Hay una historia que debo contar acerca de Yvette, una que escuché de primera mano contada por ella, aunque eso no es garantía de que sea verdad. Un funcionario de una misión humanitaria escandinava, enamorado de ella, la invitó a su isla privada en la costa sueca. Con toda intención oculto la identidad del hombre, ya que estaba casado y era un mujeriego famoso. Kurt e Yvette, entonces en Bangkok, estaban financieramente en las últimas. Había un contrato en juego: ¿lograrían o no lograrían quedarse con la comisión de la agencia humanitaria sueca para comprar varios cientos de miles de dólares de arroz para entregar a los refugiados camboyanos que morían de hambre en la frontera con Tailandia? Su competidor más cercano era un despiadado mercader chino sobre el que Yvette estaba convencida, sin más evidencia probablemente que su propia intuición, de que estaba tramando estafar tanto a la agencia como a los refugiados. Y, por insistencia de Kurt, Yvette se fue a la isla sueca. La casa de playa era un nido de amor preparado para su llegada. Ella juró que la habitación estaba alumbrada con velas aromáticas. Su pretendido amante ardía en pasión, pero ella suplicó paciencia. ¿Por qué no daban un paseo romántico por la playa? ¡Claro! ¡Por ti, cualquier cosa! Estaba helando, así que se tuvieron que cobijar bien. Mientras tropezaban por las dunas en la oscuridad, Yvette le propuso un juego infantil: Me quedo quieta. Así. Ahora párate detrás de mi. Más cerca. Muy bien. Ahora cierro los ojos y tú cúbrelos con tus manos. ¿Estás cómodo? Yo también. Ahora puedes hacerme una pregunta y yo tengo que contestar con absoluta honestidad. Si no lo hago, no soy digna de ti. ¿Has jugado este juego? Bien, yo también. Así que, ¿cuál es tu pregunta?
Su pregunta, como era de esperarse, se refería a sus deseos más íntimos en ese momento. Yvette los describe, estoy seguro, con descarada falsedad: sueña, le dice, que cierto escandinavo viril y apuesto le hace el amor en una habitación perfumada en una isla solitaria en medio de un mar turbulento. Ahora le toca a ella. Le da vuelta, y quizá con menos cariño del que el pobre hombre había anticipado, le pone las manos sobre los ojos y le grita en el oído: «¿Cuál es la oferta más cercana a la nuestra para la entrega de las mil toneladas de arroz a los refugiados en la frontera entre Tailandia y Camboya?».
Pero hay otra faceta de Yvette que sus amigos, y los periodistas extranjeros en particular, ignoraban bajo su propio riesgo. Ella era la primera en admitir que la guerra la excitaba. Saboreaba el peligro, se regodeaba en él. El martilleo de las balas era un llamado a correr hacia afuera, como la lluvia en una sequía. Por mucho que deplorara las miserias de la guerra, disfrutaba sus libertades y sus riesgos. Entablaban un diálogo con su rebelde interior, con la aventurera, con la pícara. Consolaban a la adolescente desamparada que, reducida a la hambruna, había recorrido las calles de París y había tenido un hijo con un hombre que la abandonó. La guerra, la gran equilibradora, apaciguaba a los ogros que la asediaban desde sus años de infancia llenos de pobreza y abuso. Fue en Camboya donde descubrió sus atractivos temibles y nunca más los dejó ir.
Para mediados de los setenta, Camboya era un archipiélago. El Khmer Rouge de Pol Pot era dueño de los campos, mientras que Lon Nol, con el vasto apoyo de Estados Unidos, se aferraba a las ciudades —la más grande, Phnom Penh, estaba rodeada por el Khmer Rouge en un radio de cinco a diez kilómetros del centro. Los periodistas más acaudalados se alojaban casi todos en un viejo hotel con jardines y una alberca, y tomaban taxis que los llevaban al frente de combate por treinta dólares al día, una tarifa que se incrementaba según la distancia recorrida y los peligros que encontraban en el camino.
