No sé por qué Francis perdió su trabajo. No sé por qué le está yendo bien ahora. Pero sé que yo puedo confiar en Dios. Sé que él proveerá techo, calor, ropa y comida. Y él puede dar, hasta en los momentos más oscuros, esperanza; y después de la fe y el amor, la esperanza es uno de sus más preciosos regalos para la humanidad.
Nunca nadie habló una palabra tan verdadera.
El asunto es que nosotros los seres humanos estamos hechos de tal manera que vivimos en nuestro propio futuro imaginario. Esto no es una decisión de política sino simplemente la forma como somos. Para mirar hacia adelante, para soñar para que vengan cosas felices, para querer que continúe lo bueno y que termine lo malo, y para desear un futuro que sea mejor que el pasado, es tan natural como el respirar. Como dijo Alexander Pope en su estilo arrogante: “La esperanza brota lo eterno en el seno humano: / El hombre nunca es, sino para siempre ser bendecido.” De seguro, hay individuos, familias, grupos humanos y culturas enteras con mentalidades pesimistas, como si pensaran que sabiduría es no esperar nada bueno, pero tal actitud no es alegre, así que no es natural, no lo es más que el ateísmo. Ambos son el resultado de desilusión. Así como el ateísmo surje del estar decepcionado y lastimado en alguna forma por el teísmo de los teístas, o por sus expositores, así también el pesimismo fluye del quebrantamiento del optimismo natural. La esperanza genera energía, entusiasmo y emoción; la falta de esperanza engendra sólo apatía e inercia. Así que para que la humanidad esté completamente desarrollada, a diferencia de parcialmente disminuída, la esperanza necesita estar en nuestros corazones.
Si llegamos a pensar o sentir (a menudo no somos muy razonables acerca de esto) que no tenemos nada que aguardar y que sólo podemos esperar que las cosas empeoren en el futuro, inevitablemente creceremos deprimidos y hasta cierto grado desesperados. Nosotros podremos esconder nuestra condición, pero la ira desenfocada, la furia, y el odio de la vida que sentimos funciona como ácido, disolviendo todos los otros sentimientos hasta convertirse en pura amargura. La desesperanza está en la raíz de muchos de los desórdenes psicológicos de hoy en día, como la creciente frecuencia de asesinatos al azar y suicidios existentes alrededor nuestro parece indicar. Incluso cuando la desesperanza es solamente irregular e intermitente, cuando es un estado de ánimo pasajero, aún así nos hace sentir solos, temerosos y paralizados de toda acción. Nos damos cuenta que no podemos tomar decisiones ni persuadirnos a hacer cosas. La desesperanza disuelve nuestro sentir de valor personal, y lo convierte en duda de uno mismo, en desconfianza y disgusto propio; la desesperación traga a la confianza. Nos damos cuenta que estamos en un túnel sin luz al otro lado, y que sólo hay oscuridad más profunda y finalmente una pared en blanco.
Cuando el filósofo Immanuel Kant dijo que una de las tres preguntas básicas de la vida es, ¿Qué es lo que podemos esperar? Él tenía la razón. ¿Dónde buscaremos una respuesta a esa pregunta? ¿A la política y la ingeniería socio-económica que van junto con ella? Dificilmente. Los políticos saben que todos necesitamos esperanza y ciertamente sufren por ello, así que su retórica es siempre positiva. Pero para nosotros del occidente antiguo (Quiero decir Europa, incluyendo Gran Bretaña; América del Norte, incluyendo Canadá; y Australasia, incluyendo Nueva Zelanda) las promesas y predicciones de los políticos suenan huecas, ya que podemos ver claramente que éstos nunca satisfacen las esperanzas depositadas en ellos, y estamos tristemente seguros que nunca lo harán. Las políticas nacionales e internacionales del siglo pasado, junto con el desarrollo económico global, avances educativos, la creación de riqueza, los triunfos tecnológicos, las maravillas médicas, la radio y la televisión en cada hogar, y la llegada de la computadora, han erosionado las esperanzas en lugar de haberlas gratificado, debido a las nuevas posibilidades de angustia y desastre que han traído estos cambios. Las actividades políticas, tecnológicas, y empresariales se han combinado para hacer que las perspectivas de nuestro planeta para el tercer milenio sean distintivamente ominosas.
