Con Valeria Luiselli pasan otras cosas. Su literatura es calculada, cerebral, hipotérmica. Aún el manejo de los afectos parece responder en su escritura a un plan esbozado en un bloc amarillo, donde flechas y círculos indican cómo avanzar, dónde detenerse, en qué momento entra el fantasma, sale el gato, habla el niño mediano. Dosis apropiadas de moderado feminismo (que no dice su nombre); referencias meta-literarias a una infancia de viajes, experiencias y lugares míticos, proporcionan instrucciones para el tránsito textual. Listas interminables de personajes que deben ser citados; lugares singulares y detalles que apuntan al desorden de una bohemia desfasada, común en otras épocas, porciones suficientes de humor y de ironía, se distribuyen en páginas que conocen las preferencias del mercado: tropicalismo ma non troppo filtrado por un convincente academicismo y subsumido con sagacidad en temas que conectan con el mercado al que, desde Nueva York, puede tomarse el pulso con precisión. La de Luiselli es una literatura de gestos que convergen en el objetivo principal de dibujar cuidadosamente los contornos de la imagen propia. La autoficción cunde en las novelas como una vertiente que se retroalimenta. La tensión muy notoria entre exterioridad y cultura nacional no está resuelta en la obra de Luiselli, y éste es, a mi juicio, uno de sus puntos de interés. Otra característica es el empeño por encontrar asuntos que sólo oblicuamente conectan con problemáticas actuales. Atemperado por el sonido inexistente de los nativos americanos y por los hijos propios, que intentan recuperar la atención de sus padres, el tema de los niños perdidos en el desierto se diluye entre los audiolibros, los dibujos y las anécdotas cotidianas. El gesto de mirar hacia atrás en los ricos legados de la cultura mexicana desde una posición exterior, resguardada, aspecto bien analizado por Oswaldo Zavala, entrega una perspectiva interesante del modo en que lo nacional se desgaja en los escenarios globales y se recompone, como en los juegos de un caleidoscopio, desde formas diversas de ciudadanía cultural.
Arribamos así a tres modelos diferentes de posicionamiento intelectual en el que el fantasma de lo nacional se hace presente de distintas maneras. Como se ha visto, el lugar de enunciación se refiere a una serie de decisiones y posibilidades situacionales, y al modo de concebir la creación como trabajo intelectual, es decir, como producción de discursos ficcionales que emergen de sujetos concretos, relacionados con condiciones específicas de producción cultural. Estas poéticas provienen de muy diversos territorios existenciales, e involucran una comprensión diferenciada de la función del cuerpo y los afectos, de la clase, la raza y el género, del valor identitario de la lengua, el deseo y la creencia. Constituyen, entonces, formas alternativas de conciencia social y acercamientos singulares a la relación entre ficción y realidad, imaginación y racionalidad, saber, sentir y poder, nación y exterioridad posnacional.
La obra de Yuri Herrera sugiere como punto de partida una experiencia de vida poéticamente decantada, capaz de sostener líricamente los mitos que se integran en los imaginarios populares, sin hacer de los textos tesis sobre la historia mexicana ni requisitorias sobre los horrores de nuestro tiempo. Herrera, más bien, deja que la literatura se deslice sobre la superficie escabrosa de lo real iluminando el lado subjetivo de procesos sociales y el precio que se paga por la supervivencia. Su narrativa va imprimiendo una huella indeleble sobre la materia narrada, rastro que se percibe en las conductas sociales de sus personajes, en sus creencias, y en las subculturas a las que pertenecen, en las que se procesa el día a día de lo nacional.
Desde los escenarios de Veracruz que enmarcan las historias de jóvenes atormentados por la precariedad y la violencia, lo nacional tiene una presencia sangrienta –gore–, y al mismo tiempo delirantemente imaginativa, mostrada por Melchor en una prosa que por momentos parece una especie de viaje sicodélico que, sin embargo, guarda inquietantes relaciones con el mundo vivido. En la obra de Melchor el margen es el principal protagonista: espacio residual, promiscuo y profusamente visualizado, que habla con voz propia. Los personajes de Herrera son también habitantes de la periferia, pero el margen de Melchor se expresa de un modo mucho más dramático en los estratos de la psicología y la emocionalidad revulsiva de sus personajes y de sus acciones, presentados con una inmediatez cruda y flagrante. Melchor le apuesta al exceso; Herrera, a la mesura. En éste la posicionalidad fronteriza toca la trascendencia mítica, roza la abstracción, aunque la encarnadura de sus seres ficticios tiene una profunda, sintética verosimilitud. Son personajes simples y profundos, breves, contundentes, perfectamente oportunos, exactamente diseñados.
En Luiselli lo nacional es, por supuesto, fantasmático. El recurso de la espectralidad quita a su mundo credibilidad, y le agrega una dosis a veces excesiva de atemporalidad y de literatura. Pero, de todos modos, lo nacional atrae como un imán a través de sus referentes canónicos, algunos recovecos de lo urbano, algunos dramas contemporáneos que comienzan con lo testimonial y conducen a lo novelesco. Los fantasmas recorren en la prosa de Luiselli un espacio cultural claramente compartimentado (elitista e institucionalizado, por un lado, popular y/o mass-mediático, por otro). Son los indicios de un legado nacional(ista) que se transmite de generación en generación dentro del sector de una intelectualidad ya, en buena medida, transnacionalizada, cuyo contacto aséptico con las perversidades de lo real realiza nuevas síntesis de la densa y conflictiva historia mexicana. Aunque Herrera escribe también desde un enclave exterior, en Estados Unidos, su localización no parece haber atemperado su relación con una materia prima irrenunciable. Su origen provinciano, desplazado del contacto constante con el núcleo absorbente del DF, su capacidad para retener la vivencia de espacios periféricos y decodificar el desafío epistémico de la frontera, han resultado en un uso impecable de la lengua, la expresividad y hasta los gestos que el lector imagina acompañando el habla fronteriza, la respiración del paisaje y el pensamiento de sus personajes.
Los tres autores han logrado, cada uno a su manera, encontrar formas seguras y merecidas de inserción en el mercado cultural globalizado, al cual han logrado cultivar por su dominio ejemplar del oficio y por una voluntad sostenida de innovar y de integrar una voz auténtica, distinta, en un espacio público multicultural, que impone sus propias leyes y expectativas. Cada uno ha conquistado un público cuyas aficiones se irán definiendo a medida que la obra de estos escritores se desarrolle y encauce por caminos todavía imprevisibles. Lo cierto es que, sin embargo, a pesar de sus diferencias, los escritores estudiados entregan al lector una versión distinta del México revulsivo e insoslayable de José Revueltas, de la mexicanidad cosmopolita de Carlos Fuentes, de la experimentación vanguardista de Contemporáneos y del proyecto rupturista del Crack. Algo persiste de todos ellos, decantado, en las estéticas de esta generación. Pero si algún fantasma sobrevuela, invicto, insoslayable en las poéticas actuales es el de Juan Rulfo, lacónico y sobrecogedor.
Se ha dicho de los textos de Luiselli que han “nacido traducidos” o “nacidos para la traducción”, no sólo porque en algunos casos salieron a luz primero en inglés, sino porque su temática y su armazón han sido pensados para públicos no necesariamente mexicanos. Algo similar podría ser dicho de las obras de Herrera, aunque en su caso se percibe mucho menos la estrategia deliberada de inserción del producto literario en formas transnacionales de circulación y consumo. Herrera es un autor que, quizá sin proponérselo, interpela a