Cartografiar la subjetividad
Perversión, exceso y género
Temporada de huracanes o el torbellino de la lengua
El problema de la verdad
La bruja como agujero negro
Patriarcalismo y hechicería
Entre esfera privada y vida pública: el secreto y el chisme
(Anti)modernidad y comunidad en La Matosa
Obras citadas
Valeria Luiselli: la insoportable levedad del ser
Desplazamientos, dispositivos, gestos
Papeles falsos: el exoesqueleto y el ojo que mira
El mapa y el hueco
Liminalidad y “name dropping”
Los ingrávidos: Owen y yo (¿o viceversa?)
“La metafísica de la presencia” y la ausencia del yo
Movilidad y fijeza
La fabricación del modelo. Traducción y simulacro
La historia [exasperada] de mis dientes
El coleccionismo y el aura del objeto
Iconoclasia e ironía
La subasta como negociación del sentido
Los niños perdidos (un ensayo en cuarenta preguntas)
El via crucis del migrante y “el teatro de la pertenencia”
Microhistoria y literatura
Desierto sonoro: el mundo sonoro como caja de resonancia
Palabra y silencio; cuerpo y fantasma
Experiencia, archivo y narración
Semiótica de la frontera y autoficción
El uso de los niños
El discurso elegíaco
Obras citadas
Introducción
Creo que no es ocioso comenzar indicando que, en los tiempos que corren, marcados por una revulsiva atmósfera política y social, por incontrolables altibajos económico-financieros y por devastadores horizontes de muerte que resultan de la violencia sistémica, las políticas migratorias y los problemas de salud pública a nivel mundial, el lugar y función de la literatura no constituye un tema prioritario. Comienza a delinearse como un tópico de relativo interés dentro del campo cultural sólo –o, sobre todo– en la medida en que esa práctica se considera articulada a lo que, a mi criterio, representa un área de debate inaplazable: la necesidad y modos posibles de modificación de las formas de conciencia social que acompañan el avance del nuevo milenio. A este nivel es que el tema de la producción / recepción literaria empieza a entenderse como estrechamente vinculado (aunque con mediaciones) a los dominios de la política y de la ética, de la crítica social, la representación de sujetos, y el estatuto de lo subjetivo. Estas conexiones resultan particularmente relevantes en una época que se autopercibe como orientada preeminentemente hacia el objeto: sus formas de producción e intercambio, las transacciones a las que da lugar, y sus modos de circulación, en otras palabras, su cotización y valor como mercancía, su valor de uso y su valor de cambio. No quiero decir con esto que hayamos llegado a un punto en que todo principio de validación estética o toda poética deba supeditarse a los requerimientos que la realidad impone. Creo que el secreto radica en las formas en las que se produce esa articulación, en la elegancia de los engarces, la eficacia de los silencios y la fuerza de las reticencias; en el modo, en fin, en que la palabra y la idea se dejan permear por lo real sin anegarse, manteniendo su perfil, su derecho irrenunciable a la polisemia, al recato y a la redundancia.
Me orientó hacia el limitado corpus de este libro una pregunta subyacentemente similar a la que informó mi estudio sobre autores peruanos (Arguedas/ Vargas Llosa. Dilemas y ensamblajes, 2015): la que inquiere acerca de los impulsos que, desde una circunstancia histórica y cultural común, cristalizan en proyectos estéticos divergentes, ofreciendo una visión prismática de la cultura nacional y de sus imaginarios colectivos.
En el caso de los narradores mexicanos en los que se centra este libro, el análisis resultó mucho menos complejo que en el de los autores andinos, por el distinto volumen y grado de desarrollo de la obra literaria de estos escritores, y por su significado individual y papel protagónico dentro de los procesos de su tiempo. Fue, sin embargo, un ejercicio similarmente intrigante el de enfrentar las estéticas que estos escritores despliegan en sus textos de modo paralelo, creando mundos ficticios bien diferenciados y hasta opuestos, en algunos aspectos. No me interesó, en este caso, analizar comparativamente las divergencias o convergencias entre los respectivos proyectos literarios, ya que este reducido corpus no responde de manera puntual a coyunturas político-ideológicas como la de los escritores andinos analizados en mi libro (la Revolución cubana, el senderismo), o existenciales (el Premio Nobel, el suicidio), capaces de crear antagonismos manifiestos. Pero sí me sedujeron las estrategias que cada autor emplea para enfrentarse, con un arsenal propio, a los desafíos de una época poblada de conflictos y pobre en alternativas de superación de los horizontes necro-políticos que compartimos en el mundo globalizado.
Algunos de los puntos de análisis que marcan este estudio tienen que ver con aspectos previsibles. El primero, con el lugar de enunciación desde el que el texto es emitido en cada caso, entendiendo por tal la plataforma geocultural, pero también político-ideológica. Esta permite concebir el relato como una forma de producción simbólica que revela, mediatizadamente, la tensión entre el particular momento de desarrollo que atraviesa la cultura nacional y los procesos de transnacionalización cultural del capitalismo tardío.
La negociación entre localismo o regionalismo y dimensión global es realizada por los tres escritores mexicanos de manera distinta.
En el caso de Yuri Herrera, como enfatiza mi análisis, el procedimiento crucial es la depuración estética de sus referentes. Guiado por técnicas de economía narrativa que pulen la escritura, liberándola de esquirlas y asperezas, de aditamentos y digresiones, su narrativa se desliza exacta y afinada, como trabajada con cincel. Sus personajes y sus tramas evocan entre lugares fronterizos, la austeridad del paisaje desértico y la compleja simplicidad de las regiones, pero no, necesariamente, como son, sino como la imaginación de nuestro tiempo histórico nos permite pensarlas a partir de versiones y visiones dispares, sin duda desajustadas, contradictorias e interesadas que invaden el espacio público. Su literatura tiene lugar no en los escenarios elusivos de lo real, sino, más bien, en el espacio ya saneado de los imaginarios, cuando la realidad ha llegado a asentarse en imágenes, sonidos y, sobre todo, atmósferas. Éstas permiten interiorizar versiones singulares de lo que vociferan los noticieros y cantan los corridos, de lo que nos contaron que sucede y lo que suponemos que tiene lugar, aunque esos contenidos resulten ajenos a la experiencia del individuo común, e inalcanzables, en su inmanencia, desde el lenguaje, la racionalidad y la memoria. La prosa tersa de Herrera, contenida y lacónica, está poblada de ecos y huellas, y al mismo tiempo no se parece a nada. Imagina los espacios del cartel, la muerte y el amor en contextos atravesados por el vicio en el que se refugian las subjetividades alienadas y vulnerables de personajes-tipo que son únicos e inolvidables, porque enfrentan realidades ficcionales más grandes que ellos mismos. La escritura de Herrera es sensual, cautelosa y sabe dónde detenerse.
Por su parte, las narraciones recibidas hasta ahora de Fernanda Melchor, sobre todo las novelas,