Andrew Carnegie, asociado con el anterior y, como él, de origen modesto, fue un emigrante escocés que poco a poco prosperó económicamente en la industria metalúrgica, hasta llegar a controlar toda la producción de Pittsburgh por medio del trust Carnegie Steel Company. Pero en 1901 cedió la compañía a otro magnate y coleccionista, John Pierpont Morgan, se apartó de los negocios y creó muchas fundaciones dedicadas a la educación y la investigación con su nombre: la Fundación Carnegie para la Paz Internacional (no fuera tan internacional la paz patrocinada), el Carnegie Institute of Technology y la Carnegie Institution of Washington, entre otras.
En cambio, el tercero de los grandes mecenas que he citado, Andrew William Mellon, era el hijo de un banquero que hizo crecer el negocio familiar hasta crear el Mellon National Bank y dirigir varias corporaciones financieras e industriales. Fue, además, secretario del Tesoro durante mucho tiempo, desde donde impulsó drásticas medidas para reducir la deuda provocada por la I Guerra Mundial (las mismas que muchos países están emulando en la actualidad para enjugar sus déficits públicos). Y en 1932, fue nombrado embajador en Inglaterra, culminando así la habitual fusión entre poder económico y político. A su muerte, legó una valiosísima colección de arte y los fondos necesarios para la construcción del magnífico edificio de la National Gallery de Washington.
Más cercano a nosotros está el industrial alemán Peter Ludwig, al que se ha llamado el mecenas de los países del Este. Hace más de treinta años patrocinó una exposición del pop americano en Rusia. Más tarde, hizo lo mismo con Picasso, aunque este era bien conocido en la Unión Soviética. Ludwig fue un gran experto en Picasso, sobre el que hizo su tesis doctoral y del que poseyó una gran colección de obras. Dio a conocer a Baselitz, Beuys y Warhol, entre otros. Realizó grandes donaciones y creó museos Ludwig en Colonia, Oberhausen, Bamberg y Aquisgrán. Se calcula su colección de arte en unas 50.000 obras. Todo ello iba unido, y no lo digo como un demérito, a su actividad comercial con la Unión Soviética y otros países del Este. Como notas turbias de su biografía, pero al parecer inevitables en nuestro modelo de sociedad, menciono que su relación con altos dirigentes políticos le permitió hacer compras a precios muy especiales, de las que los artistas solo recibían el 15%. O que, en algunas de sus fábricas de Berlín, la mayoría de los obreros eran extranjeros, principalmente turcos y mujeres, todos con sueldos muy bajos. La reflexión inmediata es que vale más poco que nada, coartada que se esgrime siempre que parece oportuno. El artista alemán Hans Hacke reflejó estas facetas de la personalidad de Ludwig en una exposición en la Caixa de Pensions que el propio artista insistió en titular «Obra Social».
Por último, aunque sea de manera sucinta, quiero mencionar por su cercana vinculación con nuestra Universidad, dos casos de mecenazgo muy distintos y ejemplares a mi juicio. En primer lugar, el del empresario Vicente Cañada Blanch, quien legó todo su patrimonio a la Fundación que lleva su nombre, destinada a la educación y el intercambio cultural entre España e Inglaterra, que es un modelo digno de imitar por otros empresarios valencianos y que, desde luego, merece una mención especial por mi parte en este acto. El otro es el del médico Francisco Moliner Nicolás, catedrático de la Facultad de Medicina y rector de nuestra Universidad en dos ocasiones, que tuvo siempre un gran interés por las condiciones de vida y la incidencia de enfermedades, especial-mente la tuberculosis, en la clase obrera. A él se debe la fundación del Sanatorio de Portaceli, que pese a las múltiples promesas recibidas nunca tuvo ayuda oficial, por lo que aportó sus bienes y la voluntaria participación de los trabajadores con una cantidad de diez céntimos mensuales, lo que parece ser el origen de la denominada Caixa del Chavo. El paradójico colofón de la ejemplar humanidad del doctor Moliner fue, primero, su ruina económica y, finalmente, su muerte en un asilo; y aunque tiene un monumento y una calle dedicada en nuestra ciudad, sus seguidores no han sido muchos.
