De nuevo Praga se vio al borde de un conflicto sangriento. Como en los tiempos pasados, el siervo de Dios fue acusado de ser “perturbador de Israel” (1 Reyes 18:17, VM). La ciudad de nuevo fue puesta bajo la censura papal, y Hus se retiró otra vez a su aldea nativa. Él había de hablar desde un escenario mayor a toda la cristiandad, antes de deponer su vida como un testigo de la verdad.
Se reunió un concilio general que debía sesionar en Constanza (al suroeste de Alemania), convocado de acuerdo con el deseo del emperador Segismundo por uno de los tres papas rivales, Juan XXIII. El papa Juan, cuyo carácter y conducta no soportaban la investigación, no se atrevió a oponerse a la voluntad de Segismundo. Los principales objetivos a conseguirse eran solucionar el cisma de la iglesia y desterrar la “herejía”. Los otros dos antipapas fueron citados para presentarse, y también se requirió la presencia de Juan Hus. Los dos antipapas fueron representados por sus delegados, y el papa Juan concurrió con mucho recelo, temiendo que se le pidiera cuenta de los vicios con que había corrompido la tiara y de los crímenes por medio de los cuales la había conseguido. Sin embargo, hizo su aparición en la ciudad de Constanza con gran pompa, asistido por eclesiásticos y un séquito de cortesanos. Sobre su cabeza había un palio de oro, sostenido por cuatro de los principales magistrados. Se llevaba delante de él la hostia, y las ricas vestiduras de los cardenales y de los nobles constituían una imponente ostentación.
Mientras tanto otro viajero se acercaba a Constanza. Hus dejó a sus amigos como quien nunca va a encontrarse de nuevo con ellos, sintiendo que su viaje lo conducía a la estaca de la hoguera. Había obtenido un salvoconducto del rey de Bohemia y también uno del emperador Segismundo. Pero hizo todos sus arreglos en vista de la probabilidad de su muerte.
El salvoconducto del rey
En una carta a sus amigos les decía: “Hermanos míos... parto con un salvoconducto del rey para hacer frente a mis numerosos y mortales enemigos... Cristo Jesús sufrió por sus muy amados; y por lo tanto, ¿habremos de extrañarnos de que él nos haya dejado su ejemplo?... Por lo tanto, amados, si mi muerte debe contribuir a su gloria, oren para que se realice rápidamente, y que él me habilite a soportar todas mis calamidades con constancia... Oremos a Dios para que yo no suprima una sola tilde de la verdad del evangelio, con el fin de dejar a mis hermanos un ejemplo excelente para seguir”.[3]
En otra carta, que escribió a un sacerdote convertido al evangelio, Hus hablaba con humildad de sus propios errores, acusándose a sí mismo “de haber sentido placer al usar ricos ropajes y haber malgastado tiempo en ocupaciones frívolas”. Entonces añadía: “Que la gloria de Dios y la salvación de las almas ocupen tu mente, y no la posesión de beneficios y propiedades. Cuida de no adornar tu casa más que tu alma; y, por encima de todo, presta atención al edificio espiritual. Sé piadoso y humilde con los pobres, y no consumas tus recursos en festines”.[4]
En Constanza, a Hus se le concedió plena libertad. Al salvoconducto del emperador se añadió una seguridad personal de protección por parte del Papa. Pero violaron estas repetidas declaraciones, y después de muy corto tiempo el reformador fue arrestado por orden del Papa y los cardenales, y arrojado en un inmundo calabozo. Más tarde fue transferido a un fuerte castillo que estaba al otro lado del Rin, y allí mantenido como preso. También el Papa fue pronto confinado en la misma cárcel,[5] habiéndose comprobado que era culpable de los crímenes más bajos, además de asesinatos, simonía, adulterio, y “pecados que no podían ser mencionados”. Pronto fue privado de la tiara. Los antipapas también fueron depuestos, y se eligió un nuevo pontífice.
