Sed, pues, conscientes poseedores de la fuerza bendita que lleváis dentro de vosotros mismos. No creáis, sin embargo, que ella esté exenta de malograrse y desvanecerse, como un impulso sin objeto, en la realidad. De la Naturaleza es la dádiva del precioso tesoro; pero es de las ideas, que él sea fecundo, o se prodigue vanamente, o fraccionando y disperso en las conciencias personales, no se manifieste en la vida de las sociedades humanas como fuerza bienhechora. (Rodó, 1993, p. 7)
A renglón seguido, recurriendo a la Antigüedad griega, se pregunta Rodó:
¿No nos será lícito, a lo menos, soñar con la aparición de generaciones humanas que devuelvan a la vida un sentimiento ideal, un grande entusiasmo; en las que sea un poder el sentimiento; en las que una vigorosa resurrección de las energías de la voluntad ahuyente, con heroico clamor, del fondo de las almas, todas las cobardías morales que se nutren a los pechos de la decepción y de la duda? ¿Será de nuevo la juventud una realidad de la vida colectiva, como lo es de la vida individual? (1993, p. 8)
El acento en el individuo no aparece en Rodó como simple ingenuidad voluntarista. La educación, espacio privilegiado para el ensayista uruguayo en la construcción del futuro, era necesario hacerla en relación con otros y en la confrontación permanente. “Ninguna firme educación de la inteligencia puede fundarse en el aislamiento candoroso o en la ignorancia voluntaria” (1993, p. 9). No se trata de individuos que mediante su acción prefiguren el mundo social futuro, sino del lento proceso de transformación que se opera a través de la educación. Por esto, el Próspero del Ariel hablando de la humanidad del futuro les dice a sus discípulos:
No seréis sus fundadores, quizá; seréis los precursores que inmediatamente la precedan. En las sanciones glorificadoras del futuro, hay también palmas para el recuerdo de los precursores. Edgar Quinet, que tan profundamente ha penetrado en las armonías de la historia y la naturaleza, observa que para preparar el advenimiento de un nuevo tipo humano, de una nueva unidad social, de una personificación nueva de la civilización, suele precederles de lejos un grupo disperso y prematuro, cuyo papel es análogo en la vida de las sociedades al de las especies proféticas de que a propósito de la evolución biológica habla Héer. El tipo nuevo empieza por significar, apenas, diferencias individuales y aisladas; los individualismos se organizan más tarde en “variedad”; y por último, la variedad encuentra para propagarse un medio que la favorece, y entonces ella asciende quizá al rango específico: entonces —digámoslo con las palabras de Quinet— el grupo se hace muchedumbre, y reina. (1993, p. 50)
Asimismo, para no generar la ilusión de que una acción bien intencionada de individuos genera de inmediato las transformaciones que se desean, Próspero les dice a sus discípulos:
Acaso sea atrevida y candorosa esperanza creer en un aceleramiento tan continuo y dichoso de la evolución, en una eficacia tal de vuestro esfuerzo, que baste el tiempo concedido a la duración de una generación humana para llevar en América las condiciones de la vida intelectual, desde la insipiencia en que las tenemos ahora, a la categoría de un verdadero interés social y a una cumbre que de veras domine. Pero, donde no cabe la transformación total, cabe el progreso; y aun cuando supierais que las primicias del suelo penosamente trabajado, no habrían de servirse en vuestra mesa jamás, ello sería, si sois generosos, si sois fuertes, un nuevo estímulo en la intimidad de vuestra conciencia. La obra mejor es la que se realiza sin las impaciencias del éxito inmediato; y el más glorioso esfuerzo es el que pone la esperanza más allá del horizonte visible; y la abnegación más pura es la que se niega en lo presente no ya la compensación del lauro y el honor ruidoso, sino aun la voluptuosidad moral que se solaza en la contemplación de la obra consumada y el término seguro. (1993, p. 52)
