Regresemos a aquella primera consideración del caso de Juan Miranda. Se puede leer una porción de la orden, que el gobernador y el Consejo de la Colonia de Nueva York emitieron en el Fuerte George el 25 de agosto de 1755, al término de una de las dos copias de la instancia que se halla en los archivos estatales en Albany. Primero, como fundamento de la decisión, el escrito resume la historia de Miranda expuesta en la solicitud. Desafortunadamente, de la parte final que incluye en sí la orden del gobernador y su consejo apenas se leen un par de frases y algunas palabras. Un fragmento indica que se le dieron diez días a Sarah van Ranst para hacer algo.16 Este dato, no obstante, se aclara gracias a un documento redactado en el último tercio de 1758, en el que, entre los puntos generales de la evolución del caso, William Kempe precisa que se le había asignado el plazo de diez días a Sarah van Ranst, contados a partir de que esta recibiera copia del petitorio, para demostrar por qué Miranda “no debía ser liberado”;17 es decir, en esencia, tendría que mostrar el contrato de compraventa del adolescente como esclavo. Solo así se determinó, entonces, que la viuda podría contradecir la historia del neogranadino.
Los Van Ranst no presentaron el comprobante de compra, ni libertaron a Miranda. Aferrados a la posesión del sujeto que consideraban su propiedad, entraron de frente en el litigio que, por la porfía de la viuda y del mayor de sus hijos, por un lado, y la firmeza de Miranda y del oficial que lo apoyaba, por el otro, se hizo largo y accidentado, traspasando situaciones insospechadas, para desembocar en una resolución incierta. Los detalles del pleito, derivados de la documentación, y los contextos diversos en los que se desarrollaron los hechos de la vida de Miranda, desde el origen de su desgracia, ofrecen la oportunidad de estudiar tanto las prácticas ilegales que lo convirtieron en esclavo en Nueva York como los recursos y las estrategias legales de la reclamación de libertad del cartagenero. Asimismo, el caso nos obliga a investigar los aspectos históricos que posibilitaron el apresamiento del adolescente en el primer tercio del siglo XVIII, en la costa de lo que hoy es Venezuela, el traslado a Curazao, la prisión en esta isla neerlandesa, el secuestro marítimo y terrestre, y la transformación del muchacho en un cuerpo de contrabando, en mercancía transferible y, finalmente, en esclavo.
Pensando en los estudios económicos sobre la Hispanoamérica colonial y, en particular, en el desafío de la indagación, en fuentes de primera mano, de las actividades clandestinas en el Caribe en el siglo XVIII, Demetrio Ramos afirmó que “quizá lo más difícil de conseguir es la historia de la actividad marginal, la del comercio de contrabando o ilícito”. Argumentó que, como “el desembarco de mercancías, la venta y distribución se hacían” de manera subrepticia, “no cabe pensar en repositorios que con sus datos estén a la espera del investigador, sino en documentación muy difusa, siempre incompleta, originada por distintos motivos, como las capturas del alijo, el apresamiento de comprometidos, las denuncias, los informes y demás instrumentos que forzosamente hay que considerar como incidentales”. La historia de Juan Miranda, cercenada y fragmentada, según la ofrecen los archivos, entre otras razones, por la naturaleza formularia y abreviada de los instrumentos legales, constituye ese accidente documental de reclamación, queja y denuncia que abre la brecha para indagar actividades ocultas de los guardacostas y los corsarios (barcos con licencia oficial para detener buques de naciones enemigas y confiscar sus navíos y cargamentos),18 de los mercaderes y de las comunidades cómplices en los circuitos coloniales americanos del siglo XVIII.
Ramos recalca las limitaciones del investigador del trajín ilegal, pues no “cabe pensar que esos datos completos puedan obrar en los Archivos de los países que generaron el comercio ilícito, porque, en la mayoría de los casos, se hurtaban a cualquier investigación”.19 Sin reducir este libro ni los acaecimientos de su protagonista a los temas del corso y del contrabando humano, la idea central que deseo extraer de Ramos es la de los escollos para ubicar materiales primarios que permitan el estudio de actividades fraudulentas. Gerardo Vivas Pineda también expresa una idea muy similar en relación con los actos ilícitos de los corsarios de la Compañía Guipuzcoana de Caracas: “Es conveniente recordar las dificultades de estudiar la ilegalidad por la falta de pruebas sistemáticas y por los mecanismos de ocultamiento desarrollados por sus protagonistas”.20 Desde este ángulo, el expediente de Miranda constituye un conjunto de valor extraordinario, pese a que, por su naturaleza oficial, los papeles acallan los pensamientos y sentimientos del individuo historiado y atenúan la brutalidad de los sucesos que lo involucraron.
