El siglo XIX había sido el de los descubrimientos, el de la transformación y el empequeñecimiento del mundo, el de la colonización. El del «cambio por el cambio», según Lewis Mumford. El siglo en el cual llegamos a todas las partes del planeta y soñábamos, como Jules Verne, con traspasar y dejar atrás la frontera planetaria. En el imaginario colectivo, el ser humano era el triunfador absoluto de la evolución que Darwin había desvelado, y ejercía disciplinada y entusiasmadamente el papel que se le había otorgado en la cosmovisión judeocristiana: el de someter a todos los animales y plantas que vivían, y extraerles el máximo rendimiento. También, sin embargo, era una época en la que se certificó la capacidad de transformación de la «naturaleza inanimada», como decía el subtítulo del libro (Sherlock, 1922) de Robert Lionel Sherlock El hombre como un agente geológico, publicado en 1922.
A pesar de algunos trabajos posteriores de Arrhenius, quien continuó investigando la cuestión (y tratando de explicarlo al público en su libro de 1908, La creación de los mundos), y las aportaciones de otros coetáneos, notablemente el geólogo norteamericano T. C. Chamblin, no fue hasta los trabajos de Guy Stewart Callendar al final de la década de 1930 cuando la teoría del calentamiento antropogénico del planeta tomó verdadera fuerza. Dentro del triunfalismo imperante sobre el papel de la humanidad (no tanto sobre la historia propia de los humanos, en un momento convulso y trágico), Callendar, un ingeniero aficionado a la meteorología, publicó en 1939 un trabajo (Callendar, 1939) en The Meteorological Magazine en el que relacionaba, de forma explícita, el aumento de las temperaturas –entonces ya detectable– y el incremento en la concentración atmosférica de CO2. La revista Time se hizo eco al cabo de poco tiempo. No obstante, Callendar, igual que Arrhenius, tampoco entendía el calentamiento como un problema, sino como una forma inesperada y bienvenida de retardar el retorno de una nueva edad del hielo. El mundo, además, se enfrentaba entonces a la segunda gran guerra en veinte años, y estas cuestiones desaparecieron de la actualidad de aquel momento, engullidas por los pozos de petróleo y el humo de los tanques.
En un artículo aparecido en junio de 2016 en el portal científico Naukas, Pedro Hernández (2016) hace un exhaustivo repaso de los avisos sobre el cambio climático de los que la prensa se ha hecho eco en las últimas décadas. Inicia la cronología con Callendar, para detenerse en un reportaje de una revista de 1950 titulado «¿Se calienta el mundo?» (Abarbanel y McClusky, 1950). En un pie de fotografía, como la que se puede ver en la figura 1.1, se lee: «Combatiendo el calor bajo una boca de incendios en Dallas, estos niños de Texas quizá piensen que ahora hace calor, pero tienen muchas probabilidades de crecer en un mundo más caliente del que sus abuelos nunca conocieron».
Figura 1.1 Imagen del Saturday Evening Post, julio de 1950.
Resulta chocante que un pie de fotografía sobre un tema que consideramos actual en 2016, y que podría aplicarse a cualquier escena veraniega, se escribiera hace más de sesenta años. Aquel mismo año el asunto también se trató de forma menos distendida en otra pieza clave, «El clima cambiante» de George T. Kimble (1950), en la prestigiosa revista Scientific American. La pregunta, que se formulaba al inicio del texto y que sintetizaba el debate sobre el cambio climático que brotaría con violencia a finales de los años ochenta y durante la década de los noventa, era:
¿Qué es exactamente lo que le está pasando a nuestro clima? ¿Es una mera fluctuación a corto plazo, o está en marcha un cambio a largo plazo?
