María vio a Jesús en la fiesta: era el mismo Hijo tierno que había criado. Sin embargo, no era el mismo. Llevaba los rastros de su conflicto en el desierto, y en actos y palabras, lo acompañaba una nueva expresión de dignidad y poder. Un grupo de jóvenes lo acompañaba; sus ojos lo contemplaban con reverencia y lo llamaban “Maestro”. Estos hombres le contaron a María lo que habían visto y oído desde el día del bautismo de Jesús. Habían llegado a la misma conclusión que Felipe le había manifestado a Natanael: “Hemos encontrado a aquel de quien escribió Moisés en la ley, y de quien escribieron los profetas” (Juan 1:45).13
Al observar cómo las miradas se dirigían a Jesús, María quería verlo demostrar públicamente que era el hombre honrado de Dios. Esperaba y oraba para que él pudiese realizar un milagro. En aquella época, las fiestas de casamiento se prolongaban por varios días y, en esta boda, el vino se acabó antes de que la fiesta terminara. Como pariente de los novios, María andaba cerca de los que servían y le dijo a Jesús: “No tienen vino”, como sugiriendo que él debía intervenir dramáticamente en la situación.14
La respuesta de Jesús –“Todavía no ha llegado mi hora”– indicaba que ningún compromiso humano iba a influir en su conducta. Aunque María no comprendía totalmente la misión de su propio Hijo, implícitamente confiaba en él. Y Jesús respondió a esa fe. El primer milagro fue realizado para honrar la confianza de María y fortalecer la fe de los discípulos.15
Al lado de la puerta había seis grandes vasijas de piedra, y Jesús ordenó que las llenaren de agua. Y, como los invitados debían ser atendidos inmediatamente, dijo a los siervos que el encargado probara un poco de su contenido. Cuando lo hicieron, en vez del agua con que habían llenado las tinajas, ¡encontraron vino! Casi nadie supo que el vino original se había agotado, pero cuando el encargado de la fiesta probó lo que los siervos trajeron, reconoció que era el mejor vino que había saboreado en toda la boda. Volviéndose al novio, le dijo: “Todos sirven primero el mejor vino, y cuando los invitados ya han bebido mucho, entonces sirven el más barato; pero tú has guardado el mejor vino hasta ahora” (Juan 2:10).
El vino de las celebraciones humanas finalmente se fermenta. Pero los dones de Jesús permanecen siempre frescos. Lo que él nos da siempre produce satisfacción y felicidad. Cada nuevo don que recibimos aumenta nuestra capacidad de recibir más y de disfrutar más de él. Nos da su gracia sin medida y, contrariamente a lo que sucedió con el vino en la boda, su provisión de bendiciones nunca disminuye y jamás se acabará. En realidad, el milagro de Jesús en la fiesta de ese casamiento es un maravilloso símbolo. El agua representa el bautismo y el vino representa su sangre derramada por nosotros para limpiarnos de pecado. En esta primera ocasión, Jesús les dio a sus discípulos la copa que simbolizaba la obra de la salvación. Y en la última cena se la ofrecería nuevamente, para invitarlos a beberla y a anunciar su muerte hasta su regreso.16
12 El Deseado de todas las gentes, p. 118.
13 Ibíd., p. 119.
14 Ibíd., pp. 119, 120.
15 Ibíd., p. 121.
16 Ibíd., pp. 122, 123.
Capítulo 4
Puedes volver a casa en cualquier momento
Un hombre tenía dos hijos –continuó Jesús–. El menor de ellos le dijo a su padre: “Papá, dame lo que me toca de la herencia”. Así que el padre repartió sus bienes entre los dos. Poco después el hijo menor juntó todo lo que tenía y se fue a un país lejano; allí vivió desenfrenadamente y derrochó su herencia.
