Se ha prestado poca atención a las corrientes ibéricas dentro de este río más grande. Pero encontramos aquí a unos cuantos sujetos fascinantes que merecen ser estudiados con más detenimiento. Acaso el mejor conocido de entre ellos, y el antecedente más directo de Nicolás, es el calvinista sevillano Antonio del Corro, que acabó en Londres después de escribir una carta detallada a Felipe II explicando las razones por las que se hizo protestante, carta que después sacó como un librito en francés en 1567. Existe además el ejemplo de Adrián Saravia, protestante español nacido en Flandes y exiliado en Inglaterra, que también como Nicolás buscó y obtuvo la protección y el mecenazgo del obispo de Londres, después de arraigarse definitivamente allí en los 1580. El historiador del arte Felipe Pereda ha llamado la atención recientemente sobre el exagustino de Burgos Rafael Carrascón, que en los años 1620 se refugió en Inglaterra, donde escribió un tratado en español en el que denunció como idolatría el culto de las imágenes que había dejado atrás en España. Finalmente existe también un tal Jaime Salgado, otro hombre misterioso que, como Nicolás, había sido fraile y que publicó un folleto autobiográfico en Inglaterra en 1681, Confesión de fe, que incluye un relato tenebroso de su estancia en Extremadura como preso de la Inquisición. Y si puedo añadir un toque norteamericano a este Anglo-Spanish Match, sólo los misterios de la fortuna pueden explicar cómo y por qué un ejemplar de su texto acabó en la biblioteca particular de Benjamin Franklin.
Existían naturalmente desplazamientos en la otra dirección. En una carta fechada en 1608 Luisa de Carvajal menciona su éxito en llevar al catolicismo a un predicador calvinista, que acabó sus días en España como monje benedictino. También convirtió a un carpintero puritano, que se mudó después a Valladolid. Estos son sólo dos entre los numerosos ejemplos de personajes británicos (y sobre todo irlandeses) que a partir del siglo XVI emigraron hacia el Sur en búsqueda de una libertad de culto que les era negada en su país.
Finalmente uno no debería perder de vista a esos individuos que acabaron viajando en ambas direcciones. Aquí encontramos a alguna gente auténticamente pintoresca. Destacaron entre ellos un puñado (o más) de renegados arrepentidos, cuya experiencia representaba un tipo de equivalente atlántico a los tan frecuentes cambios de lealtad religiosa entre cristianos y musulmanes en el Mediterráneo. Un ejemplo bastante famoso es el de Marc Antonio de Dominis, un obispo católico de origen croata que huyó a Inglaterra en 1616. Se hartó pronto del lugar y volvió a Italia, donde se reconcilió con la Iglesia católica, aunque una muy poco convencida Inquisición acabó quemando sus restos postmortem en el Campo dei Fiori en Roma justo después de su muerte en 1624 (aficionados de la literatura jacobea le recordarán como el modelo para el «obispo gordo» que constantemente cambiaba de lado y color en la comedia de Thomas Middleton, A Game at Chess, de 1624). También tenemos al notorio Thomas Gage, miembro de una importante familia católica cuya lealtad Luisa de Carvajal alababa en sus cartas, y que profesó como dominico en Valladolid antes de ser enviado como misionero a México y Guatemala. Finalmente volvió a Inglaterra y abandonó al catolicismo, pero no sin entregar a algunos de sus propios parientes a las autoridades; condenados por traición, fueron ejecutados a principios de los 1640. Gage también escribió un amplio relato autobiográfico de sus desplazamientos, tanto espirituales como geográficos, que fue publicado con el curioso título The English-American, en 1648. Tanto Gage como Nicolás tuvieron un antecedente parcial en el escritor isabelino Thomas Lodge, que viajó a las Azores, Canarias y América del Sur antes de convertirse al catolicismo (acabó estudiando medicina en el Sur de Francia). Otro ejemplo siniestro de agente doble como Gage fue James Wadsworth, que afirmó haber roto con el catolicismo, que había aprendido de niño de su padre Joseph Wadsworth, capellán anglicano (!) de la embajada inglesa de 1605 que se convirtió a la fe romana en ese mismo año. El hijo emuló a su padre, pero al revés; según él, se hizo protestante porque encontraba «absurdas» las imágenes y ermitas milagreras, como el llamado Cristo de Burgos. Él también mostró su fiabilidad delatando su cuota de Recusants (católicos ingleses), que acabaron también en el patíbulo.
