—Ah, hola, papá. Estoy escribiendo un cuento sobre un gato. El gato tiene una cola hecha de violetas. Las he pintado de rojo porque tú nunca te acuerdas de que son moradas. La cola es la que come a los ratones, no el gato. ¿A que es original? Nunca he visto un gato que coma ratones por la cola. Siempre los come por la boca, pero no veo por qué no puede comerlos por la cola mientras tenga dientes.
Cuando hice una pausa para respirar, papá aprovechó para preguntar dónde estaba mamá.
—Está en la cocina con Lint —contesté.
—Ve a llamarla. Necesito que venga a buscarme a las minas.
Tenía un tono extrañamente tenso, como el alambre enrollado en una bobina.
—¿Por qué no vuelves en tren? —le pregunté.
—No sale ninguno hasta esta noche. Anda, ve a llamar a tu madre. Están a punto de soltar al monstruo de la mina. No querrás que se zampe a tu papaíto, ¿verdad?
Grité a mamá que papá estaba al teléfono. Cuando oí que venía, me metí el lápiz rojo en el bolsillo y salí corriendo.
Trustin y Flossie estaban el jardín jugando con unos palos como si fuesen pistolas, mientras que Fraya se encontraba sentada en la hierba mordiendo un diente de león.
Simulando que me volvería de piedra si alguno me veía, me escabullí a nuestra ranchera Rambler aparcada en el jardín. Me aseguré de tocar la cola de mapache colgada de la antena del coche como hacía cada vez para que me diese suerte.
Subí silenciosamente al parachoques y me metí a gatas por la ventanilla abierta del portón trasero. Me escondí debajo de unas mantas y esperé. No hice ningún ruido cuando mamá salió de casa dejando que la puerta mosquitera se cerrase de un portazo. Llevaba su bolso raído abierto debajo del brazo y usaba las manos libres para abrir un pasador con el que recogerse la parte más rubia del cabello.
—¿Fraya? —gritó ella en tono áspero.
Fraya se levantó rápido y corrió a la parte delantera. Se detuvo a mitad de los escalones del porche con un pie descalzo encima del otro.
—¿Sí, mamá? —preguntó.
—Vigila a Lint. —Mamá sacó el bolso de debajo del brazo y lo cerró—. Está en la cocina. Si se pone a llorar, enséñale una piedra. Tengo que ir a recoger a tu padre. Jesús bendito. Con ese hombre, cuando no es una cosa, es otra.
Fraya subió los escalones de lado haciendo sitio para que pasase mamá.
—Y cuando vuelva no quiero oír que Lint te llama mamá otra vez —advirtió mamá a Fraya—. ¿Entendido, muchacha?
—Lo hace él solo. —Fraya bajó la vista—. Yo no se lo enseño.
—No te hagas la inocente conmigo. Sé a lo que te dedicas, acunándolo y llamándolo «mi bebé». Más vale que te enmiendes y empieces a portarte como una hermana con él. ¿Me oyes, muchacha? Tienes quince años y todavía tengo que estar encima de ti como cuando tenías cuatro.
Fraya mantuvo la vista gacha mientras subía el resto de los escalones asintiendo con la cabeza.
—Ya puedo dar el día por perdido —dijo mamá subiendo al coche.
Lanzó el bolso al salpicadero y se frotó las manos antes de meter la llave de contacto. Después de tres intentos, el motor arrancó. Mamá giró bruscamente en el jardín para salir al camino de tierra.
—Ese hombre no se para a pensar que tengo otras cosas que hacer —dijo hablando en voz alta consigo misma, agarrando el volante con una mano y dándole manotazos con la otra—. La colada y los platos y la educación de sus hijos no importan. Nooo. Yo tengo todo el tiempo del mundo para estar en la carretera.
Encendió la radio. Aproximadamente a mitad de una canción, se puso a cantar. Tenía una voz que cuando la oías decías: «Vaya, seguro que es una madraza».
Conforme nos acercábamos a las minas, me tapé los oídos para protegerme del ruido de los camiones que pasaban. Mamá apagó la radio y redujo la velocidad al entrar en el aparcamiento de la oficina. Yo pensaba salir de repente y sorprender a papá, pero cuando me asomé por debajo de las mantas para mirar por la ventanilla, me asusté al ver qué se acercaba.
—El monstruo de la mina —susurré para mis adentros.
Tenía la piel negra de la carbonilla. Cojeaba arrastrando la pierna derecha. Supe que estaba dolorido por cómo se inclinaba hacia delante, apoyando el brazo en la barriga como si se hubiese hecho daño en las costillas. Tenía el labio inferior abierto y un corte profundo encima de la ceja izquierda. Aunque las heridas eran recientes, costaba creer que la sangre y el dolor no le hubiesen acompañado siempre.
Me pregunté por qué se dirigía a nosotras, pero a medida que se acercaba, le vi los ojos. Me di cuenta de que el hombre encorvado no era el monstruo de la mina. Era mi padre.
—Pero ¿qué diantres…?
Mamá puso el coche en punto muerto y dio un tirón al freno de mano.
Estaba a punto de abrir la puerta, pero papá le hizo un gesto con la mano para que se quedase dentro.
—Vamos, Landon.
Ella miró rápido a su alrededor, y me recordó un ciervo en un campo desprotegido.
Papá avanzaba tambaleándose con las manos en la barriga. Me di cuenta de que le dolían las costillas. Había visto a mi padre tiznado de negro antes, pero esta vez parecía que tuviese distintas capas de color. En la mejilla izquierda se le habían corrido las capas y le habían quedado unas rayas. Le miré la frente. Alguien había deslizado un dedo húmedo por el carbón y había escrito una palabra. Ya había oído a los demás llamar eso a mi padre. Pronuncié la palabra mudamente al mismo tiempo que mamá la susurraba en voz alta mirándole también la frente.
Clavé los dientes en la manta para no gritar.
¿Cómo se atreven a hacerle eso?, pensé. ¿No saben quién es mi padre?
Era un hombre que sabía que había que plantar una semilla a una profundidad equivalente al segundo nudillo de un dedo. Y que sabía que no había que poner el maíz muy junto.
—Si no, los tallos crecen más débiles —decía—. Las mazorcas salen más pequeñas. Y los granos no tan llenos.
¿Acaso no sabían eso? ¿Que era el hombre más sabio del puñetero país? ¿Y tal vez del mundo entero?
Me escondí debajo de las mantas y escuché a papá gemir mientras se sentaba en el asiento delantero, dejando la pierna derecha fuera.
—Me han roto la pierna como si fuese de cristal —dijo introduciendo la pierna en el coche.
Mamá lo apremiaba a que cerrase la puerta más rápido.
—Venga —lo instó—. Date prisa antes de que vengan a rematar la faena.
Una vez que él estuvo dentro del coche, mi madre metió una marcha. Manejaba la palanca de cambio mejor que la mayoría, pero los nervios le hicieron soltar el embrague. El coche avanzó dando tumbos, me impulsó contra el respaldo del asiento, y el motor se paró.
—Calma, Alka. Calma. —Papá procuró que no le temblase la voz—. No pasa nada. Arranca otra vez.
—Jesús bendito, cierra la puerta.
Le salió una voz aguda mientras giraba la llave rezando para que se encendiese el motor. Cuando arrancó, dio gracias a Dios. Se obligó a levantar el pie despacio del embrague.
—Así se hace.
Papá miró por la ventanilla a los hombres que nos observaban. Ellos también estaban negros del carbón, pero cuando se quitaron las gafas de protección, vi que tenían la piel blanca alrededor de los ojos.
—Salgamos de aquí —dijo papá.
Mamá