¿Y entonces? ¿Estaban equivocados Callendar, Arrhenius, Keeling y todos aquellos que creían que un aumento de dióxido de carbono conllevaría un aumento de las temperaturas? Según los datos experimentales disponibles en aquel momento, sí: mientras subía la concentración del gas de efecto invernadero, bajaba la temperatura global.
Tanto es así que algunos científicos, convenientemente amplificados por algunos semanarios y periódicos, plantearon la posibilidad de estar encaminándonos hacia una nueva edad de hielo. Después de todo, encajaba con la glaciaciones cíclicas (hacía ya 12.000 años del deshielo que dio paso al Holoceno, la época geológica marcada por la expansión humana) y los datos climáticos disponibles. La revista Time titulaba, el 24 de junio de 1974: «¿Una nueva edad de hielo?» («Another Ice Age?», 1974).
La controversia y la perplejidad se extendieron al ámbito científico. En un artículo (Wigley y Jones, 1981) en Nature, de 1981, los autores comienzan así el manuscrito:
Pese a que es una creencia general que el aumento de los niveles de CO2 causarán un calentamiento global perceptible, los efectos no son aún detectables, posiblemente por el ruido de la variabilidad climática natural».
Ciento cincuenta años después de Agassiz, la variabilidad del clima era un hecho aceptado que no generaba ninguna polémica. No se veía como algo imposible que el calentamiento provocado por causas humanas –cuyos fundamentos físicos ya se conocían con exactitud– hubiera sido contrarrestado por alteraciones naturales sobre las que los humanos no teníamos ningún control.
Pero esta tampoco era la respuesta.
Solo unas semanas después, otro artículo (Hansen et al., 1981) comenzaba a entreabrir dos puertas, la del inesperado enfriamiento y la del cambio climático tal y como lo conocemos hoy en día. En la revista Science, un equipo de la NASA liderado por James Hansen explicaba sus predicciones hechas mediante modelos informáticos, con equipos y ordenadores infinitamente menos potentes y capaces que el teléfono móvil que tienes en el bolsillo. Sus resultados no dejaban lugar a dudas: al ritmo de crecimiento y de emisión de gei de la época, cabía esperar un calentamiento de 2,5 ºC en el siglo XXI, contando con la sustitución de parte de las energías fósiles por renovables.
Por eso una de las primeras frases decía:
La mayor dificultad a la hora de aceptar esta teoría ha sido la ausencia de calentamiento coincidente con el aumento histórico de CO2.
A principios de los ochenta nos encontrábamos en un punto de incertidumbre absoluta. La concentración del principal GEI continuaba aumentando y, de las cuatro décadas previas, tres habían sido de enfriamiento. ¿Y si estábamos entendiendo mal el efecto invernadero? ¿Y si en realidad no sabíamos cómo funcionaba el sistema climático? ¿Y si nos estábamos dejando algo?
LA SOMBRILLA DE HUMO Y CENIZA
Hace doscientos años no había radio, ni tocadiscos, ni videoclips, ni tampoco, claro está, canción del verano. Y sin embargo hubiera dado exactamente lo mismo, porque hace doscientos años no hubo verano.
Mientras que en Nueva Inglaterra, en Estados Unidos, se vestían con jersey y manoplas y recogían más de diez centímetros de nieve en junio (New England Historical Society), en el lago de Ginebra, entre Suiza y Francia, Mary Wollstonecraft y unos amigos miraban con desaliento por la ventana. Llovía, otra vez. El cielo estaba cenizo y uno de los presentes propuso escribir historias sobre fantasmas y temática sobrenatural. Wollstonecraft aceptó el reto de su amigo, que no era otro que Lord Byron, y de aquella noche nació Frankenstein o el moderno Prometeo, que fue publicado dos años después. Es posible que sin un verano anómalo como el de 1816 no disfrutaríamos hoy en día de toda la iconografía que rodea a Frankenstein –ni tampoco buena parte de la relativa a los vampiros, ya que otro de los que se encontraba en el lago, John Polidori, escribió El vampiro, que inspiraría posteriormente a Bram Stoker–.
