“¿Son las tradiciones de los hombres más dignas de fe que el evangelio de nuestro Salvador?”, replicó Jerónimo.
“¡Hereje! –fue la respuesta–, me arrepiento de haber abogado tanto tiempo por ti. Veo que estás dominado por el diablo”.[17]
Antes de mucho fue conducido al mismo lugar en el cual Hus había dado su vida. Fue cantando por el camino, mientras su rostro brillaba con gozo y paz. Para él la muerte había perdido sus terrores. Cuando el verdugo, a punto de prender la pira, se le acercó por detrás, el mártir exclamó: “Aplica el fuego delante de mi cara. Si tuviera miedo no estaría aquí”.
Sus últimas palabras fueron una oración: “Señor, Dios Todopoderoso, ten piedad de mí, y perdóname mis pecados; pues tú sabes que siempre he amado tu verdad”.[18]Las cenizas del mártir se juntaron, y como las de Hus, fueron arrojadas al Rin. Así perecieron los fieles portadores de la luz de Dios.
La ejecución de Hus encendió llamas de indignación y horror en Bohemia. La nación entera declaró que él había sido un fiel maestro de la verdad. Se acusó al concilio de crimen. Sus doctrinas atrajeron más atención que al principio, y muchos fueron inducidos a aceptar la fe reformada. El Papa y el emperador se unieron para aplastar el movimiento, y los ejércitos de Segismundo fueron despachados contra Bohemia.
Pero surgió un libertador. Ziska, uno de los generales más capaces de su época, fue el dirigente de los bohemios. Confiando en la ayuda de Dios, ese pueblo hizo frente a los ejércitos más poderosos que pudieran traer contra ellos. Una y otra vez el emperador invadió Bohemia, sólo para ser rechazado. Los husitas desafiaban la muerte, y nada podía oponérseles. El valiente Ziska murió, pero su lugar fue ocupado por Procopio, que en cierto sentido era un dirigente aún más capaz que él.
El Papa proclamó una cruzada contra los husitas. Un ejército inmenso se precipitó contra Bohemia, solamente para sufrir una terrible derrota. Se proclamó otra cruzada. En todos los países papales de Europa se reclutaban hombres y se reunió dinero y municiones de guerra. Multitudes acudieron a defender el estandarte papal.
El vasto ejército penetró en Bohemia. El pueblo se reunió para rechazarlo. Los dos ejércitos se acercaron mutuamente hasta que solamente un río los dividía. “Los cruzados constituían una fuerza muy superior, pero en lugar de lanzarse a pasar el río para entablar la batalla contra los husitas, a quienes habían venido a hacer frente desde tan lejos, se mantuvieron en un lugar observando en silencio a los guerreros”.[19]
Repentinamente un terror misterioso cayó sobre esa hueste. Sin dar un solo golpe, esa tremenda fuerza se disolvió y se esparció como empujada por un poder invisible. El ejército husita persiguió a los fugitivos, y un inmenso botín cayó en manos de los vencedores. La guerra, en lugar de empobrecer, enriqueció a los bohemios.
Pocos años más tarde, bajo un nuevo Papa, se emprendió aun otra cruzada. Otra vez un ejército enorme entró en Bohemia. Las fuerzas husitas se retiraron atrayendo a los invasores más al interior del país, e induciéndolos a creer que ya habían ganado la victoria.
Por fin el ejército de Procopio avanzó para presentarles batalla. Tan pronto como oyeron el son del ejército que se les aproximaba, aun antes que los husitas estuvieran a la vista, de nuevo el pánico se apoderó de los cruzados. Príncipes, generales y soldados rasos arrojaron sus armaduras y huyeron en todas direcciones. La derrota fue completa, y de nuevo un inmenso botín cayó en manos de los vencedores.
Así fue como por segunda vez un ejército de hombres aguerridos, preparados para la batalla, huyó sin asestar un golpe contra los defensores de una nación pequeña y débil. Los invasores fueron heridos con un terror sobrenatural. El que hizo huir a los ejércitos de Madián ante Gedeón y sus trescientos hombres, de nuevo había extendido su brazo (ver Jueces 7:19-25; Salmo 53:5).
Traicionados por la diplomacia
Los dirigentes papales por fin recurrieron a la diplomacia. Se acordó hacer una transigencia, y ésta entregó a los bohemios al poder de Roma. Se habían especificado cuatro puntos como condición para la paz con Roma: (1) la predicación libre de la Biblia; (2) el derecho de toda la iglesia a participar tanto del pan como del vino de la comunión y el uso del idioma nativo en el culto divino; (3) la exclusión del clero de todos los cargos seculares y de todo puesto de autoridad; y, (4) en caso de crímenes, la jurisdicción de las cortes civiles sobre el clero y sobre los legos por igual. Las autoridades papales estuvieron de acuerdo en que los cuatro artículos debían ser aceptados, “pero el derecho de explicarlos... debía pertenecer al concilio. En otras palabras, al Papa y al emperador”.[20]Roma ganó por simulación y fraude lo que no había podido ganar por la guerra. Colocando su propia interpretación por encima de los artículos husitas, así como por encima de la Biblia, pudo pervertir el significado para cumplir sus propósitos. Un gran número del pueblo de Bohemia, viendo que sus libertades habían sido traicionadas, no aceptó el convenio. Surgieron disensiones y luchas entre los bohemios mismos. El noble Procopio cayó, y las libertades de Bohemia perecieron.
De nuevo los ejércitos enemigos invadieron Bohemia, y los que permanecieron fieles al evangelio fueron objeto de una sangrienta persecución. Sin embargo, su firmeza era inconmovible. Aunque obligados a buscar refugio en las cavernas, seguían reuniéndose para leer la Palabra de Dios y unirse en su culto. Por medio de mensajeros enviados secretamente a diferentes países llegaron a saber que “en medio de las montañas alpinas había una iglesia antigua, que se fundaba en las Escrituras, y que protestaba contra las corrupciones idolátricas de Roma”.[21]Con gran gozo, se inició correspondencia con los cristianos valdenses.
Fieles y firmes al evangelio, los bohemios, aun en la noche de su persecución y en la hora más sombría, dirigieron su mirada al horizonte como personas que aguardan la madrugada.
[1]Wylie, lib. 3, cap. 1.
[2]Ibíd.
[3]Bonnechose, The Reformer Before the Reformation [Los reformadores antes de la Reforma], t. 1, pp. 147, 148.
[4]Ibíd., t. 1, pp. 148, 149.
[5]Ibíd., t. 1, p. 247.
[6]Jacques Lenfant, History of the Council of Constance [Historia del Concilio de Constanza], t. 1, p. 516.
[7] Bonnechose, t. 2, p. 67.
[8]D’Aubigné, lib. 1, cap. 6.
[9]Bonnechose, t. 2, p. 84.
[10]Wylie, lib. 3, cap. 7.
[11]Ibíd.
[12]Ibíd.