—... no es posible, nada lo es, sin un gigante a la vera...
Cuenta esta historia en un sermón de Cuaresma el primer obispo coadjutor de la villa peruana de Ontológica, don Eloy de Llers, que era mallorquín y deseaba demostrar la contumacia del paganismo que profesaban los indios de aquellos andurriales. Soy un investigador concienzudo: esta aportación al tema, y muchas otras que haré, nunca habían sido conocidas ni publicadas.
Como que cuando Hugo detallaba la retahíla de idas y venidas de tanto gigantismo a sus desharrapados amigos, mientras deambulaban todos cautelosos por las tierras de Benàtiga buscando gazapos o comiendo higos, los chavales le interrogaban, encogido el ánimo:
—¿Y no tienes miedo de los gigantes?
—¡No, si son míos! —contestaba el muchacho, contemplando el cielo.
Estoy convencido de que un influjo de todo ello se incrusta en la rotunda afirmación con que Hugo LosCeros concluyó, en noviembre de 1520, en las laberínticas marismas de Montuïri, su famoso discurso que le erigió en indiscutible caudillo de la Germanía, de la desatada revuelta contra el gobierno del emperador Carlos V, y que fue ésta:
—¡Lo que somos ni llega a la suela de las alpargatas de lo que podemos ser, contemplad los olmos en su altura!
Traducción del catalán por el autor
Unos días en la playa
ana maría shua
argentina
Las columnas de alabastro, los pisos de mosaicos con motivos mitológicos, las colgaduras teñidas de púrpura, el trono de caoba con incrustaciones de marfil en el que se sienta Diocleciano... Su voz tonante, de militar acostumbrado a hacerse escuchar en el fragor de batalla, anunciando la decisión de perseguir a esa peligrosa secta judía que intenta socavar las bases del imperio: los malditos, hipócritas cristianos.
El recuerdo era falso, por supuesto, y Mónica lo sabía. Las imágenes venían de las películas, eran Hollywood puro, con las correcciones que su mente de profesora de historia hacía automáticamente. Menos colores, la gente de pueblo vestida de blanco sucio, el ajuste tan necesario en los maquillajes y peinados que los americanos siempre adaptaban a la época en que había sido filmada la película.
El recuerdo era falso pero vívido. Mezclando la historia con la literatura, Mónica recordaba haber presenciado, desde los barcos, a lo lejos, la despedida de Dido y Eneas. ¡La pobrecita Dido siempre le había dado tanta pena! Recordaba el primer encuentro de Pericles con Aspasia y le parecía haber asistido a las clases que Sócrates daba en el ágora, veía sus sandalias gastadas, escuchaba su voz calma, de comadrona, haciendo que las mentes de sus discípulos parieran por sí mismas la ideas.
Por supuesto, aún a sus ochenta y cinco años, Mónica estaba lo bastante lúcida como para saber que ésos no eran recuerdos verdaderos. Le hacían gracia los trucos de su mente para superar sus falencias idiomáticas. «Quoniam vita brevis est, nolit tempus perdere», podía decir el muy ateniense Pericles, en perfecto latín, y Mónica se reía sola. Sin embargo, por falsos que fueran, esos recuerdos cubrían los espacios que otros iban dejando libres. A Mónica se le mezclaba y confudía el pasado, la memoria lejana y la memoria reciente. Sobre todo, maldita sea, no se acordaba de que ya había tomado los remedios y los volvía a tomar. Un día, la señora que venía a limpiar tres veces por semana la encontró tan confusa y perturbada que tuvo que llamar a su sobrina Moniquita.
A Moniquita le decían Quita y le daba ternura que su tía, cuyo nombre llevaba, siguiera llamándola con el diminutivo completo. Cuando era chica, la tía la mimaba, le hacía lindos regalos y le había pagado la primaria y secundaria en el Saint Margaret School, demasiado caro para sus padres. Era muy probable que el estado de su tía Mónica fuera pasajero, dijo el médico, producto de haber tomado doble o quizás triple dosis de los ansiolíticos que le recetaba para ayudarla a dormir. Recomendó, sin embargo, una internación temporaria en el sector de Psiquiatría de un conocido hospital privado, que les cubría la obra social de Moniquita.