Las percepciones sobre el tiempo de la que después sería conocida como Mary Shelley, que describía como lluvioso y nada estimulante, no respondían a una magnificación de los días desapacibles, como pasa a veces con nuestros recuerdos y la meteorología. Era tan solo la constatación de un verano que, en Europa Occidental, marcó temperaturas hasta 3 ºC más bajas de lo que era habitual. El culpable del frío a destiempo, sin embargo, no se encontraba en el continente, ni tan solo en aquel año. Había que buscarlo en el otro extremo del mundo, quince meses antes.
En abril de 1815, una explosión como ha habido pocas a lo largo de la historia humana sacudió la isla de Sumbawa, en Indonesia. El monte Tambora había entrado en erupción (Bessan, 2012).2 Más de 70.000 personas murieron, y las cenizas se extendieron no solo hasta miles de kilómetros de distancia, sino que también llegaron a la estratosfera. Allí, algunos de los compuestos, como el dióxido de azufre (SO2), después de experimentar reacciones de oxidación e hidratación, acabaron formando pequeñas gotas de ácido sulfúrico y agua, los llamados aerosoles de azufre estratosférico. Estos aumentaron más aún la opacidad de la atmósfera, con lo que se limitaba la penetración de los rayos del sol y, por lo tanto, el calentamiento de la superficie terrestre. El Tambora había creado una sombrilla para el planeta.
Figura 1.3 Pintura sin autoría conocida que ilustra, posiblemente, la erupción del Tambora.
La relación causa-efecto, que ahora parece tan evidente, no se descubrió hasta más de un siglo después (Conway, 2009). Aunque otros investigadores habían abordado el tema, fue el físico William Humphrey quien postuló, casi un siglo después, que la causa de la irritación de Mary Shelley era la furia de un volcán a más de 11.000 kilómetros, apenas un año antes. Sin embargo, la explicación no fue aceptada de forma inmediata, porque los registros meteorológicos de la época eran, en el mejor de los casos, precarios y poco fiables.
El Krakatoa, también en Indonesia y que entró en erupción en 1883, proporcionó más pruebas sobre el efecto de los volcanes en el clima, pero todavía eran insuficientes. No fue hasta 1991 cuando, con un instrumental infinitamente más preciso y multitud de medidas recogidas por todo el mundo, se pudo establecer definitivamente la repercusión que tenía verter miles de toneladas de ceniza volcánica a la atmósfera (Earth Observatory, 2001). El Pinatubo hizo temblar las Filipinas, y entonces sí que se pudo atribuir directamente un descenso en la temperatura global del planeta de 0,6 ºC, causada por el manto de aerosoles que bloqueaba de diez a cien veces más luz solar de lo habitual.
Así que sí, nos estábamos dejando algo. Durante las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial se produjo lo que ahora es conocido como «la gran aceleración», una época de extraordinario crecimiento económico y más extraordinario aún consumo de recursos. Se popularizó el avión como método de transporte, y el hambre por los combustibles fósiles entró en una espiral en la que todavía estamos inmersos. Al cabo de poco tiempo, es cierto, se emprendió la contención de los efectos nocivos más inmediatos, que causaron episodios como la Gran Niebla de 1952 en Londres (en inglés, The Great Smog, donde smog es la concentración de smoke, ‘humo’, y fog, ‘niebla’), que provocó entre 4.000 y más de 10.000 muertes según distintas estimaciones. Parecía claro que el desarrollo necesitaba hacerse más limpio. Y fue a partir de aquella época cuando se impulsaron una batería de leyes ambientales, donde la Clean Air Act de Estados Unidos (firmada en 1963 y heredera de la Air Polluction Act de 1955) tiene un papel sobresaliente, por el liderazgo y por cómo actuaba sobre el país más contaminante del mundo.
Cuando toda la normativa se hizo efectiva y algunas emisiones de partículas tóxicas comenzaron a disminuir, también fue adelgazándose la sombrilla atmosférica que nosotros mismos habíamos creado, dejando pasar más luz (¡a algunas ciudades británicas ni siquiera llegaban el 50 % de los rayos solares a nivel de tierra!). Y esto al mismo tiempo que las emisiones de gei se aceleraban cada vez más.
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