Junto a lo señalado, creo, asimismo, que en los tres autores uno de los aspectos que atrae principalmente la atención del lector es el de sus particulares lecturas de la modernidad como un sistema multifacético de articulación social, distribución cultural y direccionalidad política, pero también como una plataforma epistémica que organiza el saber, las formas de privilegio cognitivo y los grados de acceso e integración a los espacios públicos y a los bienes simbólicos. Los tres escritores se aproximan de modo muy distinto al problema de los descentramientos y desplazamientos sociales, evidenciando técnicas bien diferenciadas para la administración de la distancia respecto a los centros principales del capitalismo tardío y a los flujos culturales que ellos emiten. La localización de anécdotas y personajes y las formas diversas de abordar el lenguaje muestran diferencias muy significativas entre ellos. En sus obras el lenguaje cubre un espectro que va desde la apropiación de giros coloquiales que regionalizan el discurso literario y lo intervienen simbólicamente (Melchor, Herrera) hasta las formas más convencionales y estandarizadas que revelan el dominio de la lengua culta. Esta es utilizada como una herramienta ajustada e informada por la aparición de referencias canónicas y de aportes léxicos de otras lenguas que indican la cosmopolitización del discurso y su apertura hacia el mundo globalizado (Luiselli). Esta tensión entre localismo y mundialización apunta a aspectos neurálgicos de los procesos actuales. En éstos, el debilitamiento progresivo de la nación-Estado como plataforma primaria del análisis cultural se contrabalancea con la potenciación de idiolectos e imaginarios provincianos, y con el retorno hacia la representación de formas de creencia y sensibilidad que corresponden a distintos enclaves sociales y económicos. Se iluminan así los fragmentos de lo nacional, sus recortes, hibridaciones y desfases. Ilustrando la dialéctica local/global, estos paradójicos vaivenes alimentan la nostalgia por un mundo que se va disolviendo en la estandarización y recuperan voces que se dejan oír en los espacios globales reclamando una historia inclusiva, diferenciada y abierta a formas otras de percibir lo social y lo político.
Los escritores analizados en este libro elaboran de manera bien diferenciada las nociones de comunidad, identidad, género y afecto, así como los conceptos de patria, frontera y ciudadanía, centrando o desplazando los temas ineludibles de la desigualdad y la (in)justicia social, las formas subjetivas o socializadas de culpa y redención, de deseo, nostalgia y corporalidad. Al hacerlo, el mundo representado se ve atravesado por lo grotesco, lo sentimental o lo lírico; en ocasiones incluye segmentos muy concretos de las formas contemporáneas de socialización, o se aventura por los territorios del mito.
Es digno de notar que en los tres casos los primeros avances literarios de Herrera, Melchor y Luiselli tomaron el camino de la crónica, en direcciones diferentes: la reconstrucción del incendio en la mina El Bordo, en la que Herrera apunta a la construcción de una versión del hecho para sacar a luz el papel de los responsables en el desastroso suceso; los episodios ocurridos en el área de Veracruz, en los que se mezclan la crónica roja y las notas sociales, rescatados por la pluma periodística de Melchor en Aquí no es Miami, y artículos o notas que componen Papeles falsos. En esta obra Luiselli deja aflorar aspectos y tonos que caracterizarían sus textos posteriores: la predilección por itinerarios urbanos o suburbanos recorridos a la manera del flâneur, el diletantismo, la referencia constante a personajes famosos del mundo cultural, la visita a lugares icónicos (el cementerio de San Michele, la tumba de escritores, los recorridos ciudadanos que descubren sitios secretos o intersticiales a los que se otorgan significados especiales, etc.).
Es asimismo significativa la relación que guardan los autores mencionados con la tradición literaria, siendo explícitos los regresos a la estética de Contemporáneos y del Crack, en el caso de Luiselli, y la filiación que algunos críticos han resaltado entre la obra de Herrera y la narconovela o la narrativa de frontera, que elaboran, en estilos muy distintos a los utilizados por el escritor hidalguense, autores como Homero Aridjis, Heriberto Yépez, Elmer Mendoza, Daniel Sada y Orfa Alarcón, entre muchos otros. La obra de Melchor, por su parte, ha sido aproximada a la de Flannery O’Connor por sus preferencias por lo grotesco y por los vericuetos de la conducta humana, y también ha sido comparada con el estilo de autores norteamericanos que cultivaron el “gótico sureño”. Por su interés en cuestiones de género (masculinidad, homosexualidad, feminismo) se considera que Melchor es heredera de aportes realizados desde la mitad de siglo pasado por autoras como Josefina Vicens (El libro vacío,1958) e Inés Arredondo. Más recientemente, se la aproxima a la obra de Cristina Rivera Garza (Ningún reloj cuenta esto, 2002; La muerte me da, 2007) y, en algunos aspectos, a la escritura de Ana Clavel.
