Y apareció el desfile. Un desfile que era todo vigor. La banda fluía por debajo de los arcos de luz y los niños entonaban «Jerusalén Celestial». No había ni un retazo de sombra. La luz del mediodía brotaba del interior de las trompetas. La música potente se volcaba sobre la calzada como una miel espesa, como una vía abierta hacia las alturas.
La gente siguó pasando una larga hora. La luminosidad se fue agrisando y largas sombras se desplegaron por las aceras. El pesado portal, el portal de la luz, se fue cerrando. La gente sacó la cabeza de las cafeterías: por dónde va el desfile. Se arrastraron de nuevo al interior y se escondieron junto a la máquina de espresso.
Un vacío, como al final de todo, bajó sobre las amplias calles. Dos banderas olvidadas ondeaban en la brisa mientras la sombra vespertina se filtraba hacia el interior de los rincones. De pronto vio que su gran enemigo, el comerciante Drimer, iba descalzo. De la cara demacrada salía una mirada hueca, una especie de sospecha, como dentro de una nueva cárcel. Pareció como que se reconocían. Algunos intentaban ocultar, esconderse, buscar refugio junto a las columnas, pero todo era diáfano y transparente. Un calor extenuado quemaba el rostro de la gente como si se hubiesen agotado todas las fuentes de agua.
Es que nunca me redimiré, le preguntó en una ocasión a Bronda. Ella cerró sus ojos ciegos y le dijo: Eres un tacaño, te lo has cosido todo dentro de las mangas y a mí me das como un ladrón. Si me das dinero, seré tu defensora; pero para entonces ya no tenía dinero.
Sintió ahora el peso de sus zapatos. Se los quiso quitar e ir descalzo. Bronda también iba descalza antes de morir. Le pesaban las piernas y solía untárselas con margarina. Dos personas marchaban por la acera de enfrente. Los conocía. El año anterior les había prestado mil liras. No le devolvieron ni un céntimo. Ahora los podía atrapar. Eran altos como sombras que el viento está a punto de dispersar.
Las viviendas se elevaban hacia la noche. Los carteles publicitarios se hacían entre sí señales, como si un tren estuviera por irrumpir dentro. Los comerciantes se iban a encontrar junto a la estafeta de correos vacía. Podía levantarse y precipitarse sobre ellos, arrancarles la piel. Se sentaron en las escaleras como aves de retaguardia que perdieron la bandada. La palidez reptaba por la cara de Drimer. Los dos comerciantes, sus enemigos y enemigos de Drimer, se sentaron a su lado. Tenían el cuello rojo, como si los hubiera quemado el fuego. El comerciante alegó que había quebrado años atrás a causa de los cobros de Drimer, que también estaba ahí.
—Kandel, venga y siéntese con nosotros —lo llamó Drimer.
Quería calmar a Bronda, pero, a decir verdad, cuál era su voluntad. Una vez le dijo que si tuviera dinero alquilaría una terraza alargada. Sin darse cuenta, sus pies lo arrastraron. Se marchó. Una brisa fresca vino a su encuentro al bajar la cuesta. Y dio con el sótano de Bronda. La puerta estaba abierta. Una tenue oscuridad iluminaba la mesa y el banco. Entró lentamente sin quitarse los zapatos. Se acurrucó envuelto en la manta desflecada de lana de oveja. Y un plácido frío, como la nieve, se arrastró por su cuello. Tiró de la manta hasta cubrirse la cabeza y quedó envuelto.
