—¡Callaos un momento! —insistió ella, esta vez alzando la mano de manera enérgica para otorgar mayor énfasis en su petición. Quedó concentrada, con los ojos cerrados—. Se acercan. Sie… No, ocho. Nueve, nueve jinetes. —Volvió su equino, asió su arco y preparó una flecha.
—¿Nueve jinetes, elfa? —espetó Karadian.
—Sí, nueve. Y no parecen traer buenas intenciones.
—Entiendo —musitó el mago, situándose junto a ella, a su derecha.
—Yo no veo nada —comunicó Téondil—. Aunque claro, yo no tengo ni oídos ni vista de elfo. ¿No deberíamos aprovechar y salir pitando? Podríamos dejarlos atrás, o despistarlos.
—Imposible —apuntó Taria—. Aquí no hay forma de despistar a nadie, y después de llevar en camino todo el día no podemos poner al galope a los caballos. Están cansados y aún falta mucho para llegar al pueblo ese. Hay que hacerles frente.
Entonces Harod vio cómo de la manga izquierda de Karadian descendía sigilosamente una soga negra, la cual iba introduciéndose en la tierra, mientras que vio también que del brazo derecho salía otra hacia el frente, quedando depositada delante de su caballo. Desenvainó su espada, llevando su caballo a la izquierda de la capitana, protegiendo ese flanco.
—¡Quédate atrás, Teon!
Una nube de polvo se hizo visible en el horizonte.
—¿Puedes verlos?
—Sí, son nueve, como he dicho. Ponte atrás.
—¿Qué? No pienso quedarme atrás —apuntó, molesto.
—Haz caso a la elfa —agregó Karadian—. Deja esto a los mayores.
—¿A los qué? ¡Soy Harod Thunderlam! Estoy más que preparado para hacer frente a unos bandidos de mala muerte.
—¿Cómo sabes que son de mala muerte? —inquirió la capitana.
—Eh…
—Harod, he topado con bandidos que son increíblemente hábiles con la espada o el arco. ¿No aprendiste a no subestimar de antemano a tus oponentes?
Las palabras de la elfa lo hicieron callar y recapacitar en silencio, aunque bajo ningún concepto se quedaría atrás, junto a Téondil. Ya podía ver él también a los jinetes, aunque aún no los distinguía bien.
—No te preocupes —le dijo la elfa, tensando el arco—. Para cuando lleguen no serán más de un par.
—¡Espera! —exclamó—. ¿Y si no vienen por nosotros? Taria, no puedes matarlos sin antes saber qué es lo que quieren. Lo mismo solo siguen nuestro mismo camino, hacia… el puerto ese —dijo tras no recordar el nombre del pueblo.
—Chico, esos vienen a por nosotros —habló el mago—. A galope tendido es el único lugar al que pueden llegar. Bollvos aún queda lejos y machacarían sus caballos mucho antes de alcanzarlo. Está claro que somos su objetivo.
—Pues démosles algo de dinero y que se vayan. Mejor eso que matar a nadie.
—¡No pienso dejar que me atraquen unos bandidos de tres al cuarto! —gritó enfurecido Karadian.
—Taria…
—Yo tampoco, Harod. Yo tampoco voy a dejar que esos me humillen…
—Pero… Espera, lo mismo podemos solucionarlo sin matar a nadie.
Taria le profesó una mirada acerada que lo penetró hasta la nuca. No necesitó esgrimir palabras para hacerle ver que se equivocaba, pero que le daría la oportunidad de comprobar el error en el que estaba cayendo. Sus ojos azules parecían decirle que necesitaba aprender una lección. Los jinetes los alcanzaron, quedándose en línea ante ellos, mostrando su superioridad numérica. Eran cuatro los arqueros que los apuntaban, tres arcos y una pequeña ballesta. Harod se fijó en aquel que le apuntaba, un tipo con la piel tan negra como el carbón. Vestía de forma casi idéntica a él, con un ajustado pantalón negro y una blusa blanca, pero esta más estrecha que la que él usaba. Después ojeó al resto, advirtiendo que cada cual vestía como le daba en gana. Unos con pantalones ceñidos y otros con pantalones exageradamente anchos, blusas de diversos tallajes y colores, otros ataviados tan solo con chalecos que llevaban abiertos enseñando el torso, y gorros de lo más variopintos. Altos, grandes, de ala corta o ancha… «Sí que tienen pinta de bandidos». Quien apuntaba a la capitana llevaba uno rojo, redondo, de ala ancha y con un cono muy alto encima. También se fijó en el de la ballesta, uno de los dos que apuntaban al mago. Era un tipo muy grueso, aunque no mostraba reparos en enseñar su prominente y redonda barriga.
