Fuente: John Tabor Kempe Papers, Court Case Records, SCJ, Civil, Box 5, f. 12, M. Fotografía de la autora.
Acechando en las aguas corianas
Las costas de Coro casi besan Curazao. Desde tiempos prehispánicos, entonces en canoas, los lugareños cruzaban, bamboleados o sacudidos por pocas horas, la distancia de apenas treinta y dos millas náuticas, contadas desde el punto más próximo, entre ambas tierras.48 Después de que los holandeses se apropiaron de Curazao en 1634, la separación política se erigió entre los territorios, pero el mar seguía ofreciendo el mismo puente. Cuando por efecto de la trata negrera, la isla se convirtió pronto en un depósito comercial estratégico de Holanda en el Caribe,49 las mercancías europeas comenzaron a trasladarse desde Curazao a las desabastecidas y agradecidas costas de la provincia de Venezuela.50 El intercambio de productos, al margen de la ley, se generalizó, al tiempo que se normalizó y afincó con raíces corpulentas. Las autoridades españolas de las más altas esferas, llamadas a vencerlo, fingían ignorar instancias de su existencia. Participaban y se beneficiaban del negocio furtivo, a través de producciones, ventas, compras y sobornos, mientras pretendían combatirlo. En 1720-1721, el juez Pedro José de Olavarriaga encapsuló la situación en pocas palabras: “ningún particular de ella [la provincia de Venezuela] le es conveniencia el estorbar un comercio en el cual casi todos son implícitos”.51
La colonia judía de Curazao, una gran protagonista de estas dinámicas mercantiles,52 cuyos miembros, informaba Olavarriaga, eran “apoderados de Mercaderes o judíos de Holanda”,53 estaba tan involucrada en el tráfico ilícito con Venezuela que había construido un pueblo, aun con fortín y sinagoga,54 en las intrincadas tierras de Tucacas, “en los confines orientales de la jurisdicción de Coro”. El punto “era un perfecto escondite, alejado de centros urbanos de importancia: un escenario selvático poblado de manglares y canales”, a la vez que, por su localización, “una llave hacia el interior de Venezuela”.55 En sus aguas, notó Olavarriaga, residían de continuo catorce o quince balandras holandesas. Disponía de un almacén tanto para los extranjeros como para los lugareños y, en sus predios, advierte el juez, solía realizarse “el mayor comercio de toda la Costa”. Quemado en noviembre de 1720 por orden de Olavarriaga, el poblado resurgió con la misma rapidez de un organismo vernáculo, para recibir nueva destrucción, a manos de los propios constructores, el 24 de abril de 1721, tras estos enterarse de que el juez regresaría “a dicha Costa”. No obstante, en septiembre de 1721, Olavarriaga observó que, persistentes, los holandeses habían poblado el cayo de Paiclás.56
En 1732, el nuevo gobernador de Curazao, Juan Pedro van Collen, recibía clamores constantes de los comerciantes de la isla, en especial de los acaudalados judíos, en contra de la recién instalada Compañía Guipuzcoana de Caracas.57 Los guardacostas y corsarios españoles les estaban ocasionando grandes pérdidas con las capturas de sus barcos y alijos.58 El resentimiento repuntaba por entonces ante la nueva represión vasca del tráfico furtivo. No se resignaban al celo hispánico contra este comercio, que la costumbre había decolorado de tintes de ilegalidad y las ganancias habían abrillantado con el tono del metal.59 Las granjerías del mismo gobernador Van Collen en el contrabando corrían el riesgo de ser engullidas por los corsarios.60 En un mes de 1733, por las fechas de la captura de Miranda, los curazoleños perdieron nueve barcos. “Algunos de estos, equipados con doce cañones, eran suficientemente fuertes para convertirlos en guardacostas de la Compañía” de Caracas.61 Ramón Aizpurua llama a esta etapa, que se extendió hasta el inicio de la guerra de la Oreja de Jenkins, los “años dorados de la actividad de la Guipuzcoana y de crisis del contrabando y comercio curazoleño”.62 Con el desvío de los guardacostas y corsarios españoles a los escenarios bélicos, en 1739 se inició “una década de signo contrario, decadencia para el primero y resurgir para el segundo”.63
Fuente: Archivo General de Madrid, Cartografía, 033/361/362, Instituto de Historia Militar y Cultural de Madrid.
