Ayer desembarqué en el puerto de Málaga. Llevo más de un año huyendo de mi país, Irlanda del Norte. He cruzado mares embravecidos en la más plena oscuridad de las noches sin luna y todo por encontrar un nuevo comienzo para mi vida.
Tengo veintiocho años, nací en Belfast, en una acomodada familia burguesa de padre irlandés y madre italiana. Pero la mala fortuna hizo que los negocios de mi padre nos llevaran a la ruina. Él acabó en prisión, mi madre trabajando en una insalubre lavandería y mi hermana y yo tuvimos que abandonar los estudios.
No sé por qué he empezado a escribir este diario. Nunca me he detenido a reflexionar en una hoja en blanco sobre lo que me ha ocurrido durante el día. He ido viviendo las horas, atesorando un presente que me era incierto a cada paso que daba. Ayer, con el barco que robé en las costas portuguesas, después de que se hundiese el que me condujo hasta allí desde Irlanda, llegué al puerto de Málaga. Me he convertido en un ladrón y quizás también en un asesino, aunque eso he preferido desconocerlo.
Al bajar del barco —un barco ya viejo y pequeño— el cual he dejado amarrado en una orilla del puerto, sin apenas querer llamar la atención, mis botas chocaron contra las gruesas tapas de un libro. Lo recogí del suelo y limpié el polvo que lo cubría, intentando encontrar el título y el autor de este olvidado tesoro. Le he dado miles de vueltas al libro, lo he observado desde diferentes perspectivas, pero en sus tapas rojas y algo humedecidas por el agua del puerto no hay rastro de inscripción alguna. Al mirar en su interior no he encontrado una novela, ni ninguna obra manuscrita, sino folios completamente en blanco, un diario sin nombre y sin historia.
Así que he decidido rellenar estas hojas huérfanas contando mi propia vida. Siento que este olvidado libro me esperaba, que hay algo de mi historia que merece ser contado, aunque tal vez todavía no haya sucedido.
Hace ocho años encontré un viejo diario sin nombre en uno de los huecos de La Farola de mi Málaga. Estaba cubierto de piedras, piedras tan bien colocadas que servían de asiento para todo aquel que decidiese descansar a contemplar las vistas del puerto o de la poderosa Alcazaba desde la lejanía. Nadie buscaba debajo de estas rocas pintadas de blanco y ahí me incluyo yo. Pero un 15 de septiembre de hace ocho años, mientras observaba cómo los estibadores cargaban y descargaban las mercancías que habían surcado los mares desde tierras lejanas, las piedras blancas que me servían de apoyo se desplomaron, haciendo que yo cayera arrodillado en el suelo. Al mismo tiempo que yo caía una de las grúas que cargaban los buques giró sin control, derribando uno de los contenedores con mercancías. Yo quedé mirando durante esos desagradables instantes dónde caía ese gigantesco contenedor, pero por suerte los estibadores supieron cómo agarrarlo con unos tirantes para que ninguno de los transeúntes del puerto saliera herido de aquella situación. El paseo marítimo estaba rodeado de gente, pero nadie se detenía a mirar más allá de los comercios que lo rodean, aunque, en verdad, muchos de los objetos que allí se venden han estado antes encerrados en esos gigantescos contenedores metálicos.
Al levantarme del suelo me clavé en mi mano las rugosas tapas de un libro rojizo, viejo y deteriorado. Abrí la primera página. «DIARIO SIN NOMBRE», ponía. La letra era elegante pero antigua, retorcida al inicio y final de cada palabra, como dando mayor importancia al estilo que a su propio contenido. La tinta estaba ya algo deteriorada, pero aun así se podía leer lo escrito en aquellas ajadas hojas. No me detuve a leer nada más, me llevé el libro consigo y marché corriendo a mi casa. Pero por el camino mi grupo de amigos me llamó, así que abandoné aquel tesoro en el escritorio de mi habitación y hasta hoy ya no volví a encontrarlo. Como por arte de magia, cuando regresé este ya no se encontraba donde lo había dejado. Lo busqué durante horas por cada armario y cada estantería, pregunté a mi madre por si lo había visto, pero al fin di mi búsqueda por perdida y a mis quince años decidí pensar en otras cosas que en aquella época me hacían soñar e ilusionarme por las noches. Hoy comprendo que en aquel momento no estaba preparado para leer este libro enigmático, extraño, olvidado y sin autor conocido. De nuevo, como por arte de magia, esta mañana en un escondido cajón, ese libro rojizo ha vuelto a aparecer en mis manos y es cuando me doy cuenta de que lo encontré cien años después de que alguien decidiera escribir aquellas líneas.
Sábado, 16 de septiembre de 1911
Hoy he dormido a la luz de la luna, sintiendo la suave arena sobre mi cuerpo. Me he adentrado por las calles de Málaga. En la calle principal, una calle ancha con edificios que se asemejan a palacetes como en los que yo me crie, hasta que terminé viviendo en una vieja casa plagada de ratones de uno de los barrios más pobres de Belfast, en esa calle cada farola lleva en su copa flores rojas que la adornan. En este lujoso y elegante lugar hay un hotel llamado Hotel Inglés, ello me recuerda a mi tierra. A pesar de que, gracias a mi madre, experta en idiomas, hablo cuatro lenguas, siempre echo de menos mi lugar de origen, mi idioma, mis costumbres. Los vendedores de biznagas cantan versos y canciones que enaltecen el amor hacia una mujer, con el fin de que algún joven enamorado le regale ese ramo de jazmines a alguna señorita.
Y entonces la he visto pasar. Es una joven elegante, aprecio que no es de familia humilde, sus manos son delicadas, finas, parece algo seria; sin embargo, algún recuerdo de su memoria le ha hecho sonreír. Tiene una sonrisa perfecta. Es morena, de ojos negros y profundos. En ese instante he quedado admirado ante su belleza, pero pronto he apartado mi mirada. Quizás en otros tiempos podría haberme acercado a ella, pero ahora como preso fugado que soy no puedo hacer más que continuar huyendo.
Con el poco dinero que me queda he decidido alquilar una habitación en el Hotel Inglés. Estas vistas hacia la calle principal con ese intenso trasiego de la gente me hacen olvidarme por unas horas de mi triste historia, imaginando los pensamientos de todo el que pasa por debajo de mi ventana.
Ahora, después de ocho años he empezado a trabajar como ingeniero en el puerto. Me siento tan afortunado de poder contemplar tan de cerca la carga y descarga de buques que ahora sí que me encuentro preparado para leer las líneas que me estaban esperando. Un irlandés fugitivo es el protagonista de esta historia. Un irlandés fugitivo sin nombre y sin rostro, pero con una vida que contar.
La jornada para mí ha terminado en el puerto; sin embargo, el resto de los estibadores continúan ordenando las mercancías para el día siguiente. Se dirigen de un almacén a otro en la oscuridad de la noche, llevando en aquellos contenedores ilusiones de algún niño que espera un juguete con el que sueña o algo tan simple y necesario para sobrevivir cada día. La verdad es que siempre, desde niño, me han impresionado esos gigantescos buques venidos desde los viejos mares con algo que se espera con ansias en la otra punta del mundo o aquellos que zarpan desde estas tierras con algo tan nuestro y que luego lo tendrán en sus manos gentes a las que no puedo ponerles ni rostro ni nombre ni siquiera voz.
¿Quién sería ese irlandés y por qué dejó este diario olvidado entre las blancas rocas de La Farola del Mar?