Un asunto en primer plano es la centralidad de la raza, un constructo histórico-social del orden colonial, en la clasificación degradada de los sujetos de piel oscura, categorización que, a su vez, se ha empleado para racionalizar los actos de dominación y violencia más exacerbados que se puedan ejercer sobre un individuo. María Elena Martínez afirma que el investigador debe afanarse con vigor para “tratar los esquemas clasificatorios no solo como abstracciones, sino como sistemas de poder con efectos múltiples en las vidas y en los cuerpos”.21 En este sentido, el caso de Miranda nos sitúa en la cuestión más vasta de la presencia forzada, en las colonias británicas de América, de negros, mulatos e indígenas capturados por barcos corsarios en el Caribe y convertidos en esclavos, sin importar sus testimonios ni protestas de ser hombres libres y vasallos del rey de España. La Nueva York del siglo XVIII los llamó Spanish Negroes, o negros españoles; y sobre ellos la mayoría de la población blanca sumaba prejuicios y temores que recargaban aquellos que ya los hacía percibir al individuo de origen africano no como un ser humano, sino, en palabras del secuestrado y esclavizado Solomon Northup, como “un bien personal, una mera propiedad viva, no mejor, excepto en valor, que su mula o perro”.22 Por proceder de los territorios españoles, de antemano, se les consideraba hostiles; y sobre todo en tiempos de guerra declarada entre Gran Bretaña y España, se les veía como a peligrosos enemigos encubiertos.23 Este libro ahondará en el problema de la acomodación entre el color de la piel de los cautivos de corso y la imposición de una de dos categorías sobre estos: prisioneros o esclavos. Se revisará qué ideas e intereses de la época y del lugar hacían posible que se adjudicara una u otra clasificación, qué conflictos imperiales exacerbaron en el siglo XVIII la actividad corsaria, qué consecuencias acarreaba la presión del corso en la formación de las tripulaciones de las naves y cómo afectó a los Spanish Negroes el recelo de los neoyorquinos en uno de los eventos históricos más desconcertantes y violentos de la Nueva York colonial, el llamado “el Gran complot de los negros” o la “Conspiración de Nueva York” de 1741.
Tres autores han estudiado el caso de Juan Miranda. La primera exposición se debe al insigne historiador inglés J. R. Pole en el artículo “Some Problems of a Colonial Attorney-General in a Multi-Cultural Society” (1999).24 En este ensayo, Pole examina dos casos legales de la segunda mitad del siglo XVIII, desconectados entre sí: el del español esclavizado Juan Miranda y el del pastor holandés Domine Meyers, en 1766. Para Pole, lo que los acerca es que involucran a sujetos no ingleses embrollados en casos jurídicos en Nueva York, una provincia británica multinacional, multicultural, multilingüe y multirreligiosa, y que ninguno de los dos individuos tenía el inglés como primera lengua. Este artículo, bien documentado, se enfoca en lo jurisprudencial y alude a grandes rasgos a las fases distintas del proceso legal mirandino. Posee las virtudes de haber sacado el asunto de Juan Miranda a la luz y de destacar la labor de William Kempe, el fiscal general de la provincia de Nueva York, quien asumió la defensa del esclavo litigante. Contiene varios errores, sin embargo, concernientes, sobre todo, a los aspectos originarios de los conflictos de Miranda. Pole exalta la cualidad excepcional de los eventos que tuercen en direcciones “para las que las historias de la esclavitud no nos han preparado”. Insiste en el “espectáculo extraordinario” de un “juicio concedido a un esclavo mulato contra su amo”.25 El mismo artículo salió más tarde en el último libro de J. R. Pole, Contract and Consent. Representation and the Jury in Anglo-American Legal History (2010).26
El segundo estudio es del historiador Richard Bond y se titula “‘Spanish Negroes’ and Their Fight for Freedom” (2003).27 Se trata de un artículo breve, pero sustancioso y de hábil pulso sintético. Para Bond, la historia de Juan Miranda “es emblemática de la determinación extraordinaria