Por las tardes escribían sus textos, que apenas si cambiaban: todo era una pérdida de tiempo. Un día, en compañía de David Greenway, entonces del Washington Post, me dirigí tímidamente hacia el frente de batalla, y llevé conmigo como protección un puñado de tarjetas postales en blanco donde habitualmente escribo mis notas, que después son por lo general ilegibles, y me llevé también al personaje secreto de mi periodista ficticio, Jerry. Yvette estaba decidida a unirse a nosotros. Había escuchado que había una sabia mujer capaz de hacer predicciones asombrosas, que vivía en un pueblo bajo control del Khmer, jungla adentro. Greenway estaba menos que entusiasta, y yo era demasiado ignorante para saber si me debía sentir entusiasta o no, pero cuando Yvette estaba decidida había poco que uno pudiera hacer. Como era la única que hablaba khmer entre nosotros, ella le dio instrucciones al chofer. Conducimos por horas. El camino era una recta que atravesaba árboles de teca de kilómetros de altura. Caía sobre nosotros un aguacero tropical. A través del parabrisas empapado vimos un siniestro camión marrón salir de la jungla frente a nosotros. Se detuvo, impidiéndonos el paso. Dos jóvenes con armas bajaron, nos inspeccionaron, y regresaron al camión, que se hizo a un lado y nos dejó pasar. No éramos el convoy que estaban esperando. Abandonamos nuestra búsqueda y regresamos a Phnom Penh. Yo seguía temblando cuando llegamos al hotel, e incluso Greenway parecía un poco cetrino. Yvette, en cambio, estaba en un estado de gracia. Había tocado un punto alto. Viviría un día más.
Suisindo poseía un par de aviones de dos motores destartalados para enviar sus productos de pueblo en pueblo. Con Yvette y un piloto chino volé en una de esas rondas de entrega: Battambang, Kampong Chom y no recuerdo dónde más. En cada pueblo que visitamos —en cada calle, me parecía—, Mme. Yvette era una santa patrona, la madre adoptiva de niños encantados, la amiga silenciosa de los afligidos, la proveedora de esperanza y fortaleza y también de bienes. Pero lo que recuerdo con mayor claridad es que, al regresar a Phnom Penh por la noche, aterrizamos en una pista perforada por las bombas y sin iluminación mientras la ciudad se estremecía por las balaceras. Nunca me quedó muy claro qué era lo que transportábamos en el avión, y no creo que Yvette supiera tampoco. Pero sé que mientras que el avión esquivaba los cráteres y yo le rezaba a cualquier divinidad que se me ocurriera, Yvette se reía como una niña en un espectáculo de pirotecnia.
Phnom Penh cayó, y Suisindo con ella. Kurt e Yvette se mudaron a Bangkok e intentaron volver a empezar. Kurt murió, el negocio tuvo problemas, y ni siquiera el pobre escandinavo con su isla pudo salvarlo. Yvette le dejó el negocio a un administrador y regresó a Europa, decidida a dar el resto de su vida a los desfavorecidos del mundo. Y, porque se trataba de Yvette, eso fue exactamente lo que empezó a hacer. Inevitablemente, la guerra la atraía: Guatemala y Nicaragua; Bolivia y Colombia; los rincones más infames de África y, más recientemente, Albania. Algunas veces trabajaba para su propia organización de ayuda humanitaria, llamada Project Tomorrow. A ninguno de sus amigos ni de sus patrocinadores les sorprendió que fuera capaz de conseguir apoyos como nadie en la Tierra. Le llamó la atención a Mme. Mitterrand, y con ello llegaron más fondos. Pero cada vez la utilizaban grupos de ayuda humanitaria más grandes, que valoraban su sentido común, su vigor, su temeridad, su experiencia creciente y su determinación de ir, sola si era necesario, a donde muy pocos se atrevían a ir.
Mientras Yvette estaba en el campo le encantaba escribir o llamar desde sitios raros, y de preferencia con noticias igualmente extravagantes. Cuando hablabas con ella en esas situaciones, uno ponía atención a otras cosas: ¿suena que está bien? ¿Está enferma? ¿Está presa? ¿Debo de estar escuchando algo que no oigo? Le gustaba decir cosas como: El jefe de una tribu en el Congo leyó tu último libro y no le gustó, o Una adivina en Somalia predijo el colapso inminente de la Casa de Windsor. Nunca sabía qué hora del día o la noche era en Inglaterra, y tampoco le importaba. Asumía que mi esposa y yo estaríamos felices de saber de ella a cualquier hora: y claro que lo estábamos. En un par de ocasiones se quedó con nosotros en Cornwall, donde pasamos la mayor parte del año. Cuando un acuerdo en Tailandia rindió frutos inesperados, compró una pequeña granja cerca de Uzès, en el sur de Francia; ahí decidió echar raíces. De alguna manera, después de todo, había logrado ser una maravillosa madre para sus dos hijos.
Dos días después de mi llegada a Kenia para investigar mi nueva novela —todavía estaba en las etapas más tempranas de la invención, y la particularidad