—¿Qué…? —musitó al vislumbrar amenazante la punta de la soga de Karadian, del mismo modo que una cobra lo haría.
—¿Crees que un numerito con una cuerda va a asustarnos? ¡Tú eres ese que dicen que es un brujo! —exclamó con voz aguda el forajido que estaba justo en el centro. Era un tipo bajito y enclenque, con una camisola verde esmeralda, con las mangas por los codos, tres o cuatro tallas más grande de la que le correspondería—. Entras y sales de la ciudad como te viene en gana, te paseas por ella mirándonos a los demás desde arriba, como si fueras mejor que nosotros, pero en realidad eres un ladrón como cualquiera, solo que embrujas para fabricar dinero y piedras valiosas —anotó con perspicacia—. Te he visto sacar rubíes, zafiros y esmeraldas de ese saquito que llevas escondido en tu bolsillo derecho, ese que no se ve apenas… Y seguro que también llevas diamantes, en ese o en otro bolsillo. Apuesto a que tienes unos cuantos bolsillos escondidos en ese abrigo. Con el calor que hace… Deberías estar cociéndote vivo, pero siempre lo llevas, incluso cuando el sol se pone encima y los demás casi que tenemos que refugiarnos para que no nos queme vivos…
—Lo que vista o lleve en mis bolsillos no es asunto vuestro —informó Karadian con su grave y autoritaria voz, mostrándose extraordinariamente sereno a pesar de la situación—. Diría que sois del gremio de ladrones, del clan Asmith, apuesto yo… Tengo un salvoconducto del clan Haziz que…
—¡A la mierda el puto clan Haziz! —espetó el pequeño bandido, interrumpiéndolo al mismo tiempo que lanzaba un asqueroso gargajo al suelo, a su derecha. Los otros ocho lo imitaron al escupir sonoros y repugnantes gargajos, mostrando así lo que aquel nombre les aborrecía. A Harod le pareció una actitud altamente repulsiva—. ¡Ahora no estamos en la ciudad, ese papel y un mojón de caballo son lo mismo! Deja de hacer chorradas con la soga y quítate ese abrigo tuyo. ¡Y bajad del caballo si no queréis quedar ensartados como pinchos de puerco a la brasa!
Fue entonces cuando Karadian transformó la cuerda que mostraba delante de su caballo, la que manejaba con su mano derecha. La soga negra mutó hasta convertirse en un férreo cordón de acero el cual culminaba en una gran punta triangular, similar a la de una flecha. Se oyó un murmullo de asombro entre los forajidos, y algunos incluso recularon un paso atrás.
—¡No asustas a nadie con esos truquitos de brujo!
—¡Mago! Soy mago, no brujo.
—¿Está de guasa? —preguntó el bandido a sus acompañantes tras recuperarse de unos instantes de perplejidad—. ¿Te ríes de nosotros? ¿Crees que esa cuerda tuya vuela más rápido que una flecha? ¿Crees que…?
La cuerda voló impaciente y con su punta triangular atravesó estrepitosamente el gaznate del seboso ballestero mientras la otra, la que el mago había desplegado bajo tierra y que hizo emerger a espaldas del arquero que también le amenazaba, se cerró alrededor de su cuello, levantándolo en el aire. Casi al mismo tiempo, la elfa fue la siguiente en reaccionar. Ladeó su disparo para clavarse en el brazo del arquero que le apuntaba a él. Harod la miró instintivamente, buscando preguntarle por qué no había lanzado su flecha al que a ella la amenazaba. Una flecha surcó el aire ante sus ojos. Taria la esquivó echándose a un lado, y tras mirarle brevemente, él recordó que la única misión de ella era protegerle. La capitana armó una nueva saeta y la insertó en la clavícula del arquero que quedaba.