Esa fue la primera vez que tuve una regresión. Recordé al cura de la parroquia de mis padres. Sentí ganas de contarle que sus sospechas acerca de la reencarnación eran reales. Después recordé a mi Maestra cuando nos habló la primera vez del ser interno y supe que era cierto. Ahora no tenía absolutamente ninguna duda sobre esto.
Tengo la convicción de que la vida es un viaje a este planeta-escuela para aprender lecciones que nos permitirán evolucionar. Para esto vivimos muchas experiencias que nos mostrarán si logramos aprobar el nivel y pasar al siguiente. De lo contrario, volvemos al punto de partida. No es extraño sentir que vivimos la misma escena una y otra vez, donde solo cambian los actores y la escenografía, pero la trama se mantiene. En estas escenas, si actuamos nuestro papel usando el mismo guion, obtendremos el mismo cierre. Si no prestamos atención, comenzamos a creer que la vida es así, encerrándonos dentro de un realismo que nos paraliza.
Mi travesía a este planeta comenzó en el vientre de mi madre. En ese período de transición mi conexión con lo divino era equivalente a la unión con mi mamá a través del cordón umbilical y la placenta. La contención con la divinidad, que me envolvía y protegía, era equivalente al líquido amniótico de la bolsa uterina. Toda mi energía estaba al servicio del desarrollo y término de mi gestación.
Mi viaje incluía un programa de lecciones previamente acordadas para lograr mi cometido. En mi equipaje estaban mis talentos y los recursos que requería para tener éxito en esta nueva vida. Todo lo que necesitaba entender se me revelaría conforme a mi avance. Existía un detalle: toda esta claridad no sería tangible al momento de encarnar. Desde el momento de nacer tendría que encontrar mis claves para la decodificación en un mundo donde no había cabida para el misterio y el asombro.
Siempre admiré en los bebés su confianza para expresar libremente sus emociones. Su convicción en su propia capacidad creadora está intacta. La pregunta que me mantuvo ocupada por mucho tiempo fue: “si yo también fui bebé, ¿qué pasó con el entendimiento de mi perfección?”.
Fui descubriendo que durante mi niñez y adolescencia no recibí las claves correctas para conectarme con mi capacidad creadora, ni para desarrollar mis talentos y dones. Por el contrario, recibí mucha información impregnada de miedo, culpa, tristeza y rabia. Terminé por adoptar una realidad que me excluía de la posibilidad de cambiar y de ser protagonista de mi vida. Era como partir a un viaje de estudios y terminar en otro país completamente desconocido y sin pasaporte.
Si supieran quién soy, no me querrían
En la previa a mi nacimiento, las apuestas a favor de que el segundo hijo de mis padres fuera un varón eran muy superiores a que naciera una niña. A mi papá, si bien le gustaba la idea, no estaba ansioso por ello. Contrariamente mi mamá estaba convencida que por fin tendría a su primer hijo varón; sus comadres así lo pronosticaban por la forma de la panza y otras creencias de ese estilo.
Todo estaba dentro de lo esperado hasta que llegó la fecha estimada para el parto. Sin embargo, para ese día mi mamá todavía no había tenido contracciones. El atraso de mi llegada fue aumentando sin ningún motivo aparente. El obstetra le comunicó a mi madre que, si bien todo se veía normal, esperaría algunos días más. Si no, procedería a una cesárea. El último día del plazo llegaron las ansiadas contracciones y después de un parto relativamente expedito, nací. Cuando el doctor le informó a mi mamá que yo era una niña, ella lloró desconsolada, porque ansiaba la llegada de un hijo.
Nelly, mi madre, después del desencanto inicial rápidamente me aceptó como su nueva hija y se ocupó de lubricar mi piel de recién nacida, que se había secado por la excesiva permanencia en la bolsa uterina. Finalmente buscó un nombre adecuado para mí, porque solo había tenido uno en mente: Rodrigo.
