La medida en que apreciamos el amor de Dios está condicionada por la profundidad con que tememos a Dios. Cuanto más veamos a Dios en Su majestad infinita, santidad y gloria trascendente, estaremos más maravillados y asombrados al contemplar Su amor derramado en el Calvario. Pero también es cierto que entre más profunda sea nuestra percepción del amor de Dios por nosotros en Cristo, más profunda será nuestra reverencia y admiración hacia Él. Debemos ver a Dios en la gloria de todos Sus atributos —tanto Su bondad como Su santidad— para poder atribuirle la gloria y honor y reverencia que Él merece. El salmista capturó esta verdad cuando dijo a Dios: «Señor, si tú tuvieras en cuenta las iniquidades, ¿quién, oh Señor, podría permanecer? Pero en ti hay perdón, para que seas temido» (Salmo 130:3–4 LBLA). Él adoraba a Dios con reverencia y admiración por causa de Su perdón. En nuestra práctica de la piedad, entonces, debemos buscar crecer tanto en el temor de Dios como en una comprensión cada vez mayor del amor de Dios. Estos dos elementos juntos constituyen el fundamento de nuestra devoción a Dios.
Esta consciencia del amor de Dios por nosotros en Cristo debe ser personalizada a fin de que se convierta en uno de los ángulos fundamentales de nuestro «triángulo de devoción» a Dios. No es suficiente con creer que Dios amó al mundo; yo debo asombrarme al reconocer que Dios me ama a mí, una persona específica. Esta consciencia de Su amor individual es lo que mueve nuestros corazones en devoción a Él.
Hubo un tiempo al comienzo de mi vida cristiana en el cual mi concepción del amor de Dios era poco más que una deducción lógica: Dios ama al mundo; yo soy parte del mundo; por tanto, Dios me ama. Era como si el amor de Dios fuera una gran sombrilla para protegernos a todos de Su juicio contra el pecado, y yo estuviera bajo la sombrilla junto con otros miles de seres humanos. No era algo particularmente personal en ningún sentido. Luego un día entendí que «¡Dios me ama! Cristo murió por mí”.
Nuestra consciencia del amor de Dios por nosotros también debe crecer continuamente. A medida que maduramos en la vida cristiana, somos cada vez más conscientes de la santidad de Dios y de nuestra propia pecaminosidad. En la primera carta de Pablo a Timoteo, el apóstol reflexiona sobre la misericordia de Dios al llamarlo para el ministerio del evangelio. Él recuerda que antes fue un hombre blasfemo, perseguidor y violento. Esta descripción ya no es aplicable a Pablo; todo está escrito en pasado.
Pero mientras continúa reflexionando sobre la gracia de Dios, él pasa, al parecer casi sin darse cuenta, a hablar sobre su experiencia en tiempo presente. «Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero» (1:15). Él ya no está pensando en su pasado como perseguidor de Cristo. Ahora está pensando en su experiencia cotidiana actual como un creyente que no alcanza a conformarse a la voluntad de Dios para él. Él no piensa en otros cristianos, que como sabemos estaban muy lejos de Pablo en su devoción a Dios y su desarrollo del carácter piadoso. Pablo nunca desperdicia tiempo tratando de sentirse bien consigo mismo al compararse de manera favorable con cristianos menos maduros. Él se compara con el estándar de Dios, y en consecuencia se ve a sí mismo como el peor de los pecadores.
A través de esta percepción presente de su pecaminosidad, Pablo ve el amor de Dios por él. Cuanto más crece en su conocimiento de la perfecta voluntad de Dios, más ve su propia pecaminosidad y comprende más el amor de Dios al enviar a Cristo a morir por él. Y cuanto más ve el amor de Dios, su corazón se despliega más en devoción y adoración a Aquel que lo amó tanto.
Para que el amor de Dios por nosotros sea una sólida piedra fundamental de devoción, tenemos que reconocer que Su amor es enteramente por gracia —que reposa completamente sobre la obra de Jesucristo y fluye hacia nosotros a través de nuestra unión con Él. Por esta causa Su amor nunca puede cambiar, independientemente de lo que nosotros hagamos. En nuestra experiencia diaria, tenemos todo tipo de altibajos espirituales —pecados, fallas, desaliento— que nos hacen cuestionar el amor de Dios. Eso pasa porque seguimos pensando que el amor de Dios es de alguna manera condicional. Nos asusta pensar que Su amor está basado enteramente en la obra culminada de Cristo a nuestro favor.