El incidente de Juan Miranda indica que los curazoleños estaban preparados para devolver la animosidad. Ciertamente, organizaron acometidas de mar y de tierra tanto para vengarse como para recobrar las pérdidas. Por ejemplo, el 30 de marzo de 1731, en represalia por la pérdida de tres balandras de Curazao, dos embarcaciones holandesas penetraron en la bahía de Jayana y se apoderaron del navío corsario Santa Cruz, de José Campuzano Polanco. Continuando el ataque, se dirigieron en dirección sur hasta Punta Cardón, donde invadieron el hato El Cardón, propiedad de Esteban de Oyarvide, alcalde de Coro. Allí tomaron treinta ovejas, ciento cincuenta cabras y mataron las bestias que huyeron hacia el monte. Carlos González Batista, quien recuperó del Registro Principal de Coro los documentos sobre esta ofensiva, comenta que los hechos prueban tanto “la buena información que en la misma Curazao se obtenía de tierra firme” como “la intensidad del comercio ilegal, que no solo defendía sus más discutibles derechos, sino que inclusive tomaba con frecuencia un cariz beligerante y agresivo”.64
Si bien el litoral venezolano, en general, era provincia del contrabando, las costas de Coro, hoy en el estado Falcón, eran puntos de gran actividad en los negocios fraudulentos.65 Los guardacostas y corsarios frecuentaban sus aguas por la alta probabilidad de conseguir presas en el área. Defensa costeña aparte, el corso era un negocio muy lucrativo, además de peligroso y sangriento; por esto, merodear las zonas donde la presencia de barcos extranjeros estaba garantizada era una estrategia astuta y práctica. Se cuenta que un reportero le preguntó una vez al genial ladrón neoyorquino Willie Sutton que por qué robaba bancos, a lo que el famoso bandido replicó con llaneza que porque allí era donde estaba el dinero. ¿Por qué el María Luisa contorneaba las costas de Coro? Porque ahí abundaban las naves contrabandistas. Para el cazador marítimo, la presa estaba asegurada en las aguas corianas. Otra certeza era que, al someter las incautaciones al proceso legal requerido por las regulaciones del corso, los lugares de apresamiento se consideraban causales de contrabando.66
Por otro lado, la actuación del María Luisa en las aguas de Coro debió de enfurecer con creces a los poderes curazoleños, porque, añadida a las pérdidas, reconocieron en aquella una estrategia sucia. Recordemos que, según la instancia de Juan Miranda, los españoles apresaron las naos, dos holandesas y una francesa, y las mercancías en tanto que despacharon en lanchas de remos a los detenidos. Se sabía que capturar las naves, pero dejar marchar a la tripulación culpable, no se traducía en un acto de generosidad, sino en un truco del barco atacante para lograr que, sin los consabidos, complejos y prolongados juicios,67 la presa se declarara válida casi de inmediato. Si existía alguna posibilidad legal para los afectados de reclamar la restitución de cargas y buques decomisados, esta se iba a la borda, pues la artimaña era difícil de probar como tal. También era sabido que los extranjeros a punto de ser capturados in fraganti, conscientes de las penas inmisericordes a las que se les podía someter si se les aprisionaba, muchas veces abandonaban barco y mercancía. Esta salida facilitaba, doblemente, la faena de los corsarios porque no recibían resistencia ni se trababan en confrontación armada mientras se aseguraban la presa ante las autoridades hispánicas. Otra verdad relevante es que la huida se considera, en general, una admisión tácita de culpabilidad. Conscientes de estas