Por el momento, la sobrina se la llevó a su casa y en un par de días de férreo control sobre los remedios Mónica estaba muchísimo mejor. Lo bastante como para ponerse de acuerdo con su sobrina sobre la internación. Para ella, el único problema serio, tan serio que la alteraba hasta quitarle el sueño (Quita no se animaba ahora a subirle la dosis de ansiolítico), era cómo decíselo a sus vecinas. Las mujeres de esa generación, pensó Quita, con un suspiro interior, no se contaban nada realmente íntimo, lo esencial de la amistad era mostrarse unas a otras lo bien que estaban y lo linda que tenían su casa.
Mónica vivía en un edificio de Almagro, era muy amiga de Elisa, del segundo b, de María Elena, la del séptimo, y pensaba que Quita no entendía nada. Una se encontraba con las amigas para pasarla bien, y no para quejarse de sus miserias. Elisa tenía sólo ochenta y dos años y a María Elena no le gustaba hablar de la edad. Mónica le tenía admiración a María Elena porque podía tomar mucho whisky y no le daba sueño. Elisa nunca hablaba de sus nietos por no contar plata delante de los pobres: sabía que el hijo de Mónica había muerto jovencito y María Elena era soltera. Las tres estaban muy orgullosas de tener su computadora, que mucha gente de su edad consideraba todavía un artilugio del diablo. La usaban, sobre todo, para intercambiar emails que a su vez recibían de otras personas con fotos de niños, atardeceres rojizos, mensajes de amor y paz, chistes, paisajes, consejos para evitar robos domiciliarios o cáncer de mama, y breves videos didácticos dedicados a difundir métodos prácticos y sencillos para ser feliz en la vida.
Mónica hablaba con sus amigas de los falsos recuerdos, pero para no preocuparlas les decía que eran sueños. Trataba de mencionar solamente a los personajes más conocidos porque quería que la entendieran, y no hacerlas sentir ignorantes. No se le ocurría hablar, por ejemplo, de Quinto Cecilio Metelo Pío, ni se metía en honduras mitológicas describiendo los horrores de Escila y Caribdis, que recordaba con tanta nitidez como si ella misma hubiera atravesado el estrecho de Mesina en la nave de los Argonautas.
Su sobrina Quita le dio una gran idea. A Elisa y a María Elena tenía que decirles la verdad: que se iba con ella de vacaciones.
—En el fondo, es bastante cierto, tía —dijo Quita—. Un par de semanas tranquila, descansando... volvés renovada. Y yo te voy a visitar día por medio.
Lo que más le costó a Mónica al principio fue perder la intimidad. En el pabellón psiquiátrico tenía que compartir la habitación con una desconocida. Pero si conversaba con ella y la conocía un poco, ¿no era como estar con una amiga en un hotelito de la costa? Aunque su nueva amiga Teresita había tenido dos intentos de suicidio (se enteró en grupo de terapia), el antidepresivo que le estaban dando ahora la tenía de muy buen humor y se pasaban las horas charlando. Además de suicida, Teresita (no por el diminutivo de Teresa, sino Teresita como la santa, le contó, mostrándole la cédula) era vendedora en un negocio de electrodomésticos y sabía todo de aspiradoras, heladeras y batidoras.
—Somos pocas las que podemos trabajar en esto —decía con orgullo—. La mayor parte de las mujeres no sabrían contestar preguntas técnicas.
Teresita podía comparar marcas, explicar la diferencia entre los aparatos importados y los nacionales y dar buenas recomendaciones. Sin embargo, lo que más las divertía era, por supuesto, hablar de los otros pacientes.
El Pabellón era un pasillo muy ancho, iluminado día y noche con luz artificial, que terminaba en un pequeño comedor. Las comidas preferidas de Mónica eran el desayuno y la merienda, le gustaban mucho las galletitas sin sal. Anotó la marca en su libretita mágica, donde escribía todo lo que no quería olvidarse y que cada vez era más. Anotó también: «Comprar libretita de cien hojas».
Teresita y ella caminaban por el pasillo del bracete.
—En mis épocas —decía Mónica— nadie iba a pensar mal de dos señoras porque caminaran del bracete.
—Es que ahora «eso» no se considera pensar mal —le decía Teresita, que era mucho más joven.