Así las cosas, parece que el concepto de modernidad, vía modernización, puede comenzar a resultarnos tanto menos ajeno cuanto más próximos nos resultan los fenómenos a los que apunta. Sin duda dentro de la esfera educativa el último momento más representativo y la última «concreción empírica», en lo que a modernización se refiere, los encontramos en la actual Reforma del Sistema Educativo, cuya aplicación todavía no ha culminado. De manera que lo que vamos a hacer a continuación, y para centrar el análisis que estamos llevando a cabo en terrenos más familiares, es plantear algunas cuestiones que atañen peculiarmente a la EA en relación con la Reforma, sin perder de vista el marco amplio en el que se desarrolla nuestra propuesta. De paso, al hilo de nuestro análisis se irán desgranando algunas contradicciones que hacen de la EA un espacio de dinamismo y complejidad creciente, a veces ambiguo, a veces controvertido (por adelantar un ejemplo en el que insistiremos más adelante, la EA difícilmente se deja reducir a los análisis que se centran en lo escolar, pero tampoco puede escapar de los mismos), pero tanto más atractivo por la naturaleza de los desafíos que presenta.
Desde el punto de vista teórico, en cuanto a su fundamentación y justificación teórica, nuestra actual Reforma del Sistema Educativo bebe directamente de lo que se ha dado en llamar una serie de «fuentes curriculares». La importancia de considerar el tema de las fuentes curriculares referidas a la EA es doble.
Por una parte, la EA no es ajena al espacio que dibuja la Reforma, ni a los presupuestos en que se basa, sino todo lo contrario. En efecto, el campo de la EA, por lo menos aquel segmento cuya institucionalización y organización le permiten participar en las reglas del juego del sistema educativo, es subsidiario y completamente dependiente de la Reforma, hasta el punto de que los cambios internos de la EA, así como los ajustes y conexiones necesarios para ubicarla en esta Reforma, sólo se harán efectivos cuando ésta ya se haya implantado en el resto de tramos educativos. La EA queda de esta manera, y de entrada, inevitablemente doblegada al ámbito normativo del resto de sectores del sistema, como así queda ratificado en la LOGSE, y tendremos ocasión de examinar. El que la EA, pues, no sea obligatoria para la ciudadanía no le exime de quedar ella misma obligada hacia un sistema del que, por otra parte, pretende diferenciarse formalmente. Así, la voluntariedad para acceder a esta modalidad queda invertida, perdiendo buena parte de su virtualidad, al quedar mediada la EA como un instrumento más de sanción institucional y de cualificación y promoción social (Esto encuentra su reflejo más cotidiano en una queja común del profesorado de EPA: ¡Es que la población adulta viene sólo a por el título! Vale decir: «La motivación no es altruista». Pero, ¿lo es quizá para los propios educadores? Y aquí entraríamos en una discusión, la de la profesionalización de la EA, que reservamos para otra ocasión). Esta situación provoca contradicciones importantes como las que se dan entre su normalización entendida como escolarización y su tendencia creciente hacia la des-limitación, entre su limitación actual y su tendencia creciente hacia la des-limitación. Así, por ejemplo, el fenómeno de la des-limitación queda caracterizado de la siguiente manera:
[...] se presenta la formación organizada de adultos como una forma específica de institucionalización de la instrucción de los adultos. Constituye un medio para imponerla socialmente. Típico de la situación actual es que esta forma se está desintegrando (...) Con ello se da una doble formación de adultos: bajo la forma de ofertas educativas organizadas y adaptadas a los agentes específicos que se hacen cargo de ellas, y como institución. Dicho de otra forma: la formación de adultos se realiza en instituciones –pero no siempre allí– y es ella misma también una institución (Kaden, J., 1991: 41-42).
Por otra parte, y en consecuencia, parece necesario conocer no sólo la jerga (o, dicho de forma eufemística, el «vocabulario») de la Reforma, no sólo el mapa, sino también el territorio, con el fin de desplazarnos en él equipados al menos con algunas certezas y quizá no menos dudas, pero reconociendo las implicaciones que puede tener pisar un terreno, y no otro. De lo que se trata, atendiendo una vez más a esa mirada sociológica de la que habíamos dado cuenta, es de conocer más para comprender mejor, y comprender mejor para estar en condiciones de actuar de manera reflexiva. Desde aquí, pues, y cargados, entre otros, con los mismos aperos conceptuales que proporciona la Reforma, intentaremos avanzar en lo que representan las fuentes curriculares como factores que la sustentan y que la explican desde un punto de vista teórico.
