El islote de los desechos. Víctor De la Vega. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Víctor De la Vega
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788412332858
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circunstancias tuvo que suspender la narrativa.

      Una vez más levantaron sus vasos y brindaron. Mathew respiró hondo y comenzó a soltar palabras continuando donde se quedara el día anterior.

      Yo no lograba ver el rostro del hombre que tranquilamente lanzaba una y otra vez el anzuelo al lago, tratando de alcanzar la mayor distancia posible.

      Después de varios intentos el delgado hilo se tensó. Se movía de un lado a otro, el pez luchaba, pero era ya muy tarde: el anzuelo lo atrapó clavándose en su boca sin poder zafarse; mordió la carnada, pero le costaba la vida.

      El hombre dio dos tirones bruscos, se aseguró y comenzó a recoger el hilo. A medida que lo acercaba más, se dio cuenta de que traía un pez de unos siete u ocho kilos. Lo tomó en sus manos. El animal luchaba, pero todo era en vano, esa carpa enorme había perdido la batalla.

      Cuando el hombre se giró para caminar un poco hacia la orilla, yo bajé la cabeza para no ser detectado, pero continué observando con sumo interés la actividad de aquel desconocido.

      Con asombro me di cuenta de que en un balde de madera ya tenía otros tres ejemplares de similar tamaño: dos truchas y una carpa más. Lo descubrí cuando seguí al hombre hasta un poco más allá con mucho sigilo, detrás de otra roca que obstaculizaba la vista.

      Con curiosidad advertí como este se encaminaba con su valiosa carga hasta una abertura sobre la pared rocosa del islote. Era una cueva con la entrada del tamaño de una persona, estaba bien oculta por algunas piedras grandes. Una vieja embarcación que daba la apariencia de haber encallado en ese lugar por alguna fuerte tormenta servía de protección ante la mirada de cualquiera que estuviera en el exterior. El hombre giró la cabeza para todos lados como presintiendo la invisible presencia de algún intruso.

      Yo tomaba todas las precauciones posibles para no ser descubierto.

      «¿Será acaso el guardia del islote? ―pensé―. Pero no lleva uniforme ni armas y vive en una cueva. Un guardia alemán no viviría así bajo ninguna circunstancia. ¿Quién puede ser? ¿Otro sobreviviente como yo? Eso lo investigaré ahora mismo».

      Me encaminé hacia la guarida del hombre con mucha cautela, no quería hacer ruido con las cadenas de mis manos. No iba a ser fácil por la distancia a la que se encontraba, por lo irregular del camino y las grandes rocas que tenía que esquivar.

      El corazón me latía cada vez más fuerte debido al nerviosismo que me acosaba. No sabía cuál iba a ser la reacción del hombre cuando me tuviera frente a frente. Me quedaban solo unos cuantos metros para llegar a la entrada cuando en la lejanía escuché el ruido leve de un motor. Era una pequeña lancha que se acercaba a la orilla. Eso me hizo quedarme agazapado detrás de la roca.

      El hombre que había estado pescando minutos antes salió con una canastilla llena de peces, por lo menos serían unos diez.

      El bote se acercó lentamente a la orilla. Un hombre de unos sesenta años dirigía la embarcación. Apagó el motor y tomó una bolsa grande, como un saco. Sin bajarse, extendió la mano para entregarla al hombre del islote, que a cambio le transfería el producto de la pesca, con muchos peces de buen tamaño. Ambos personajes se saludaron con mucha familiaridad, conversaron por un lapso de unos quince minutos, después se despidieron afectuosamente.

      Alcancé a escuchar con un poco de dificultad como el hombre del bote daba informes de lo que estaba sucediendo allá afuera, tanto de las tropas de Hitler como de las noticias que llegaban del resto del mundo.

      Escuché con asombro que ahora las tropas alemanas acechaban por todos lados, rodeando cada día más a los poblados cercanos, y que estaban abriendo campos de exterminio, además de las ejecuciones, que ya eran habituales en todo el país.