Cuando ya lo había gastado todo, sobrevino una gran escasez en la región, y él comenzó a pasar necesidad. Así que fue y consiguió empleo con un ciudadano de aquel país, quien lo mandó a sus campos a cuidar cerdos. Tanta hambre tenía que hubiera querido llenarse el estómago con la comida que daban a los cerdos, pero aun así nadie le daba nada. Por fin recapacitó y se dijo: “¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen comida de sobra, y yo aquí me muero de hambre! Tengo que volver a mi padre y decirle: Papá, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no merezco que se me llame tu hijo; trátame como si fuera uno de tus jornaleros”. Así que emprendió el viaje y se fue a su padre.
Todavía estaba lejos cuando su padre lo vio y se compadeció de él; salió corriendo a su encuentro, lo abrazó y lo besó. El joven le dijo: “Papá, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no merezco que se me llame tu hijo”. Pero el padre ordenó a sus siervos: “¡Pronto! Traigan la mejor ropa para vestirlo. Pónganle también un anillo en el dedo y sandalias en los pies. Traigan el ternero más gordo y mátenlo para celebrar un banquete. Porque este hijo mío estaba muerto, pero ahora ha vuelto a la vida; se había perdido, pero ya lo hemos encontrado”. Así que empezaron a hacer fiesta.
Mientras tanto, el hijo mayor estaba en el campo. Al volver, cuando se acercó a la casa, oyó la música del baile. Entonces llamó a uno de los siervos y le preguntó qué pasaba. “Ha llegado tu hermano –le respondió–, y tu papá ha matado el ternero más gordo porque ha recobrado a su hijo sano y salvo”. Indignado, el hermano mayor se negó a entrar. Así que su padre salió a suplicarle que lo hiciera. Pero él le contestó: “¡Fíjate cuántos años te he servido sin desobedecer jamás tus órdenes, y ni un cabrito me has dado para celebrar una fiesta con mis amigos! ¡Pero ahora llega ese hijo tuyo, que ha despilfarrado tu fortuna con prostitutas, y tú mandas matar en su honor el ternero más gordo!”
“Hijo mío –le dijo su padre–, tú siempre estás conmigo, y todo lo que tengo es tuyo. Pero teníamos que hacer fiesta y alegrarnos, porque este hermano tuyo estaba muerto, pero ahora ha vuelto a la vida; se había perdido, pero ya lo hemos encontrado”.
Lucas 15:11-32.
* * * *
Esta es la historia de un joven que estaba cansado de los límites del hogar paterno. Para él, las cosas llegaron a tal punto que tomó la decisión de marcharse. Su rico y amoroso padre le dio la parte de su herencia, y el muchacho se fue a una ciudad lejana, donde pensaba que iba a poder vivir como quisiera. Tenía dinero suficiente como para darse todos los gustos. Como el dinero atrae a los “amigos”, pronto se vio rodeado de compañeros que lo ayudaban a gastar su riqueza en forma aparatosa.17
Pero los sueños que había tenido cuando era chico y vivía con su padre se hundieron en el olvido, junto con la estabilidad y la seguridad de su educación espiritual. Su herencia se desvaneció, y tuvo que dedicarse a cuidar cerdos. Para un judío, nada podía ser peor que eso. Los judíos que escucharon el relato de Jesús entendieron la profundidad de la degradación y la humillación que describía. El joven, decidido a encontrar su libertad, terminó, en cambio, convertido en un esclavo. Sin amigos ni comida, y profundamente angustiado, trataba de quitarles la comida a los cerdos para poder sobrevivir.18
En este relato, observamos una sorprendente descripción de lo que es la desesperanza de vivir separados de Dios. Puede que nos lleve algún tiempo darnos cuenta de cuán pobres somos cuando nos alejamos del amor del Padre celestial, pero ese día llegará. Y, mientras estamos lejos, Dios busca desesperadamente la forma de invitarnos a regresar al hogar.
El hijo pródigo tomó conciencia de su situación cuando estaba en medio de su desgracia, y se dio cuenta de que cualquier empleado en la casa de su padre estaba mejor que él. En su miseria, el muchacho recordó el amor de su padre. Y los recuerdos de ese amor lo llevaron a volver a su hogar.