En conexión con el activo papel del individuo en el proceso social, está la crítica que hace Rodó del utilitarismo. En esta forma de ver y hacer el mundo, ve apenas un estadio en el curso de construir un ser humano apropiado de todo su ser, como era su utopía. La crítica de Rodó al utilitarismo no es la de cuño conservador que se hiciera, por ejemplo, en Colombia, en la que se lamentaba una reducción de lo humano a un sensualismo superficial y, ante todo, anticatólico (Parra, 2002). El utilitarismo en el Ariel es objeto de crítica, porque no le permite al ser humano desarrollar plenamente todas sus capacidades, lo limita a lo presente e inmediato y no le deja visualizar un futuro que no esté atado a la acción presente. Esta crítica la enlaza Rodó al propósito que para él debe tener la educación: no es la preparación para el presente, para las demandas del mercado se diría hoy, sino para el porvenir, es decir, para lo que está por construirse como superación del presente. La educación para el hoy está soportada en un concepto “falsísimo y vulgarizado” que
la imagina subordinada exclusivamente al fin utilitario, se empeña en mutilar, por medio de ese utilitarismo y de una especialización prematura, la integridad natural de los espíritus, y anhela proscribir de la enseñanza todo elemento desinteresado e ideal, no repara suficientemente en el peligro de preparar para el porvenir espíritus estrechos que, incapaces de considerar más que el único aspecto de la realidad con que estén inmediatamente en contacto, vivirán separados por helados desiertos de los espíritus que, dentro de la misma sociedad, se hayan adherido a otras manifestaciones de la vida. (Rodó, 1993, p. 11)
La queja contra el utilitarismo de la fragmentación del ser humano no estaba inspirada en una nostalgia por una totalidad perdida por culpa del desarrollo moderno. Antes, por el contrario, reconoce en el utilitarismo un paso adelante en el proceso humano, porque ha permitido el incremento del control de las fuerzas de la naturaleza, y que en un futuro puede ser posible reconciliar con la totalidad del ser humano. En palabras de Rodó:
La inculpación de utilitarismo estrecho que suele dirigirse al espíritu de nuestro siglo, en nombre del ideal, y con riesgos de anatema, se funda, en parte, sobre el desconocimiento de que sus tiránicos esfuerzos por la subordinación de las fuerzas de la naturaleza a la voluntad humana y por la extensión del bienestar material, son un trabajo necesario que preparará, como el laborioso enriquecimiento de una tierra agotada, la florescencia de idealismos futuros. La transitoria predominancia de esa función de utilidad que ha absorbido a la vida agitada y febril de estos cien años sus más potentes energías, explica, sin embargo, ya que no las justifique, muchas nostalgias dolorosas, muchos descontentos y agravios de la inteligencia, que se traducen, bien por una melancólica y exaltada idealización del pasado, bien por una desesperanza cruel del porvenir. Hay, por ello, un fecundísimo, un bienaventurado pensamiento, en el propósito de cierto grupo de pensadores de las últimas generaciones, entre los cuales sólo quiero citar una vez más la noble figura de Guyau, que han intentado sellar la reconciliación definitiva de las conquistas del siglo con la renovación de muchas viejas devociones humanas, y que han invertido de esa obra bendita estos tesoros de amor con genio. [El subrayado es mío] (1993, p. 23)
La superación del utilitarismo conduciría a un ser humano con capacidad de explorar todas las áreas se su propia construcción. En su tono de optimismo paradójico, por ser expresado a partir de la crítica a un momento que a la vez que se consideraba nefasto se tenía la esperanza que era la base de la futura sociedad, Rodó se expresa prácticamente en los mismos términos que usara medio siglo antes otro optimista paradójico. Dice Rodó:
Los unos seréis hombres de ciencia; los otros seréis hombres de arte; los otros hombres de acción. Pero por encima de los afectos que hayan de vincularos individualmente a distintas aplicaciones y distintos modos de la vida, debe velar, en lo íntimo de vuestra alma, la conciencia de la unidad fundamental de nuestra naturaleza, que exige que cada individuo humano sea, ante todo y sobre toda otra cosa, un ejemplar no mutilado de la humanidad, en el que ninguna noble facultad del espíritu quede obliterada y ningún alto interés de todos pierda su virtud comunicativa. Antes que las modificaciones de profesión y de cultura está el cumplimiento del destino común de los seres racionales. “Hay una profesión universal, que es la de