Cuando se encendieron las llamas en torno a él, comenzó a cantar: “Jesús, hijo de David, ten misericordia de mí”, y así continuó hasta que su voz fue silenciada para siempre. Un celoso partidario del Papa, describiendo el martirio de Hus, y el de Jerónimo, que fue realizado poco tiempo después, dijo: “Se prepararon para el fuego como si fueran a una fiesta matrimonial. No pronunciaron ningún clamor de agonía. Cuando se elevaban las llamas, comenzaron a cantar himnos; y apenas la vehemencia de las hogueras pudo detener sus cantos”.[12]
Cuando el cuerpo de Hus había sido consumido, sus cenizas se arrojaron al Rin, y éste las llevó al océano para que fueran semillas esparcidas por todos los países de la tierra. Aun en lugares en aquel tiempo todavía desconocidos habían de producir abundante fruto en forma de testigos de la verdad. La voz que se oyó en la sala del concilio de Constanza despertaría ecos en todos los siglos venideros. Su ejemplo animaría a multitudes a permanecer firmes frente a la tortura y la muerte. Su ejecución exhibió ante el mundo la maligna crueldad de Roma. ¡Los enemigos de la verdad estaban promoviendo la causa que trataban de destruir!
Sin embargo la sangre de otro testigo debía hablar de la verdad. Jerónimo había exhortado a Hus a mantener el valor y la firmeza, declarando que si cayera en peligro, él se apresuraría en su ayuda. Al enterarse del apresamiento del reformador, el fiel discípulo se preparó para cumplir con su promesa. Sin un salvoconducto se puso en marcha hacia Constanza. Al llegar, se convenció de que solamente se había expuesto a sí mismo al peligro sin la posibilidad de hacer nada por Hus. Huyó entonces, pero fue arrestado y traído de vuelta, cargado de cadenas. En su primera aparición en el concilio, sus tentativas de responder fueron apagadas con gritos: “¡A las llamas con él!”[13]Fue arrojado en un calabozo y alimentado con pan y agua. Las crueldades que rodearon su prisión le acarrearon enfermedad y amenazaron su vida; pero como sus enemigos temieron que la muerte lo librara de sus manos, lo trataron con menos severidad, aunque permaneció preso durante un año.
Jerónimo se somete al concilio
Como la violación del salvoconducto de Hus había despertado una tormenta de indignación, el concilio determinó que en lugar de quemar a Jerónimo, lo obligarían a retractarse. Se le ofreció la alternativa de retractarse o morir en la estaca. Debilitado por la enfermedad, por los rigores de la prisión y por la tortura de la ansiedad y la incertidumbre, separado de amigos y descorazonado por la muerte de Hus, la fortaleza de Jerónimo se rindió. Se comprometió adherir a la fe católica y aceptar la decisión del concilio al condenar a Wiclef y a Hus, exceptuando, sin embargo, las “sagradas verdades”[14] que ellos habían enseñado.
Pero en la soledad del calabozo vio claramente lo que había hecho. Pensó en el valor y la fidelidad de Hus y reflexionó en su propia negativa de la verdad. Pensó en el Maestro divino, que por su causa había soportado la cruz. Antes que se retractara había hallado consuelo en medio del sufrimiento en la seguridad del favor de Dios, pero ahora el remordimiento y la duda torturaban su alma. Sabía que debía hacer otras retractaciones antes que pudiera estar en paz con Roma. El camino en el cual estaba entrando podía terminar solamente en la completa apostasía.
Jerónimo se arrepiente y tiene nuevo valor
Pronto fue traído de nuevo ante el concilio. Su sumisión no había satisfecho a los jueces. Únicamente abjurando de la verdad sin reserva alguna podía Jerónimo preservar su vida. Mas ya había determinado confesar su fe y seguir a su hermano mártir hasta las llamas.
