Ciertamente no es este el lugar para buscar posibles terrenos de mediación entre posiciones tan encontradas, algo de lo que los propios protagonistas del debate se confiesan incapaces.6 Desde luego, más allá de la cuestión del equilibrio recíproco entre las diferentes facetas de la musicología, las reflexiones de Gozza defienden con pasión la necesidad –al menos en el caso de la música europea–no solo de la historia de la música, sino del enjuiciamiento histórico-crítico de la propia disciplina: como subraya Juan José Carreras en su ensayo introductorio para este volumen, si, por un lado, la perspectiva histórica garantiza la continuidad de la música clásica, desde el punto de vista epistemológico «establece estructuras o marcos interpretativos generales que representan consensos más o menos estables de la disciplina y que tienen una importante función en la formación académica de los musicólogos». Cuando, además de esto, subraya la escasa propensión de la musicología española para este tipo de reflexión, y menos en relación con análogos estudios realizados fuera del país, el propio Carreras aclara el sentido y la necesidad de este libro.
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Los siete ensayos que aquí se proponen componen una valiosa visión de conjunto de la historiografía musical europea entre aproximadamente 1870 y 1936, es decir, el momento de su consolidación como disciplina científica (en algunos casos, también universitaria), en cuatro países de la Europa occidental: Alemania, España, Francia e Italia. Cada contribución gira en torno a un personaje destacado de las diferentes tradiciones nacionales, de manera que las cuestiones y los debates que caracterizaron esta época fundacional son abordados no en abstracto, sino a partir de las preocupaciones y los planteamientos de algunos de sus protagonistas –y también, más en concreto, a partir de los escritos que se recogen en la segunda parte del volumen, en los que esas preocupaciones y planteamientos encuentran una formulación.7
La pujanza de la musicología en lengua alemana –con una centenaria tradición de estudios imbricada en una vida musical sin paragón en Europa, y a punto de implantarse sólidamente en un eficiente sistema universitario–, así como la precisión y el refinamiento de sus planteamientos metodológicos, junto con la solidez de sus resultados, la convirtieron en referente ineludible para los investigadores de todo el continente europeo. La centralidad de la Musikwissenschaft aumenta el interés de la contribución de Anselm Gerhard. El cual arranca precisamente de la constatación de esa primacía para reconocer, en una disciplina aparentemente monolítica, el influjo de cuatro paradigmas –filológico, teológico, teleológico y aislacionista– que condicionan, para bien y para mal, el desarrollo de la musicología del área alemana hasta la década de 1980. No siempre formulados de manera explícita en una reflexión teórica, estos sistemas de pensamiento determinan la metodología (sobre todo el primero y el último) y, más aún, la propia agenda musicológica, donde inciden en la selección de temas de investigación –induciendo una preferencia por el estudio de partituras frente a acontecimientos musicales; o por compositores protestantes frente a católicos; o bien por repertorios identificados como cumplida expresión de la Historia frente a otros heterogéneos–; y también influencian los conceptos interpretativos, como en el caso, por ejemplo, del mayor aprecio por rasgos que denoten pureza/profundidad frente a sensualidad/superficialidad. El católico Peter Wagner (1865-1931), figura central de la investigación del canto litúrgico y primer musicólogo elegido como rector de una universidad (la de Friburgo, en Suiza), es la figura que Gerhard hace destacar –aprovechando las referencias históricas y metodológicas en su discurso de investidura– en medio de una larga galería de otros eminentes investigadores, en un ensayo fundado en una rica prosopografía.
En el artículo de Remy Campos y Philippe Vendrix, al contrario, el centro de la escena está ocupado por un solo personaje: Jules Combarieu (1859-1916), cuya trayectoria se sigue desde sus estudios en la Sorbona –completados en Berlín con Philipp Spitta–hasta sus últimas publicaciones justo antes de la Primera Guerra Mundial. De esta forma, Campos y Vendrix dan cuenta de la relevante actividad –fundación de la pionera revista Revue musicale (1900), enseñanza en el Collège de France y en la École des Hautes Études Sociales, concepción de ambiciosos proyectos editoriales–de un personaje comprometido, además, con la crítica y la pedagogía. Y, al mismo tiempo, de los bandazos metodológicos de una personalidad tentada igualmente por el método historicista alemán y la filología benedictina de Solesmes, por las sugestiones de las ciencias sociales francesas y por los modelos evolucionistas de procedencia inglesa, y preocupado, además, por diferenciarse con respecto a una musicografía tradicional ligada más al entretenimiento mundano que a la investigación científica. La larga cita con que concluye el artículo, en la que Combarieu evoca una conversación con Pierre Aubry (1874-1910), es reveladora de lo que el método histórico-filológico significó, en términos de confianza, en el propio método y certeza de los resultados, frente al cultivo de otras inquietudes, emprendido con mayor eclecticismo y casi con cierta ingenuidad.
La búsqueda de la objetividad garantizada por un positivismo de método (y no filosófico) caracteriza asimismo el trabajo del musicólogo italiano Oscar Chilesotti (1848-1916), propuesto como representante de la generación activa inmediatamente después de la unificación italiana en la contribución de Ivano Cavallini. Como otros coetáneos, y en sintonía con la historiografía literaria, Chilesotti concibe casi una historia natural de la música, reconducible a una evolución –en términos biológicos– de diferentes géneros musicales. Una metodología dirigida a evitar que la narración histórica quedara reducida a la yuxtaposición de retratos de grandes compositores en un museo imaginario, pero también una respuesta en la que el cientifismo es el medio para distanciarse del subjetivismo de la anterior musicografía romántica por parte de una disciplina aún en ciernes, que se había dotado de un órgano de debate público –la Rivista Musicale Italiana, publicada en tres periodos entre 1894 y 1955–, pero que tenía escasos o nulos reconocimientos institucionales o académicos. La percibida necesidad de construir una identidad nacional, tras la reciente proclamación del Reino de Italia (1861), también condicionaría el trabajo de los primeros musicólogos italianos, comprometidos en la tarea de instituir una unidad algo artificial en los datos ofrecidos por una documentación histórico-musical que, al igual que en el caso de la literatura, apuntaba más bien hacia marcadas diferencias regionales.
No menos sugerentes resultan los cuatro ensayos dedicados a figuras y momentos de la musicología española. Para abordar a los dos historiadores que toma en consideración –Rafael Mitjana (1869-1921) y José Subirá (1882-1980)–, Pilar Ramos comienza reflexionando sobre algunos mitos historiográficos característicos de la musicología española: la idea esencialista de una pureza de la música del Siglo de Oro, enjuiciada críticamente bajo el sello del misticismo; la convicción de que una «invasión italiana» habría dado al traste con esa pureza entre los siglos XVIII y XIX, y, finalmente, el lugar común según el cual las grandes narraciones de