Descubrí que mi demora para nacer era por temor a no ser acogida como nueva integrante de mi familia, ya que esperaban a otra persona
Muchos años después descubrí que mi demora para nacer era por temor a no ser acogida como nueva integrante de mi familia, ya que esperaban a otra persona. Apareció en mi vida apenas tuve conciencia una sentencia que me acompañaría por muchos años: “Si supieran quién soy, no me querrían”.
Nuestra vida está llena de respuestas que se manifiestan abiertamente para que las podamos ver. A medida que estemos atentos ganaremos expertiz y podremos encontrar nuestras claves para la decodificación de nuestro programa. Algunas veces las respuestas están atrapadas en nuestro árbol genealógico por lo que se hace necesario mirar hacia atrás, antes de nuestro tiempo.
Mis ancestros
Siempre llamó mi atención un profundo sentido de orfandad y abandono que me dificultaba pertenecer a cualquier grupo o entidad. No me hacía sentido dado que nunca había sido abandonada. Todo lo contrario, mis padres, en especial mi madre, siempre estuvieron pendientes de mí y de mis hermanas. En mi juventud supuse que se debía a mi timidez, pero a pesar que fui trabajándola con buenos resultados, ese sentimiento seguía arraigado.
Mirando mi árbol genealógico pude comprender todos los cruces de destinos que sucedieron en el pasado para que pudiera nacer, vivir y contar la historia que he tenido.
Mi familia por parte de mi padre estaba compuesta por personas de gran esfuerzo. Mi abuelo, un hombre maravilloso, tuvo que crecer rápidamente para hacerse cargo de su familia por la temprana partida de su padre. Mi abuela, una mujer espléndida, tuvo una difícil niñez de abandono que finalmente afectó su psiquis de adulta joven, presentando cuadros de esquizofrenia. Ella hablaba poco, pero le encantaban los paseos al campo o la playa. Mis abuelos tuvieron un hermoso matrimonio que terminó con la partida de mi abuela después de un infarto. Mi abuelo, de pura pena, la siguió dos años después.
Mi papá era un niño de unos siete años cuando su mamá tuvo que ser internada por su esquizofrenia. Junto a su hermano un año menor tuvieron que aprender a vivir solos porque mi abuelo los tenía que dejar encargados para poder ir a trabajar. Esta dura infancia hizo de mi padre un hombre fanfarrón que escondía al niño asustado que tenía en su corazón.
Mi familia por parte de mi madre se dedicaba a la agricultura. Hijos del rigor y la austeridad. Los padres de mi abuela Raquel tuvieron seis hijos, que siendo niños sufrieron la partida de su padre. Su madre, Petita, crió sola a sus hijos, con mucho esfuerzo y valentía.
Mi abuelo materno, Ramón, también fue huérfano de madre se crio con su padre y madrastra. Mis abuelos se casaron jóvenes. Raquel tenía 17 años y Ramón, 19. Su matrimonio duró apenas once años; mi abuela falleció a los 28 años, dejando a sus cinco hijos huérfanos.
Mi abuelo Ramón, después de unos años, se volvió a casar. Mi madre fue criada por su abuela Petita, que ya no era tan joven. Ella sentía que no le quedaba mucho tiempo y entrenó a mi mamá para poder llevar la casa. Después de un accidente cardiovascular ella también se marchó. La vida no espera y a los catorce años mi mamá se hizo cargo de la casa hasta los 23 años, cuando decidió emigrar a Santiago.
Siempre me sentí más cercana a mi familia materna. Fue una grata sorpresa cuando, ya cercana a mis 30 años, mi madre me mostró una foto de Raquel, un año antes de morir. Quedé impresionada al ver el enorme parecido que teníamos. Los ojos, forma del rostro, nariz. Fue como verme en otra época.
Me llamó la atención que el común denominador de ambas ramas eran relatos de huérfanos y abandonados. En mi ADN estaba el miedo heredado al abandono y la no pertenencia. Por esta razón no era suficiente con observar mi vida desde mi nacimiento. La memoria de mi vida también estaba en mis células.
Honro a mis ancestros y agradezco ser parte de su descendencia. Fueron personas que, a pesar de haber tenido vidas difíciles,