Como vemos, el alcalde franquista detentaba la totalidad del ejercicio del poder en su municipio desde los puntos de vista político y administrativo, a excepción de las atribuciones expresamente conferidas a otros organismos. Resultaba el máximo exponente del régimen a escala municipal o, en otras palabras, el último eslabón de la cadena centralizadora. Destacó, sobre cualquier otra consideración, su carácter de delegado gubernativo, algo que no se modificó a lo largo de todo el régimen, incluso con la nueva ley de 1975. En este sentido, en 1977, cuando todavía se mantenía la organización de los ayuntamientos impuesta por la dictadura, se afirmaba lo siguiente:
La ley de 1945 ‘fabrica’ un alcalde para hacer tanto a nivel municipal como, sobre todo, estatal en la localidad [...] El alcalde es poder [...] El alcalde es el instrumento a través del cual el Estado va a realizar su política a nivel municipal, quedando cualquier otra consideración totalmente relativizada; a la vez que las formas jurídicas de este órgano –presidencia del ayuntamiento, jefatura de la Administración Municipal, delegación gubernativa– son meras coberturas de ese poder actuante desde instancias externas al municipio.9
Pero lo cierto es que las amplias atribuciones que le fueron otorgadas por la legislación franquista propiciaron una profunda inflexión en el contenido esencial del concepto de alcalde, hasta el punto que puede considerarse como el giro más importante de los operados en la evolución interna de la institución en su historia desde los comienzos del constitucionalismo. En efecto, la dictadura concedió a los primeros ediles un sentido general que les equiparaba a los corregidores de los pueblos en su versión decimonónica, cuya principal función fue la de facilitar la intervención central y su control sobre los ayuntamientos. Paralelamente a ello, su poder era también equiparable al de los gestores en un estado de excepción. Ambas características se concentraron en los alcaldes de la ciudad de Valencia una vez la autoridad central iba perdiendo entidad y entrando en crisis terminal. Asimismo, la ley estableció, en la línea con la propia esencia del régimen, la duración indefinida del cargo, circunstancia que nuevamente recibió las críticas de ciertos sectores críticos dentro del régimen que apostaban por una limitación de mandato. Los ceses eran decididos por el ministro de la Gobernación «por razones de interés público» creando un grado de incertidumbre y discrecionalidad que favorecía el control de poder central y una lealtad ciega de sus delegados municipales.
Además del alcalde, los ayuntamientos franquistas estaban compuestos por un número de concejales proporcional al conjunto de residentes en el término municipal correspondiente. La escala utilizada, expresada a continuación, favorecía a los municipios menores donde la relación edil/vecinos era más representativa que en las poblaciones mayores (tabla 1).
TABLA 1
Número de concejales por número de población
Pero lo cierto es que estos ediles tenían escasa capacidad de decisión política y resultaban, más bien, delegados de los alcaldes en determinadas barriadas o asuntos municipales por él establecidos. La última decisión en todos los aspectos de la vida municipal era competencia del alcalde, principal administrador de las prebendas y sobre el que recayó la última responsabilidad de gobierno. Aunque esta realidad fue así durante todo el régimen, lo cierto es que la elección de estos concejales fue utilizada como una forma de establecer los principios de la democracia orgánica que éste propugnaba. Así, a partir de 1948 hasta 1973, se sucedieron elecciones municipales por tercios para renovar a parte de los concejales, siendo las del tercio familiar, como veremos a continuación, fundamentales para entender la evolución y composición diversa de los consistorios del franquismo.
EVOLUCIÓN DE LA INSTITUCIÓN MUNICIPAL EN EL FRANQUISMO: ELECCIONES POR TERCIOS, RENOVACIÓN Y PROBLEMÁTICAS MUNICIPALES
Las elecciones por tercios constituyeron, desde 1948, una cita clave para entender la relativa renovación municipal del franquismo. Llama la atención, por tanto, los escasos estudios sobre estos procesos electorales consecuencia clara de la ausencia de documentación relevante sobre el tema en archivos locales o estatales.10
Siguiendo la normativa electoral consignada en la legislación municipal, la elección de una parte de los ediles de cada ayuntamiento correspondía a los representantes de los vecinos cabezas de familia de cada localidad, entendiendo tales a las personas de quienes dependían otras que necesariamente debían vivir en el mismo domicilio. Una cooptación que se realizaba a través de la celebración de comicios populares de carácter obligatorio entre los inscritos en el censo electoral de cabezas de familia. Otra parte era designada por los organismos sindicales radicados en el término municipal y en este caso los electores eran los compromisarios nombrados por las juntas sindicales locales. Finalmente, la elección del último tercio se efectuaba conjuntamente por los concejales de los otros dos grupos entre los miembros de las entidades económicas, culturales y profesionales no encuadradas en la Organización Sindical o, en su defecto, entre vecinos de reconocido prestigio a partir de una lista propuesta por el gobernador civil. Y estos planteamientos no se modificaron en toda la dictadura.
Dichas elecciones «semicompetitivas» o «no competitivas» del tercio sindical, familiar y de corporaciones respondieron a un intento por ganar legitimidad y a una defensa de los principios de la democracia orgánica donde el municipio aparecía como uno de sus pilares fundamentales. Pero lo cierto es que era muy desigual el procedimiento de elección –directa en el caso de los cabezas de familia, o de segundo grado los del sindical, pasando por la cooptación del tercio de corporaciones– incurriendo, por tanto, en un principio de contradicción frente a la presumible igualdad de oportunidades dictada en las Leyes Fundamentales.11
Este criterio de desigualdad también se detectó en la regulación de las campañas electorales que quedaban establecidas por decreto prohibiéndose la participación de cualquier asociación en el desarrollo de la misma o del escrutinio posterior. La campaña electoral era más bien pobre, debían ser actos públicos y muy controlados, inclusive la propaganda y las cuñas publicitarias. Es por ello que la legislación de la misma obstaculizaba la labor de difusión de los candidatos considerados independientes pues no gozaban del apoyo de sectores en el poder. Además, la lucha electoral fue prácticamente inexistente, aunque eso no quiere decir que, de manera excepcional, se sucediera un encorsetado enfrentamiento y que, en ocasiones, resultase elegido el candidato «no oficial». Ello ocurrió en ciertos momentos del tardofranquismo y resultó clave para entender procesos como el de 1966 o 1976. Este último año fue el de la renovación de los presidentes de las corporaciones tras la nueva ley de 1975 y que, para el caso del Ayuntamiento de Valencia, resultó fundamental, como veremos.
Con estos procesos electorales, el régimen franquista pretendió generar una base social de amplio apoyo y formar una comunidad política de afines participantes en los procesos electorales, algo que no consiguió atendiendo a los bajos índices de participación de todos los procesos. Con nuestro análisis, la caracterización realizada por algunos autores de considerar estos procesos electorales como salida del franquismo para solucionar una carencia, nos parece altamente insuficiente. Estas fórmulas corporativas ya existían durante la dictadura de Primo de Rivera, sobre todo en organizaciones patronales y empresariales para participar activamente en los órganos de representación política inorgánica. En el caso de la dictadura franquista, recurrir a procesos de elección continua supuso una legitimación institucional