      También oí que el dictador estaba avanzando amenazante hacia naciones vecinas y nadie lo podía detener. Daban por hecho que él sería el gobernante del mundo, contaba con un gran ejército, la Iglesia católica le había reafirmado su apoyo y también otras principales confesiones religiosas, que disimuladamente con su silencio se alineaban con él. El hombre informó de que los sacerdotes católicos que no lo apoyaron fueron masacrados. El papa mandó una carta donde se compadecía de las víctimas que estaban muriendo en Alemania, pero no condenó las acciones del régimen. Decía que él mismo podría morir en un campo de concentración en apoyo de las personas acosadas, pero, por otro lado, muchos de sus representantes estaban bendiciendo las armas y obligaban al pueblo a morir por los ideales de su líder.

      Le escuché decir que Rumanía era ya un aliado de Hitler y que el general Ion Antonescu era un antisemita declarado que estaba despojando de todos sus bienes y propiedades a los judíos y gitanos y creando leyes gubernamentales para erradicar de su territorio a estas personas.

      No solo era su intención expulsarlos del país, los estaban confinando ya en campos de concentración y a miles les asesinaban indiscriminadamente por acuerdos entre autoridades rumanas y alemanas.

      En los Estados Unidos de América, el demócrata Franklin D. Roosevelt era elegido presidente por tercera vez.

      Intercambiaron algunas palabras más que no alcancé a escuchar. Fue entonces cuando el hombre se despidió, mientras que el otro se quedaba en tierra parado y observando como la lancha se alejaba. Se sentó por un momento sobre una pequeña piedra, tal vez meditando en los informes recibidos.

      Pese a su aspecto saludable, el hombre tosía de vez en cuando y caminaba con lentitud, todos sus movimientos parecían estar bien programados.

      Desde mi posición me puse de pie y con un poco de indecisión grité:

      —¡Hola, amigo! ¿Podemos hablar?

      El hombre se volvió totalmente sorprendido y sin titubear respondió:

      —¡Lárgate de aquí, no eres bienvenido!

      Instantáneamente y con rapidez entró a la cueva, mientras yo con mucha cautela me acerqué al refugio.

      El hombre regresó empuñando un palo en su mano izquierda y un cuchillo en su mano derecha.

      —Te digo que te largues, no quiero golpearte.

      —¿Golpearías a un hombre que no se puede defender?

      —Si es necesario, lo haré. Lárgate.

      —Por favor, escúchame, soy un prisionero más en este lugar, no he hablado con nadie, hay gente enferma por todos lados. Por favor, escúchame.

      —¿Cómo sé que no eres un maldito espía de los soldados?

      —Escucha, me llamo Mathew. Si fuera espía, no te hubiera hablado. He escuchado la conversación que has tenido con el hombre del bote. Además, observa mi brazo: tengo un número tatuado que me hicieron cuando me tomaron prisionero. Llevo estos molestos grilletes que han hecho sangrar mis manos, yo no estoy aquí por voluntad propia. Soy alemán y por no colaborar con el Gobierno me trajeron a este lugar. Necesito hablar con personas cuerdas, me estoy muriendo de hambre y de frío. Créeme, mira mi cuerpo golpeado, ¿acaso parezco un maldito espía?

      —No lo sé, los soldados son capaces de hacer cualquier cosa con tal de engañar a sus víctimas.

      —Entonces ―le dije con tono desafiante―, tendrás que matarme, porque descubrí tu escondite y también sé que tienes un contacto que te provee información y probablemente víveres.

      —¡Si eso es lo que quieres, entonces lo haré! ―gritó el hombre mientras caminaba decidido hacia mí.

      Cuando estuvimos frente a frente, me arrodillé.

      —Golpéame con el palo o entiérrame el cuchillo en el corazón, no me defenderé. Si quieres matarme, hazlo, yo no soy un criminal, jamás le he hecho daño a nadie y, si tengo que morir ahora, estoy en tus manos, adelante.

      El hombre estaba confundido, y más al ver mi rostro erguido y que hablaba con mucha seguridad.

      —¡Si no eres un espía, entonces, ¿quién diablos eres?

      —Ya te dije,