Y a pesar del artículo de Kimble, a pesar de esta pregunta y las evidencias que se habían acumulado en torno a la relación entre las actividades humanas, la composición atmosférica y la temperatura planetaria, a pesar de más certezas que se acumularían en años siguientes, a pesar de los intentos de insertar el debate en la esfera pública y condicionar la política energética en el caso de Estados Unidos, la discusión no transcendió más allá de la anécdota y una preocupación creciente en círculos restringidos.
La pregunta es: ¿por qué?
EL VOLCÁN QUE LUCHABA CONTRA EL GIGANTE DE HIELO
Es habitual que en ciencia le pongan tu nombre, si la contribución ha sido suficientemente notable y singular, a una ley física, una reacción química o un planteamiento matemático. De aquellas personas que han pasado hasta el momento por estas páginas, hay unas cuantas cuyo nombre pervive en los libros de texto como el de una parcela del conocimiento científico y del saber compartido de nuestra especie.
Charles David Keeling tiene el honor, no exento de cierta opresión, de estar de actualidad permanente, y que cada año nos fijemos en la curva que lleva su nombre. La curva de Keeling1 es la gráfica más famosa de todas aquellas que tienen que ver con el cambio climático. Constituye el mensaje más claro y potente del acierto de Callendar, y de cómo de justificada estaba la preocupación de aquellos que se planteaban, allá por la década de 1950, si no debíamos estar trastocando demasiado las cosas.
Figura 1.2 Curva de Keeling. CO2 atmosférico en el Observatorio de Mauna Loa (datos a fecha de agosto de 2016).
Keeling, que había desarrollado un instrumento para medir con exactitud el dióxido de carbono en el aire, fue persuadido de continuar con su investigación en este campo por Roger Revelle, uno de los primeros científicos que estudió el calentamiento global por causas humanas, y también uno de los que hicieron posible el Año Internacional de la Geofísica, que acercó a científicos de los dos bandos de la guerra fría. Al cabo de poco tiempo, Keeling recibió financiación para establecer una base en Hawái, en el volcán Mauna Loa. La base se encontraba a miles de kilómetros del continente y también a 3.000 m, y este aislamiento no era casual: para medir la concentración de CO2 sin interferencias (como lo serían las ciudades, las fábricas o las infraestructuras) era necesario alejarse de la civilización.
La curva empieza en 1958 con un valor de 315 ppm (partes por millón, que quiere decir que de cada millón de moléculas del aire 315 son de CO2) y, desde entonces, no ha dejado de mostrar un aumento año tras año de la concentración del gas. Las variaciones mensuales, que le dan su característica forma de sierra, son debidas a los efectos de la vegetación: la mayor parte de las tierras emergidas se encuentra al norte del ecuador, y en la época de crecimiento (primavera-verano) capturan significativamente más carbono que en el otoño y el invierno. Keeling había hecho la fotografía perfecta de cómo respiraba la Tierra. Desgraciadamente, la tendencia de ascenso permanente permanece inmutable.
El dióxido de carbono, en las concentraciones actuales, no es tóxico; para envenenarnos respirando, la concentración tendría que ser mucho, mucho mayor de la que hemos alcanzado –o que previsiblemente alcanzaremos en el medio plazo–. La preocupación de Keeling al ver los datos no respondía, pues, a una amenaza inmediata de una nueva forma de contaminación, como sí que era el caso de otros subproductos de la combustión de combustibles fósiles (el plomo cuando se añadía como aditivo a la gasolina o los compuestos de azufre y partículas pequeñas que se liberan cuando se quema el carbón). La preocupación tenía que ver con la consciencia de estar perturbando una cosa enorme y desconocida como es el sistema climático, y estar haciéndolo a tientas, con los ojos vendados, sin saber exactamente qué botones tocamos ni qué nos encontraremos cuando encendamos la luz.
Mientras Keeling anotaba los datos desde Mauna Loa y los compartía con el resto de la comunidad científica, un hecho inesperado aconteció por todo el mundo: la temperatura media del planeta estaba disminuyendo. Hasta más allá de 1980 la temperatura