Sin embargo, más allá de posibles legados literarios y asimilaciones estéticas, debe enfatizarse el hecho de que la literatura escrita hoy en o acerca de México no puede comprenderse como una esfera autónoma o circunscrita al campo literario en tanto sistema cerrado y autosuficiente. En efecto, ningún tipo de creación simbólica puede desentenderse hoy de la necro-cultura instalada tanto dentro del país como a nivel transnacional, asociada al narcotráfico y a otras formas de crimen organizado, pero derivada y en muchos casos generada por estrategias de control estatal transnacionalizado, en las que las “fuerzas del orden” se han involucrado protagónicamente durante décadas. La violencia incide en la creación simbólica no sólo al impactar las formas de vida y las condiciones materiales de producción cultural, sino al incidir en los imaginarios colectivos, penetrando el cuerpo social y desprotegiendo el cuerpo de la ciudadanía. La violencia se manifiesta cuando el Estado fracasa en la salvaguarda de los derechos humanos, cuando se desatiende la socialización de recursos naturales y la implementación de justicia social.
Nadie ha hecho recientemente mayor contribución a la comprensión del régimen necropolítico que Zayak Valencia al caracterizar el capitalismo gore como el régimen político, económico y social que se ensaña en los cuerpos y en la devastación de la vida utilizando estos recursos como estrategias para la imposición de la autoridad, la generación del miedo y la espectacularización del poder. Asimismo, Rossana Reguillo y José Manuel Valenzuela han venido trabajando temas vinculados a estas situaciones, iluminando la cultura de los jóvenes, bien representada en la poética de Melchor y en los temas de frontera y narco-cultura que reaparecen en la narrativa de Herrera. Del mismo modo en que esta materialidad se traduce en la proliferación de cadáveres, en mutilaciones, secuestros y violaciones, el capitalismo tardío, apoyado en las políticas del neoliberalismo, se impone asimismo a través de modelos epistémicos que obnubilan la conciencia social, naturalizan la agresión y legitiman la impunidad. Los que Félix Guattari denominara territorios existenciales se delinean de acuerdo a esos parámetros. La vivencia interioriza afectos, imágenes, formas de concebir lo social y lo comunitario, que luego reaparecen en el registro simbólico en la literatura, en las modulaciones del lenguaje y en las imágenes que visualizan lo innombrable.
Los tres autores de quienes se ocupa este libro otorgan al tema del cuerpo una persistente atención, como el espacio en el que se concentran el control social, el deseo, el sacrificio y la embestida de la violencia: la violencia sistémica o estructural, la delictiva y la que el propio sujeto se infringe como autodestrucción o como inmolación. Pero el cuerpo también es el repositorio de afectos contradictorios y sutiles, de pasiones volcánicas y arrasadoras, de sentimientos reprimidos y frustraciones irreparables, de luchas y resistencias sostenidas. Las imágenes del cuerpo se pluralizan: se trata del cuerpo nómade y fronterizo, expuesto a la violencia o al contagio, obnubilado por el sexo, o empeñado en un itinerario mítico, que busca redención o que es sacrificado impunemente en las minas, al servicio del capital ajeno, como en la obra de Herrera. Se trata también del cuerpo proliferante, sumido en la perversión y la promiscuidad, en busca permanente del momento en que se nublan los sentidos y el mundo se apaga, subsumido en el espacio del mal, donde se expresa el inconsciente colectivo y sus formas subliminales de invadir el espacio de la vida, en la escritura torrencial de Melchor. Se trata, finalmente, del cuerpo de los niños migrantes, imaginado o testimonial, herido a muerte en las mismas tierras que les fueran arrebatadas a sus antepasados, que persiste en rumores y en relatos.