Las así denominadas «fuentes curriculares» son los factores que determinan o fundamentan un curriculum desde diferentes enfoques o perspectivas con el fin de dotarlo de legitimidad. Como indica su semántica, las fuentes son el principio explicativo o la raíz de la Reforma. En el caso de esta Reforma, y concretamente a través del Diseño Curricular Base (DCB), se ha optado por elegir cuatro fuentes curriculares, que son las que a su vez nos remiten a una serie de disciplinas o áreas del saber. En este caso son: la psicológica, la sociológica, la pedagógica y la epistemológica. Si acudimos a la letra del propio DCB: «El currículo trata de dar respuesta a algunas preguntas fundamentales: qué enseñar, cuándo enseñar, cómo enseñar, e igualmente, qué, cuándo y cómo evaluar. Tal respuesta se concreta a partir de fuentes de naturaleza y origen diferentes» (DCB, 1989: 22). Ahora bien, el hecho de que se haya optado por hacer explícitas estas fuentes y no otras, no significa que sean las únicas fuentes a las que nos podamos remitir. Antes bien, las determinaciones del curriculum proceden de muchos ámbitos, pese a que sólo se enuncien algunos de éstos. De modo que al hablar de cuatro fuentes, y de las cuatro de las cuales se habla (y no, por ejemplo, de la fuente administrativa, o política, o económica, o aquella que se refiera a los materiales curriculares, de tanto peso en la práctica diaria), se está asumiendo un modelo de curriculum por inclusión y por vía positiva, mientras que se deja de hablar de otros modelos posibles o alternativos, por exclusión o por vía negativa. El DCB, al mencionar estas cuatro fuentes, está excluyendo al resto, y a los posibles modelos a los que daría lugar, puesto que tiene un carácter normativo. De nada le sirve, entonces, autodefinirse como diseño «abierto», si no se crean las condiciones para que esta apertura pueda llevarse a término.
De entre las cuatro fuentes mencionadas, nos detendremos en la supuesta fuente sociológica por ser la que concentra un mayor grado de confusión (acentuada, además, por quedar artificiosamente insertada en una Reforma que bendice el primado del individualismo a través del sesgo psicologista –sive constructivismo– que le da su rasgo más distintivo), y porque paradójicamente nos permite cuestionar, desde la propia disciplina a la que remite, la posibilidad y la necesidad de erigirse en fuente o principio de explicación, estando ella misma constituida como un objeto o una constelación de objetos susceptibles de explicación. Fijémonos de nuevo en lo que señala el DCB al respecto:
La fuente sociológica refiere a las demandas sociales y culturales acerca del sistema educativo, a los contenidos de conocimientos, procedimientos, actitudes y valores que contribuyen al proceso de socialización de los alumnos, a la asimilación de los saberes sociales y del patrimonio cultural de la sociedad. El currículo ha de recoger la finalidad y funciones sociales de la educación, intentando asegurar que los alumnos lleguen a ser miembros activos y responsables de la sociedad a la que pertenecen (DCB,1989: 22).
Partiendo de la paradoja antes enunciada, al menos tres críticas recibe la fuente sociológica, tal como aparece formulada en el DCB.
La primera de ellas es común para las cuatro fuentes, y señala la ausencia de una pregunta fundamental que sumar al qué, cómo y cuándo, a las que el currículo trata de dar respuesta, pero que no se formula: para qué enseñar o por qué enseñar. Ciertamente, la no explicitación de esta pregunta, previa a las demás, puede encubrir o velar una aparente neutralidad ideológica. Sin embargo, el hecho de no hacer explícito «por qué» enseñar descubre o desvela, mejor todavía, si cabe, formas ideológicas de «por qué» enseñar. Además, hurtar al debate y al diseño de la Reforma la pregunta referida a sus propios fines no hace sino confirmar que la racionalidad que la rige es de carácter puramente instrumental, privilegiando una vez más los medios sobre las metas, la técnica sobre