Las sucesivas reuniones de Cortes catalanas con Carlos I y Felipe II no hacen sino confirmar ese equilibrio rey-Parlamento, fruto del pactismo catalán y del constitucionalismo monárquico en la Corona de Aragón; de hecho, el derecho a legislar junto con el rey había sido logrado por el Parlamento catalán ya en 1283. Y, dentro de la más pura tradición del dominium politicum et regale, los tres brazos de este Parlamento –eclesiástico, militar y real– intervenían, al igual que en Aragón, en el control de las sumas ofrecidas al rey. La necesidad, por otra parte, de que los greuges (agravios) planteados por las Cortes al rey, debieran ser resueltos antes de la concesión del servicio, dotaba al Parlamento de un poderoso instrumento para asegurarse el respeto y la pervivencia de sus fueros y privilegios.29
Las Cortes de Barcelona de 1599 –únicas que convoca Felipe III– marcaron, como ha escrito Reglà, «el momento de máximo idilio entre la realeza y el Principado, cuando la crisis empezaba a dibujarse». Sin embargo, con la reunión de Cortes Generales en 1626, aparecen los primeros intentos del poder real de quebrar el dominium existente. Cataluña se opone a participar en la Unión de Armas y, en consecuencia, a otorgar el servicio pedido; cuando en 1632 el rey y su valido vuelven a Barcelona para reanudar las Cortes interrumpidas, el resultado es idéntico. La presión real tuvo como consecuencia el estallido revolucionario-separatista de 1640, capitaneado por la Diputació, símbolo tradicional de las libertades catalanas. Desde el punto de vista jurídico, el pleito secesionista giró en torno al pactismo.30
Tanto en Aragón como en Cataluña las revueltas estallaron con los símbolos tradicionales de sus libertades como pretexto (el justicia y la Diputación). Unos símbolos que la monarquía absoluta trata de desmantelar, para forzar el dominium regale en las entidades políticas que representaban. Ya hemos visto cual fue el resultado de esa acción en Aragón. En Cataluña, no sólo el propósito del poder real fracasa, sino que el pactismo catalán, a partir de 1652, recupera su esencia y sale reforzado de la prueba. Durante el reinado de Carlos II nadie se atrevió a discutirlo. Mientras tanto, por toda Europa, incluida Inglaterra, «el iusconstitucionalismo desaparecía devorado por el absolutismo monárquico».31
Así, en la lucha por el poder, el Parlamento catalán había logrado mantener con éxito el dominium politicum et regale. Sería el único caso del Estado español, con la excepción de Portugal, donde, al igual que en la Corona de Aragón, el rey era constitucional. El reino lusitano, sin embargo, tras la revolución de 1640 logró su independencia definitiva de la monarquía española.
Felipe V reunió en 1701 las Cortes catalanas, que desde 1632 no se habían vuelto a convocar. No obstante, aunque éstas fueran unas de las reuniones que mejores resultados proporcionaron a los catalanes, la invasión francesa en Cataluña en los años de la revolución había sometido a desgaste el pactismo, perdiendo éste consistencia y decayendo, de hecho, en el espíritu catalán. En la guerra de 1705-1714 el Principado lucharía por otros intereses.32
Tras la promulgación de los Decretos de Nueva Planta en 1716, destruidas ya las instituciones catalanas tradicionales, las Cortes fueron reunidas en Madrid en 1724, 1760 y 1780. Su signo, empero, había cambiado.33
Las Cortes valencianas, creadas también según el espíritu pactista de la Corona de Aragón, compartieron asimismo con el monarca las tareas legislativas del Reino. Pero aunque el Parlamento debía ser convocado cada tres años, a lo largo del período moderno los reyes sólo lo reunieron, cuando las necesidades financieras les obligaban a ello, con el fin de obtener los subsidios que precisaban. No obstante, el dominium politicum et regale funcionó en Valencia sin desequilibrios importantes hasta finales del reinado de Felipe II.