Aunque el Papa mismo era culpable de crímenes mayores que los que Hus había atribuido a los sacerdotes, el mismo concilio que degradó al pontífice procedió a condenar al reformador. Su encarcelamiento excitó gran indignación en Bohemia. El emperador, poco dispuesto a que se violara su salvoconducto, se opuso a la decisión tomada contra Hus. Pero los enemigos del reformador presentaron argumentos para probarle que “no debía cumplirse la palabra empeñada con herejes, y con personas sospechosas de herejía, aunque se les hubiera provisto de salvoconductos del emperador y los reyes”.[6]
Debilitado por la enfermedad –el húmedo calabozo le produjo una fiebre que casi terminó con su vida–, Hus fue traído por fin ante el concilio. Cargado de cadenas apareció en presencia del emperador, cuya buena fe había sido empeñada para protegerlo. Mantuvo firmemente la verdad y expresó una solemne protesta contra las corrupciones del clero. Al pedírsele que eligiera entre retractarse de sus doctrinas o sufrir la muerte por medio del martirio, aceptó esto último.
La gracia de Dios lo sostuvo. Durante las semanas de sufrimiento que precedieron a su sentencia final, la paz del cielo llenó su alma. “Escribo esta carta –le decía a un amigo– en mi prisión, y con mi mano encadenada, esperando que mañana se cumpla mi sentencia de muerte... Cuando, con la ayuda de Cristo Jesús, nos encontremos de nuevo en la paz deliciosa de la vida futura, tú descubrirás cuán misericordioso se ha mostrado Dios hacia mí, cuán eficazmente me ha sostenido en medio de mis tentaciones y mis pruebas”.[7]
El triunfo previsto
En su calabozo, Hus previó el triunfo de la fe verdadera. En sueños vio al Papa y a los obispos desfigurando los cuadros de Cristo que él había pintado en los muros del palacio de Praga. “Esta visión lo perturbó. Pero al día siguiente volvió a soñar y entonces vio a muchos pintores ocupados en restaurar estos cuadros en mayor número y con colores más brillantes... Los pintores... rodeados por una inmensa multitud, exclamaron: ‘Ahora que vengan los papas y los obispos; nunca los volverán a desfigurar...’ ” Dijo el reformador: “La imagen de Cristo nunca será desfigurada. Han querido destruirla, pero será pintada de nuevo en todos los hogares por predicadores mucho mejores que yo”.[8]
Por última vez Hus fue traído ante el concilio, una vasta y brillante asamblea: estaban el emperador, los príncipes de todo el imperio, los delegados reales, cardenales, obispos, sacerdotes y una gran multitud.
Se le pidió que expresara su última decisión, y Hus declaró que se negaba a abjurar. Fijando su mirada en el monarca que en forma tan vergonzosa había violado la palabra empeñada, declaró: “Determiné, por mi propia y libre voluntad presentarme ante este concilio bajo la pública protección y la fe del emperador aquí presente”.[9] El bochorno cubrió la cara de Segismundo mientras los ojos de todos se fijaban en él.
Habiéndose pronunciado la sentencia, comenzó la ceremonia de degradación. De nuevo se lo exhortó a retractarse, pero Hus replicó, volviéndose hacia el pueblo: “¿Con qué cara me presentaría en el cielo? ¿Cómo miraría yo a las multitudes de hombres a quienes he predicado el evangelio puro? No; aprecio más su salvación que este pobre cuerpo, condenado ahora a la muerte”. Se le quitaron las ropas sacerdotales una por una, y cada obispo pronunciaba una maldición mientras realizaba su parte de la ceremonia. Finalmente “colocaron sobre su cabeza una gorra de papel en forma piramidal, en la cual había pintadas figuras de demonios, y con la palabra ‘archihereje’ bien clara al frente. ‘Muy gozosamente –dijo Hus– usaré esta corona de vergüenza por tu causa, oh Cristo, porque por mí llevaste la corona de espinas’ ”.[10]
Hus muere en la hoguera
Entonces