Mi bisabuela lo conoció y seguro que aún en la lejanía lo observó cargando buques y esos ojos eran los míos leyendo este diario. La historia ya termina como el círculo que se cierra cuando una botella de cristal con un mensaje en su interior es lanzada al mar y tras meses de travesía, soportando tormentas en alta mar y días de sol infernal, llega a otra orilla para que un desconocido lector descubra aquel enigma y aquella carta.
Cuando comencé a leer este diario parecía un náufrago que todavía no ve tierra y no sabe cuál será su destino, pero ahora sé quién soy y cuál es mi sino. El mar, esa es mi casa.
Miro hacia el puerto y como si fueran los ojos de mi bisabuela, puedo ver al irlandés y al farero riendo y bebiendo en la taberna.
Y es a mí, ahora, a quien le toca seguir con la labor que hace más de cien años inició este irlandés que se ha convertido en mi amigo. Continuar contando las hazañas y logros de los hombres y mujeres de mar, ya que para ello se creó este diario, y así ir apartando opiniones irracionales de la memoria del pueblo.
Es este un diario de las historias del gigante marino y tan solo para ello ha de servir. Ninguna otra historia, por muy enigmática y pasional que resulte, ha de cubrir sus páginas.
El silbido de las olas y las sirenas de los barcos me acompañan cada mañana, con delicada sutileza se han convertido en las aliadas de mi vida, en las aliadas de las historias de la mar que he de continuar legando a los futuros sucesores de este DIARIO SIN NOMBRE.
Hace un par de meses que terminé de leer las palabras de mi amigo el irlandés, desde ese día el libro de tapas rojizas me acompaña siempre, a la espera de que dé el primer paso y comience a rellenarlo con mis propias vivencias. Desde que supe que mi bisabuela fue el amor platónico de este amigo desconocido, he comenzado a hacerme preguntas que jamás me había parado a pensar. En mi familia el nombre de Ángela de Viana y Figueroa era la sombra de un linaje que fue desapareciendo generación tras generación. Era una persona singular y destacada dentro de la alta sociedad y la burguesía malagueña de los lejanos años de 1900; sin embargo, ninguno de sus descendientes nos hemos preocupado por saber de su vida. Yo no llegué a conocerla, pero aun así su nombre transitaba por mi memoria como un eco lejano de la historia de mis antepasados.
Estoy sentado en uno de los norayes que sirven para amarrar los barcos de este inmenso puerto malagueño. La humedad del ambiente serena mi alma y me siento como un marinero errante que fantasea con su nuevo destino. Está anocheciendo y el horizonte se torna anaranjado. La mágica noche de San Juan se acerca y el verano eclosionará con su máximo esplendor y yo no dejo de pensar en cómo sería el verano de 1913 por estas mismas calles.
Regreso a casa contemplando los mismos edificios de mi ciudad, pero ahora observando los viejos y pequeños detalles. La calle Larios con sus elegantes edificios modernistas debió de ser en aquellos años el lugar de residencia de las glamurosas familias burguesas. Sus fachadas blanquecinas emulan al arte colonial americano. Sus amplias balconadas han contemplado bellas historias de los últimos siglos. Fijo mi mirada en uno de los balcones de la amplia esquina de la calle Larios, antiguo lugar donde se ubicaba el famoso Hotel Inglés y como si pudiera trasladarme en el tiempo, veo al irlandés fumar un cigarro, observar con mirada distraída la nueva ciudad que se presenta ante él y cómo fija su atención en una joven elegante, engalanada con brillantes joyas y sombrero de abalorios, mi bisabuela.
Tan solo conservo una fotografía de ella y un retrato que luce en el salón de mi casa, de esa forma se le intenta rendir homenaje a la última de la familia que supo mantener la riqueza y elegancia de un linaje que se marchitó. Y gracias a estos viejos recuerdos puedo imaginarla tan diáfanamente.
Todavía, los antiguos habitantes de Málaga, aquellos que recuerdan los paisajes de una ciudad que ha ido cambiando a pasos veloces y agigantados, saben quién fue Ángela de Viana y Figueroa, una señorita de alto linaje, pero nada convencional.
En un estrecho y pequeño callejón, eclipsado por el reciente crecimiento urbanístico, se encuentra el palacete familiar, un palacete que perdimos en los años sesenta acuciados por las deudas, o al menos eso me han contado. Yo solo soy un joven que a veces ha escuchado las historias de su familia por detrás de las puertas.
Desde hace años, el viejo palacete es un museo, el típico museo que los turistas compiten por ver, una casa construida en el siglo XVIII, habitada hasta mediados del siglo XX, con sus detalles, sus antiguas fotografías familiares, sus muebles, sus estancias plagadas de color y de historia, su piano que otorga elegancia y sonoridad a las estancias frías y deshabitadas, sus espejos en los que ayer se miraron hombres y mujeres de otro tiempo y ahora se reflejan los rostros curiosos de esos turistas que esperan descubrir enigmas que el tiempo se ha encargado de guardar.
Tal vez mañana vaya a visitar el antiguo hogar de mis antepasados con la esperanza de encontrar allí las respuestas a este DIARIO SIN NOMBRE que debo de continuar escribiendo.
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