Traducción de Marta Lapides
Pasillos
kim keun
corea
Hacia el estómago voy, comenzando con las fieras mandíbulas y acabando en el sagrado ojo del culo, me mete a la fuerza y en este tubo largo y redondo no hay escamas ásperas y centellantes, sólo carne suave, suelo y paredes en flácida fluctuación, con puertas que cuelgan de una negra humedad, tantas puertas y cada una con su viscoso picaporte, cuyas direcciones desconozco y, pues, quién puede decir si las puertas abren hacia adentro o hacia afuera, quién puede decir si este lugar está dentro de su estómago o dentro del mío, si yo soy alimento, o él, el alimento de aquél, si soy yo o somos él y yo el almuerzo de otro con pedazos pequeños de carne dispersa a lo largo del hueso, me refiero a la carne de mi cuerpo que aún no ha sido digerida y huele fétida y podrida y desde las fieras mandíbulas, afuera de su tiempo y del mío, él traga un tazón de saliva babeando de un caballo cayendo como la lengua de un perro en la canícula y aunque hemos llegado aquí no podemos ni entrar ni salir así que tendremos que quedarnos hasta que el viento del sagrado ojo del culo salga siseando y él me meta a la fuerza a su estómago, cada vez más hondo mientras que el viento huele a viudo que ha permanecido fiel a su esposa muerta toda su vida, tomando con brusquedad mi mano delgada, gira el resbaladizo picaporte y en un relampagueo su cara cambia a algo que no es ni completamente ajeno a él ni tampoco del todo parecido antes de hacerse borrosa de nuevo. Me pareció que había demasiadas condenadas puertas y picaportes aunque quizá no había nada de eso. Finalmente, aquí, dentro de este lánguido estómago que se retuerce sin cesar ni totalmente adentro ni totalmente afuera sin saber siquiera mi propio paradero, yo...
Versión del inglés de Eduardo Padilla
La musa fiel
john le carré
inglaterra
Hubo una época cuando, al terminar una novela, podía arrancar a toda marcha. Y sabía que si seguía avanzando y no me preocupaba por todas esas tonterías pesarosas de la edición y la publicación, podría escribir un nuevo libro en la mitad de tiempo que me tomó el anterior. Quizá hasta podría haber tenido razón. Pero no en esta ocasión. En esta ocasión arranqué vacilante. Soy como un preso después de una larga condena: mal preparado para la vida, receloso de la separación, nostálgico por los camaradas con los que estuve encerrado, y ansioso por volver a esa prisión donde me siento seguro. Más extraño aún, tengo asuntos pendientes. Tengo la sensación de haber escrito la novela de alguien más.
La novela en cuestión se llama El jardinero fiel. Cuenta la historia de un diplomático británico de mediana edad que busca a los asesinos de Tessa, su joven esposa. Justin, se llama el diplomático, un diligente burócrata en la Alta Comisión Británica en Nairobi. La historia comienza con la muerte de Tessa en la costa del lago Turkana, al norte de Kenia; muere apuñalada y al chofer de su jeep le cortan la cabeza. Su compañero y presunto amante, un doctor africano, aparentemente escapó. Ahí arranca la historia.
¿Dónde y cuándo inició la novela? Siempre me hago esa pregunta idiota, y siempre eludo la respuesta, porque en realidad no la hay. Pero en esta ocasión, para mi sorpresa, creo tener algunos indicios.
Una tarde de verano hace veinte años, un ciclista de barba negra y con beret entró al bar en Basilea donde yo tomaba un trago, estacionó su bicicleta junto a mi mesa y me llenó la cabeza con las pendencias de las multis, como él las llamaba —las gigantescas multinacionales farmacéuticas que han construido sus sombríos castillos en la ribera del Alto Rin. Su bicicleta era blanca. En aquellos tiempos, las bicicletas blancas eran símbolos de revuelta, algo así como las camisas blancas fueron después un símbolo de protesta contra Noriega en Panamá. El ciclista me contó que había trabajado como químico pero que ahora era anarquista porque se negaba a formar parte del envenenamiento de la humanidad. Olvidé el resto de lo que me contó, si acaso logré entender algo. Al no ser científico, me interesaba más su anarquismo que su trabajo como químico. Pero, como escritor, en secreto sentí uno de esos escalofríos anticipatorios: Algún día encontraré la manera de escribir sobre ti y tus multis, pensé. Pues bien: hoy, veinte años después, lo hice. En la novela dejé fuera su barba y su bicicleta y eché un poco de agua fría sobre su anarquismo. Pero conservé sus multis y su furia y las trasladé a África. Y mi objetivo sigue siendo el suyo: las malvadas compañías farmacéuticas que, contrarias a sus hermanos y hermanas con conciencia moral en la industria, envenenarían al planeta si eso significara un alza en sus acciones.
Y tal vez unos cinco años más tarde estaba sentado en un pequeño restaurante en Londres cuando un elegante caballero inglés, enfundado en traje gris y perteneciente a la clase bebedora, caminaba tímidamente de mesa en mesa entregando flores recién cortadas a cada grupo de comensales, hombres o mujeres, jóvenes o viejos: alverjillas, anémonas y claveles.