El interés del Reino por mantener ese dominium se observa en la preocupación por conservar el control y equilibrio de la Generalitat, desde las Cortes de Tarazona-Valencia-Orihuela de 1484-1488. Este organismo había surgido en Valencia a fines del siglo XIV con Pedro el Ceremonioso, convirtiéndose, con las reformas adoptadas en las Cortes de 1537 y 1547, en «una entidad que asumía virtualmente la representación del Reino cuando las Cortes no funcionaban e intervenía en todos los asuntos de carácter general, sociales y económicos». De ahí su importancia para el Reino.34
La institución de la Generalitat volvió a recibir una atención preferente en las Cortes de 1563, primeras de Felipe II y últimas en que el poder real respeta, dentro de las tensiones habituales, el equilibrio de poder existente en Valencia. En las Cortes de 1585 los estamentos valencianos pretendieron fundamentalmente defenderse de los representantes del rey en el Reino, o, lo que es lo mismo, del propio monarca; los primeros capítulos de estas Cortes fueron de abierta contestación a la política virreinal.35
A lo largo del siglo XVI comienzan a perder eficacia dos de las características principales del Parlamento valenciano: el reconocimiento de los agravios y el carácter pactado de la legislación entre el rey y los representantes del reino –a cambio, lógicamente, del servicio. Con las Cortes de 1604 se inicia el plano inclinado hacia el dominium regale: la legislación foral, al igual que otras formas de participación en el poder, se ven, de hecho, ampliamente desatendidas y las preocupaciones del Parlamento que recaben la atención del monarca son prácticamente las económicas.36
Las Cortes de Monzón de 1626 suponen la ruptura definitiva del dominium politicum et regale existente en Valencia, que pasa a convertirse en un dominium análogo al antes señalado en Aragón, tras sus Cortes de 1626, y que sigue deteriorándose a lo largo de la centuria.
Sin embargo, a diferencia de Aragón y Cataluña, donde la quiebra –o los intentos de quiebra– de su dominium se inician con el ataque a los símbolos de sus libertades –Justicia y Generalitat– por parte del poder real, en Valencia éste atenta directamente contra las Cortes, o, más concretamente, contra su autoridad.
Felipe IV comienza las sesiones de las Cortes de 1626 violando las leyes y costumbre establecidas, al hacer su petición antes de prestar el obligado juramento de los fueros. Por medio de la violencia moral, el monarca y su valido lograron que, progresivamente, fuera cayendo la oposición de las Cortes a conceder un servicio, que suponía la imposición del programa austracista y la pérdida de su equilibrio políticoinstitucional. Las contrapartidas obtenidas por el Reino fueron de escasa entidad: las leyes elaboradas en estas Cortes daban una idea de la debilidad institucional y económico-social que padecía Valencia.37
Ahora bien, los intentos de ruptura del equilibrio de poder monarquía-Parlamento habían producido una revuelta frustrada en Aragón y otra, lograda, en Cataluña. En Valencia, sin embargo, no se pasó del conato de revuelta.38
Las Cortes de 1645 reflejan ya el cambio de dominium producido en el Reino. El monarca obtuvo en ellas un cuantioso servicio, aprobando tarde y sólo parcialmente los aspectos de los fueros con los que había manifestado su conformidad (las decretatas).39
A partir de esta última convocatoria, las Cortes valencianas no volvieron a reunirse ya. Los representantes del poder real en Valencia lograron que, en lo sucesivo, los estamentos concedieran los servicios «voluntarios» y «extraordinarios» que la monarquía precisaba, sin necesidad de convocar las Cortes. Cuando en el siglo XVIII, con la publicación de los Decretos de Nueva Planta, Felipe V abole los fueros y privilegios del Reino, éstos –a diferencia de lo sucedido en Cataluña y Aragón– no vuelven a ser recuperados. Lo que podríamos calificar de dominium quasi-regale, se había implantado así en Valencia.
CONCLUSIONES
A la vista de los caracteres y evolución del equilibrio de poder entre monarquías y parlamentos en España a lo largo de la época moderna, tal vez resulte oportuno intentar extraer algunas conclusiones dentro de la óptica apuntada al principio de este capítulo.
(i) Dominium politicum et regale, si bien fue la regla en España en las distintas entidades políticas de la Corona de Aragón, no lo fue en Castilla, donde, tanto de iure como de facto, existió un dominium