Renunció a su primera retractación, y estando a punto de morir, solemnemente exigió la oportunidad de hacer su defensa. Los prelados insistieron que él sencillamente afirmara o negara los cargos hechos contra él. Jerónimo protestó contra una injusticia tan cruel. “Me han mantenido en silencio durante 340 días en una terrible prisión –dijo él–; ahora me traen delante de ustedes, y prestan atención a mis mortales enemigos mientras se niegan a escucharme... No falten a la justicia. En cuanto a mí, soy solamente un pobre mortal; mi vida es sólo de poca importancia, y cuando los exhorto a no proceder a una injusta sentencia, hablo menos en mi favor que en el de ustedes”.[15]
Por fin se le concedió su pedido. En la presencia de sus jueces, Jerónimo se arrodilló y oró para que el Espíritu divino dominara sus pensamientos, con el fin de no hablar nada en contra de la verdad o que fuera indigno de su Maestro. Para él ese día se cumplió la promesa: “Cuando os entreguen, no os preocupéis por cómo o qué hablaréis; porque en aquella hora os será dado lo que habéis de hablar. Porque no sois vosotros los que habláis, sino el Espíritu de vuestro Padre que habla en vosotros” (S. Mateo 10:19, 20).
Por un año entero Jerónimo había estado en un calabozo, sin poder leer o aun mirar. Sin embargo sus argumentos fueron presentados con mucha claridad y poder, como si no hubiera sido perturbado por la imposibilidad de estudiar. Él señaló a sus oyentes la larga línea de santos hombres condenados por jueces injustos. En casi cada generación, los que trataban de elevar al pueblo de su época habían sido despreciados. Cristo mismo fue condenado como un malhechor en un tribunal injusto.
Jerónimo ahora declaró su arrepentimiento y presentó un testimonio de la inocencia y la santidad del mártir Hus. “Lo conocí desde la niñez –dijo él–. Era un hombre excelente, justo y santo; fue condenado pese a su inocencia... Yo estoy listo a morir. No me retractaré ante los tormentos que están preparados para mí por mis enemigos y falsos testigos, que algún día tendrán que rendir cuenta de sus imposturas ante el gran Dios, a quien nadie puede engañar”. Jerónimo continuó: “De todos los pecados que he cometido desde mi juventud, ninguno pesa tan tremendamente sobre mí y me causa tan agudo remordimiento como el que cometí en este lugar fatal cuando aprobé la inicua sentencia pronunciada contra Wiclef, y contra el santo mártir, Juan Hus, mi maestro y mi amigo. ¡Sí! Lo confieso de todo corazón, y declaro con horror que desgraciadamente me turbé cuando, aterrorizado por la muerte, condené su doctrina. Por lo tanto, suplico... al Dios Omnipotente se digne perdonarme mis pecados, y en particular éste, el más monstruoso de todos”.
Señalando a sus jueces, dijo firmemente: “Condenaron a Wiclef y a Juan Hus... Las cosas que ellos han afirmado, y que son irrefutables, yo también las pienso y las declaro, igual que ellos”.
Sus palabras fueron interrumpidas. Los prelados, temblando de rabia, clamaron: “¿Qué necesidad hay de mayor prueba? ¡Hemos contemplado con nuestros propios ojos al más obstinado de los herejes!”
Inmóvil frente a la tempestad, Jerónimo exclamó: “¡Qué! ¿Suponen que yo temo a la muerte? Me han mantenido un año entero en un terrible calabozo más horrible que la muerte misma... No puedo expresar mi asombro hacia una barbarie tan grande contra un cristiano”.[16]
Se lo entrega a la prisión y a la muerte
De nuevo rugió la tormenta de rabia, y Jerónimo fue arrastrado hacia la prisión. Sin embargo, había algunos sobre los cuales sus palabras hicieron una profunda impresión y desearon salvarle la vida. Fue visitado por dignatarios y se le aconsejó que se sometiera al concilio. Se le presentaron brillantes perspectivas como recompensa si lo hacía.
“Pruébenme por las Sagradas Escrituras que estoy en error –dijo él–, y me retractaré”.
“¡Las