El siglo veinte comenzó con optimismo. La suposición prevaleciente en el occidente antiguo era que nosotros somos básicamente buenos y sabios, y el avance de la civilización cristiana pronto haría que el reino de Dios, entiéndase como amor universal al prójimo, fuera una realidad global. Un periódico llamado The Christian Century (El Siglo Cristiano) se fundó para canalizar estas esperanzas y escribir una crónica de su cumplimiento; aún existe, pero su título ahora parece ser tristemente inadecuado. Hemos experimentado la renovación del barbarismo global en dos guerras mundiales y en las carreras de tribalistas maniáticos por poder, y locos por el dinero, y por las obras genocidas de dictadores. Nos inclinamos temerosamente a la explotación de los grandes negocios del mundo mientras que contaminan y ultrajan el medio ambiente, destruyen la capa de ozono y desestabilizan el clima. Lamentamos nuestro naufragio de ligaduras cristianas y morales al relativismo, pluralismo, secularismo y hedonismo. Existimos en medio del aumento del comercio de armas y de la habilidad de destruir el mundo con armas nucleares. Estos eventos y muchos otros nos dicen que el siglo veinte no fue un siglo particularmente cristiano. Además, estos desarrollos del siglo veinte aseguraron que mucha gente pensadora entrara al siglo veintiuno con miedo en lugar de esperanza, preguntándose hasta dónde llegará la decadencia educada, afluente y tecnológicamente equipada del occidente y qué clase de mundo le espera a nuestros nietos. Se puede decir con bastante precisión que el utopismo marxista, con su enmarque colectivista, ha fracasado y no es probable que sea intentado en ningún lugar otra vez. Mientras comienza el tercer milenio, cualquiera que espera que la participación de los políticos y generales en el juego del poder, y de los líderes de negocios en el juego de las ganancias vaya a producir paz mundial y prosperidad, han enterrado sus cabezas profundamente en la arena. No hay esperanza realista de un mejor porvenir que se pueda extraer de la forma de actuar del mundo moderno.
¿Qué es lo que sigue? ¿No hay nada bueno que esperar en lo absoluto? Sí lo hay, pero debemos buscar esta esperanza buena fuera del proceso socio-político-económico. Y esto, por la gracia de Dios, lo podemos hacer. Ya que Dios el Creador, el que nos diseñó, el que nos sostiene y conoce nuestros corazones, nunca tuvo la intención de que los humanos vivan sin esperanza. Al contrario, él se revela a sí mismo en el evangelio como “el Dios de esperanza” (frase de Pablo, como lo vimos). Allí él invita a todo el mundo a recibir a “Jesucristo nuestra esperanza” (1 Tim. 1:1) y aceptar renovación por “Cristo en vosotros, la esperanza de gloria” (Col 1:27). Así como Dios el Padre es un Dios de esperanza, así también su Hijo encarnado, Jesús de Nazaret, crucificado, resucitado, reinante, y de regreso, es un mensajero, es un medio y mediador de esperanza; y la Biblia, “La Palabra de Dios escrita” como lo describe los Treinta y Nueve Artículos, la norma doctrinal anglicana, es un libro de esperanza desde Génesis hasta Apocalipsis. La primera promesa divina registrada, que la simiente de la mujer heriría la cabeza de la serpiente, fue una palabra de esperanza en el huerto del Edén (Gn. 3:15), y la última promesa registrada de Jesús, “Vengo pronto” (Ap. 22:20), fue una palabra de esperanza para las iglesias que enfrentaban persecución. Hebreos 11:1 define fe en términos de esperanza (“Es, pues, la fe la certeza de lo que se espera”). La esperanza, la expectación garantizada que capacita a los creyentes a mirar hacia adelante con gozo, es verdaderamente uno de los temas grandiosos del cristianismo y uno de los regalos supremos de Dios.
Lo que la Biblia nos dice acerca de la esperanza, en pocas palabras, es esto: Los seres humanos fueron creados originalmente en comunión con Dios para que lo exaltemos y disfrutemos de él para siempre, primero por un período probatorio en este mundo, y luego