En lo profundo de nuestras almas tenemos que abrazar la verdad maravillosa de que nuestras fallas espirituales no afectan el amor de Dios por nosotros en lo más mínimo—que Su amor por nosotros no fluctúa según nuestra experiencia. Debemos ser sobrecogidos por la verdad de que somos aceptados por Dios y amados por Dios únicamente por razón de estar unidos a Su Hijo Amado. Como dice Efesios 1:6, Él «nos hizo aceptos en el Amado».
Por eso Pablo podía regocijarse enormemente en el amor de Dios. Escucha el tono triunfal de su voz en Romanos 8 cuando hace estas preguntas:
• «Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros?»
• «¿Quién acusará a los escogidos de Dios?»
• «¿Quién es el que condenará?»
• «¿Quién nos separará del amor de Cristo?»
Y escucha luego su eufórica conclusión cuando dice: «Por lo cual estoy seguro de que (…) [nada] (…) nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro».
¿Acaso esta comprensión del amor personal e incondicional de Dios por nosotros en Cristo conduce a una vida irresponsable? Para nada. En cambio, esa consciencia de Su amor nos estimula a una devoción a Dios cada vez mayor. Y esta devoción es activa; no es simplemente un sentimiento cálido y afectuoso hacia Dios.
Pablo declaró que el amor de Dios por nosotros lo constreñía a vivir no para sí mismo sino para Aquel que murió por nosotros y resucitó (cf. 2 Corintios 5:14–15). La palabra «constreñir» que usó Pablo es un verbo muy fuerte. Significa presionar por todas partes e impulsar o forzar a alguien para que actúe de cierta forma. Probablemente no muchos cristianos pueden identificarse con Pablo en cuanto a la profundidad de su motivación, pero ciertamente esta debería ser nuestra meta. Esta es la fuerza apremiante que el amor de Dios debe ejercer sobre nosotros.
Juan habla de forma similar sobre la fuerza apremiante del amor de Dios cuando dice: «Nosotros amamos, porque Él nos amó primero» (1 Juan 4:19 LBLA). Ya sea que Juan estuviera pensando en el amor a Dios o el amor a otras personas, ambos son impulsados por el reconocimiento del amor de Dios por nosotros.
Así pues, vemos que la devoción a Dios comienza con el temor de Dios —con un entendimiento bíblico de Su majestad y santidad que produce reverencia y admiración ante Él. Y luego vemos que el temor de Dios conduce naturalmente a un reconocimiento del amor de Dios por nosotros como se demuestra en la muerte expiatoria de Jesucristo. A medida que contemplemos más y más a Dios en Su majestad, santidad y amor, seremos conducidos progresivamente al ápice del triángulo de la devoción: el deseo de Dios.
Sed de Dios
La verdadera piedad involucra nuestros afectos y despierta en nuestro interior un deseo de disfrutar de la presencia de Dios y la comunión con Él. Esta produce un anhelo de Dios. El escritor del Salmo 42 expresó vívidamente este anhelo cuando exclamó: «Como el ciervo brama por las corrientes de las aguas, así clama por ti, oh Dios, el alma mía. Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo; ¿cuándo vendré, y me presentaré delante de Dios?». ¿Qué podría ser más intenso que la sensación de sed de un ciervo perseguido? El salmista no duda en usar esta imagen para ilustrar lo intenso que es su propio deseo de estar en la presencia de Dios y tener comunión con Él.
David también expresa este deseo intenso de Dios: «Una cosa he demandado a Jehová, ésta buscaré; que esté yo en la casa de Jehová todos los días de mi vida, para contemplar la hermosura de Jehová, y para inquirir en su templo» (Salmo 27:4). David anhelaba intensamente a Dios, anhelaba disfrutar de Su presencia y Su hermosura. Dado que Dios es Espíritu, Su hermosura obviamente no se refiere a una apariencia física sino a Sus atributos. David disfrutaba meditar en la majestad y la grandeza, la santidad y la bondad, de Dios. Pero David hacía algo más que contemplar la hermosura de los atributos de Dios. Él buscaba a Dios mismo, pues en otra parte dice: «De madrugada te buscaré; mi alma tiene sed de ti, mi carne te anhela» (Salmo 63:1).
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