Cabe ahora preguntarse sobre las motivaciones del mecenazgo, por complejas que sin duda sean, y sobre el valor social del arte. Respecto a lo primero, existe, a buen seguro, un componente de trascendencia, un deseo de dejar algo bueno tangible para cuando ya no estemos aquí; también un cierta dosis de vanidad y un deseo de compensar pretéritas frustraciones. Interviene tal vez la caridad, como la mala conciencia cuando un determinado bienestar material se ha conseguido; se da para tranquilizarla, aunque como decía Pessoa casi siempre echando mano al bolsillo vacío. Con frecuencia, hay también una dosis de amor y gusto por el arte, que en cualquier caso considero sincero. Y siempre la circunstancia imprescindible es la capacidad económica, con distintas magnitudes, que van desde lo modesto a lo multimillonario, ya que sin ella no existe la posibilidad de mecenazgo. Sin embargo, un aspecto que parece difícil, si no imposible, de encontrar en los mecenas es la contestación al orden social establecido o la duda de si es justo o injusto.
En cuanto al arte, es evidente que no ha transformado a la sociedad. Y la relación de la creación artística y del mecenazgo con el mercado obliga a tener en cuenta la existencia de ciertas certidumbres que proceden de la autoridad, la tradición, la religión, el estilo, la moda, las cuales crean la zona oculta –como decía Frantz Fanon– de la inestabilidad donde mora la gente, y que ni el artista ni el coleccionista pueden transgredir en casi ningún caso. Las vanguardias artísticas, promovidas casi siempre por una elite que marca un ritmo, inspiración, ósmosis de los pensamientos innovadores, se manifiestan a veces como vulneradores de los estándares dominantes. Aunque el artista acuda o recurra a virtuosidades de las formas o las técnicas, las ideologías dominantes son siempre continuistas, conservadoras. Comparto en esto las ideas de Clement Greenberg.
Se dice que estamos en una fase transformadora del modelo cultural y ético, con adaptaciones inevitables al mercado, y de consecuencias imprevisibles. Pese a todo, creo que al final las cosas humanas tienen una sempiterna repetición y seguiremos, más o menos, como hasta aquí. Las leyes no van a cambiar mucho ni el hombre tampoco.
Aunque sí que me gustaría señalar que estamos en el lugar que puede ser el crisol de los cambios, pequeños o grandes. La Universidad, con sus profesores y estudiantes, es un microcosmos donde es inevitable que se repitan las virtudes y los defectos de la sociedad, pero su dedicación a la cultura y la ciencia, junto a su constante renovación generacional, le confieren un enorme potencial transformador. Espero que los miles de jóvenes que cada año pasan por estas aulas no se dejen absorber por las modas dominantes, regadas por los mass media, que condicionan, homogeneízan e igualan las formas de pensar y actuar; sino que, por el contrario, mantengan siempre un espíritu crítico y heterodoxo, fuente siempre de creación e innovación.
Hacer una mención explícita a todos aquellos que han contribuido al éxito de las bienales pasadas alargaría excesivamente mi intervención. Ellos saben, en cualquier caso, cuánto les agradezco sus esfuerzos y colaboración. Especial mención merecen los artistas que, excediendo la amistad personal y su interés por el arte y la Universidad, han hecho donación al Patronato Especial Martínez Guerricabeitia de importantes obras que han aumentado valiosamente una colección que ya comienza a ser significativa y que confío que podrá mostrarse en su totalidad al público a no tardar mucho. También quiero hacer alusión a todos aquellos amigos, algunos de los cuales nos honran hoy con su presencia en este acto, que tan generosamente han contribuido a hacer posible con sus aportaciones la edición de los diferentes volúmenes de la colección «Estética & Crítica» aparecidos hasta el momento.
Por último, tengo que hacer mención