en los cofres de la moto. Además, lo único imprescindible estaba ya archivado en su cabeza. Sobre la enorme cama, nunca compartida, fue depositando lo necesario para su breve escapada: una jersey grueso gris, un gorro de lana, un pantalón vaquero, una gorra, dos cazadoras de diferentes colores y un par de mudas. Entremedias de toda esa ropa escondió un pequeño botiquín, un puño americano, un objeto negro que acababa de terminar de cargar y un fajo de billetes de cien euros. En su armario entreabierto, se podían observar media docena de jerséis, cazadoras y pantalones similares a los que acababa de escoger. En los cofres laterales fue colocando lo seleccionado con cuidado y en un orden determinado, asegurándose un par de veces de que no le faltaba nada, luego sacó la moto del garaje sin arrancarla.

      Con el equipaje listo volvió a hojear en internet los horarios de los trenes que llegaban a la capital, así como las líneas de metro que conectaban sus próximos destinos. Se terminó de vestir con ropa informal antes de ponerse el mono de cuero de color oscuro con protecciones. Miró el reloj, tenía el tiempo casi justo, apenas media hora de margen, para realizar el recorrido previsto.

      Tras comprobar la alarma dos veces, repasar de nuevo su equipaje y cerrar su casa, se subió a una potente BMW de mil centímetros cúbicos que lo esperaba junto al muro de la villa, para salir minutos después derrapando por aquellos caminos llenos de curvas y mal asfaltados que rodeaban su residencia.

      Al internarse en la autopista la conducción se volvió más monótona, casi sin curvas ni coches, y Mark rememoró la primera vez que llegó a la ciudad donde ahora estaba su hogar. Como a cualquier norteamericano joven de clase media alta, le encantaba viajar, y Europa era un destino perfecto para conocer muchas culturas diferentes en poco tiempo. Con una extensión inferior a su país, aquel pequeño continente acumulaba una historia registrada de varios miles de años.

      Mark había recalado por accidente en aquella ciudad norteña; él prefería el sol y las gentes del Mediterráneo, con ese espíritu había recorrido durante dos meses las costas de Grecia, Yugoslavia e Italia, pero su viaje se torció tras discutir con sus compañeros en la frontera alpina entre Italia y Francia. Sus amigos de la universidad continuaron hacia el sur, rumbo a España, con la idea de llegar hasta Marruecos. Él partió solo en dirección contraria: hacia París. Más tarde, cuando se cansó de recorrer calles asfaltadas, sus pasos lo llevaron hasta el océano Atlántico, y al cruzar la frontera de Francia descubrió su actual hogar.

      Mark no recordaba en aquel momento, con una recta interminable por delante, el porqué de la discusión, pero desde aquel día no volvió a verlos, tampoco volvió a viajar acompañado.

      Cuatro horas después, con una sola parada para repostar y estirar las piernas, abandonó su moto en el parking de la terminal 4 del aeropuerto de Barajas. Allí mismo se quitó el mono, dejando al descubierto su vestimenta; una camiseta y unos pantalones vaqueros que completó con un grueso jersey, una cazadora a juego y una gorra con el logo de una conocida ciudad. En una mochila guardó algo de ropa; el resto, excepto el dinero, se quedó en los cofres de la moto. Verificó su aspecto en un baño público, se caló la gorra y bajó a la estación de metro. Tras efectuar varios cambios de línea sin necesidad, y con cierta prisa tras consultar el reloj, volvió a la superficie en plena Puerta del Sol, donde cogió un taxi hasta la estación de Atocha.

      En la puerta del enorme edificio se distrajo un rato esperando la llegada de varios trenes. Cuando la estación estaba casi en ebullición