Por lo menos, para ella fue un gran alivio saber que su esposo estaba vivo, aunque siempre dudó que yo estuviera apoyando una causa que nunca aprobé, pues conocía bien mis ideas y convicciones.
Los oficiales de las SS, al recibir la negativa de ella a cooperar, la acusaron de proteger a los enemigos. Así que un día muy temprano llegaron hasta su apartamento, lo pusieron todo patas arriba y rompieron cuanto pudieron, vociferando toda clase de maldiciones contra ella y mis padres.
Mi padre era un hombre muy nacionalista, pero también era muy humanitario, le dolía el sufrimiento ajeno. Por un lado, apoyaba los planes de Hitler, pero, por otro, le molestaba el trato que estaban recibiendo una gran variedad de personas en diversos países por parte de los ejércitos alemanes.
Mi madre no se inmiscuía en cuestiones políticas ni militares, siempre tomó una postura neutral, pero en las conversaciones familiares sobre el tema muchas veces guardó silencio para no contrariar a su marido y hacía como que lo apoyaba para no entrar en discusiones, era una mujer muy sumisa y temerosa.
Los militares ordenaron a todos sus conocidos que no les brindaran ninguna clase de ayuda, ni siquiera cuando estuviera a punto de parir. Entonces se complicó más la tarea de conseguir alimentos y combustible, les cortaron los suministros básicos.
La situación no podía ser peor, la familia llegó a estar en condición de fugitivos en su propio país.
Fue gracias a las buenas amistades que tenía mi padre como pudieron salir adelante, ya que a costa de su propia vida le suministraban clandestinamente alimentos y medicamentos que de vez en cuando eran necesarios.
Dadas las condiciones de extrema presión y la carencia continua de productos básicos, mi madre enfermó y su decadencia física se aceleró. Como siempre, tanto Elizabeth como mi padre hicieron todos los esfuerzos posibles por ayudar en su recuperación, consiguieron todos los medicamentos recomendados por el doctor que les atendía, pero nada de lo que hicieron funcionó, fue tan grave su debilidad que murió en pocas semanas.
Fue un entierro miserable. Con el dolor de la pérdida sobre sus espaldas, mi padre tuvo que fabricar él mismo un ataúd con pedazos de madera que recolectó en diferentes lugares, incluso tuvo que desarmar un mueble familiar para terminarlo. Después lo llevó con mucha dificultad hasta el cementerio, pues los soldados prohibieron a todos que les ayudaran por considerarlo un traidor.
Haciendo acopio de sus últimas fuerzas, lo subió sobre un viejo carretón que tuvo que reparar, ya que también estaba inutilizable. Llegando hasta el lugar, se dio a la tarea de cavar el hoyo para la sepultura. Solo Elizabeth y él estuvieron allí, soportando sobre sus maltrechos cuerpos la fría llovizna que hacía más pesado el lamentable ambiente.
De pie al lado de la tumba, abrazados como dos huérfanos en medio del desierto, derramaron lágrimas de dolor, de ansiedad, renegando muy en su interior por estar viviendo situaciones tan lastimosas.
Los dos lloraron de impotencia y coraje, la realidad que les tocó vivir les hizo repudiar un sistema que estaba destruyendo las vidas de millones de personas.
—Es tarde ―dijo Lola interrumpiendo el relato―. Debo revisar un material para mañana y no tengo mucho tiempo. Además, he de hablar con Raúl sobre nosotros. Si nos disculpáis, me gustaría retirarme.
Los hombres quedaron sorprendidos por lo repentino del comentario, pero respetaron las palabras de la chica.
—Está bien ―dijo Mathew―, tal vez en otra ocasión podáis escuchar la historia.
—Si queréis, nos vemos aquí mañana ―dijo Raúl incorporándose―. Yo estaré algunos días y me encantará escuchar más.
—No se diga más ―dijo Kwan, quien no paró de tocar la pierna de Lola con el consentimiento de ella―. Aquí estaremos a las siete como cada día. Será un placer esperaros y pasar un buen rato.
—Vamos por mi equipaje ―dijo Raúl a su novia―, lo dejé encargado en un hotel aquí cerca por si debiera quedarme ahí.
—Bien, vamos ―respondió ella.
Los cuatro caballeros se pusieron de pie para despedir a la pareja, que agradeciendo todo se encaminaron a la salida.
—No les doy ni tres días juntos ―dijo sarcástico Kwan sonriendo con malicia.
—No digas eso ―replicó Andrew―. Hacen una bonita pareja.
—Hagamos una apuesta ―retó Kwan a sus amigos―: si ellos aguantan más de tres días como pareja, yo pago la cuenta de nuestro consumo por una semana; pero, si no lo hacen, cada uno de vosotros pagaréis una semana de consumo. ¿Os parece?
—No sé por qué haces esto ―dijo Ethan―, pero yo acepto la apuesta.
—Aceptamos ―dijeron los otros.
Kwan sabía de qué hablaba, y por su experiencia dedujo con certeza que Lola estaba en Londres para sacar partido no solo de la editorial, sino también de su editor, que, deslumbrado por el físico de la chica, la apoyaría a cambio de tener su cuerpo, cosa muy probable a juicio del coreano, dados los momentos en que la estuvo acariciando sin que ella se inmutara. Tenía una buena carta y estaba seguro de que ganaría la apuesta.
Apostaba porque intuía que ella no dejaría pasar esa oportunidad para llegar hasta donde quisiera, no dejaría que su novio interfiriera en sus planes, aunque eso supusiera hacerlo sufrir. En su opinión, ella tenía todo para ganar una buena posición en el mundo literario; y era egoísta, porque utilizaría cualquier cosa para triunfar, se dejaría la piel, su propia alma, no estaba dispuesta a fracasar en ese momento.
Por supuesto que no diría nada a sus amigos de lo sucedido en ese primer encuentro, lo guardaría solo para él, pero tenía toda la intención de seguir con el juego y llevar la situación al límite.
Esperaría hasta el siguiente día para ver cómo se comportaba Raúl. Kwan era un hombre muy observador, muy inquisitivo e intuitivo.
Les quedaba la mitad de la botella de whisky y no se irían de ahí hasta terminarla. Eran buenos bebedores, no les importaba comportarse como adolescentes cuando estaban ebrios, disfrutaban al máximo la vida cuando se reunían, no querían que esas ocasiones fueran en vano.
Mientras ellos continuaban con el tema de los españoles, los chicos llegaban al apartamento de ella, no muy lejos del bar, después de recoger una maleta pequeña con algunos regalos que Raúl le comprara a Lola en Madrid.
Un apartamento pequeño, pero muy confortable, decorado con buen gusto, todo colocado en su lugar preciso, como le gustaban a ella las cosas.
Le sugirió a su novio que se pusiera cómodo mientras ella se daba una ducha.
Él le mencionó que tenía hambre y quiso saber si había por ahí cerca un lugar para pedir algo de cenar, eran poco más de las diez de la noche.
Afuera se sentía algo de calor, pero ahí dentro el ambiente era muy relajante.
Ella le dijo que en la nevera tenía jamón, queso y algunas verduras para preparar unos sándwiches con los que calmar el apetito.
A Raúl le gustaba cocinar. Efectivamente, encontró el pan y todo lo necesario para preparar el tentempié.
Cuando Lola salió de la ducha, la cena estaba lista en la mesa del comedor: un buen sándwich para cada uno y una botella de vino tinto lista para servirse.
Con la mirada fija en el cuerpo de ella, que lucía una bata fina y transparente, se acercó para besarla. Ella aceptó un beso apasionado, largo, donde sus lenguas se buscaban con desespero.
Lo