Hay tanta ida y vuelta aquí que esto corre el riesgo de convertirse en un juego de ping pong. Espero que me perdonen si pongo fin a este escrito con un breve comentario personal. Cuando redactaba mi tesis doctoral sobre la Barcelona moderna en 1980-1981, tenía tres libros sobre la mesa: The Revolt of the Catalans de John Elliott (1963), el primer volumen de La Catalogne dans l’Espagne moderne de Pierre Vilar (1962), y The Kingdom of Valencia in the Seventeenth Century de James Casey (1979). Las tres obras tenían mucho en común, más allá del tiempo y el espacio del que trataban. Tal vez la característica más singular que compartían era que, a pesar de ser las tres tesis doctorales, se encontraban entre los ejemplos más conseguidos que yo había visto de historia total, una etiqueta muy en el aire en aquellos tiempos. Descubrí enseguida que cada uno de estos libros tenía su propio modo de entender qué significaba la historia total. El libro de John Elliott planteaba un amplísimo análisis general del mismo lugar y período que yo estaba estudiando, y en particular me sirvió de guía en la muy compleja vida política de la Cataluña moderna. El punto de vista de Vilar era igual si no más panorámico, pero su logro particular era la capacidad de fundamentar el rumbo general de la historia en los datos y cifras muy precisos de la coyuntura económica. La monografía de Jim también cubría todos los aspectos de la historia. Pero cualquier lector, hasta un advenedizo como yo, podía ver claramente que su corazón de corazones estaba metido en la historia social. O mejor dicho, en una visión de la historia que miraba hacia los fenómenos sociales como un tejido, producto del arte de entrelazar la política y la economía. Era el mejor libro de historia social que había leído. Y un resultado de esa lectura fue que lo que yo acabé escribiendo sobre Barcelona pasó antes por el prisma de Valencia, ciudad que yo nunca había visitado y que llegué a conocer gracias a este estudio.
Otra consecuencia de esa lectura fue la impresión que tenía de conocer al autor antes de conocerle. Cualquier historiador capaz de escribir un (¡primer!) libro así sólo podía ser un infatigable asiduo de los archivos, escrupuloso en separar el grano de la paja y juicioso a la hora de construir un argumento. Años después tuve la suerte de conocerle, y resultó ser todas estas cosas, además de un colega y amigo leal y generoso. Es para mí un placer inmenso estar aquí, y tener el privilegio de escribir en honor de Jim.
1 Este texto ofrece un bosquejo de lo que espero aparezca un día como un libro sobre los intercambios espirituales entre España e Inglaterra en los siglos XVI y XVII. Dado el estado preliminar de mis investigaciones, ahorro las citas bibliográficas, esperando que las referencias dentro del texto sean suficientemente explícitas para orientar al lector interesado.
LOS MUDÉJARES ANTIGUOS
Bernard Vincent
Ecole des Hautes Etudes en Sciences Sociales
En 1614, la cuestión de la expulsión de los moriscos era todavía objeto de debates en el seno de la monarquía hispánica. Se trataba, como lo subrayan muchas consultas del Consejo de Estado, de perfeccionar la empresa empezada cinco años antes. En estas condiciones se preparó un proyecto de decreto de expulsión más. Si hubiera sido firmado por el rey Felipe III, hubiera constituido el décimo de una serie iniciada el 22 de septiembre de 1609 con el bando aplicado a los moriscos del reino de Valencia. Pero parece ser que el documento que ordenaba la salida de los quedados