La escasez de restos arqueológicos asociados a la explotación de los recursos marinos durante los primeros momentos de la colonización no nos permite calibrar la verdadera importancia que esta tuvo en plena época tartésica; sin embargo, el fuerte impacto que tuvo en el entorno de Gadir a partir del siglo VI a.C. permite hacerse una idea de la importancia que ya debía poseer en fechas anteriores, al menos en la zona del Estrecho. Dicha zona era rica en fauna marina, en cuyas aguas se puede pescar un gran número de especies, especialmente escómbridos (atún y bonito) y escualos (tiburones o cazones), aunque al parecer lo que más predominaba era la pesca de la corvina. La posterior elaboración de las salazones era un proceso largo en el tiempo desde la obtención de la salmuera hasta el autodiálisis por exposición al sol o bien mediante el uso de hornos como los que se han detectado en la zona. Existen indicios suficientes para conocer que la fabricación de las salazones se realizaba artesanalmente, y no como una actividad exclusivamente doméstica, por lo que la producción estaba orientada a la explotación y, por lo tanto, a la obtención de beneficio. Sin embargo, cuando se detecta una producción a gran escala, parece que esos medios de producción estaban controlados por la propia ciudad de Gadir, quizá bajo el control de los templos, al igual que parece ocurrir con la explotación del vino. Este hecho queda atestiguado en los sellos de las ánforas destinadas a la explotación de las salazones, razón por la cual vinculamos a este sector de la producción la expansión de la industria alfarera encargada de elaborar los grandes envases para el almacenaje y la exportación de los productos, lo que al mismo tiempo justifica la existencia de importantes complejos alfareros en la bahía de Cádiz. No podemos olvidar que los sellos documentados en las ánforas eran una garantía más de la calidad del producto, lo que seguramente favorecía el ejercicio de las transacciones internacionales a nivel estatal.
Esta revolución económica, no sólo basada en la explotación minera como se ha venido defendiendo reiteradamente, benefició especialmente a los colonos fenicios, quienes controlaban la comercialización de las materias primas y los productos manufacturados, por los que conseguirían grandes beneficios. Así, el interés de los fenicios por el amplio territorio del interior peninsular estaría basado en los ricos recursos mineros y agropecuarios que ofrecía, pero también humanos, al mismo tiempo que las jefaturas guerreras representadas en las estelas se convertían en los intermediarios más idóneos para conseguir esos productos. Esta bonanza económica repercutió muy positivamente en dichas jefaturas indígenas, como así nos lo indica la elevada demanda de productos de lujo o prestigio, cada vez mejor documentados en lugares apartados del núcleo de Tarteso, caso del valle del Tajo. Los indígenas serían cada vez más conscientes de su esencial papel como intermediarios para hacer llegar esos productos a los puertos del atlántico peninsular, lo que reforzaría su autoridad política. La confluencia de intereses terminaría por forjar una fuerte alianza entre ambas comunidades a través de pactos políticos y sociales que han dado como resultado lo que algunos han definido como «aculturación», aunque parece más ajustado el término de hibridación, pues se trata de un proceso bidireccional en el que la sociedad tartésica se encuentra en plena expansión.
Como consecuencia de esta demanda de productos de prestigio para abastecer a las jerarquías tartésicas, se crearían talleres de artesanía en el sur peninsular, centros en los que se realizarían objetos siguiendo el estilo oriental, pero utilizando formas e incluyendo imágenes propias del mundo indígena, lo que le aporta a estas piezas una marcada personalidad. La orfebrería, la toréutica o trabajo en bronce, la eboraria o la artesanía del marfil, así como la alfarería para las vajillas de lujo, adquirieron un estilo oriental que, sin problemas, podemos calificar como tartésico, pues es el resultado de la fusión entre temas y tecnologías orientales e indígenas que los diferencian de otros ámbitos del Mediterráneo.
Más difícil nos resulta conocer cuáles fueron los mecanismos de hibridación e integración cultural de ambas comunidades, pero también es cierto que a partir del siglo VII a.C. se detecta una organización social mucho más compleja que se acercaría a un modelo de organización estatal, tal vez inspirado en los patrones orientales. Esta nueva organización social no estaría exenta de dificultades, adscritas principalmente a la existencia de conflictos sociales y raciales. Posiblemente, entre las jefaturas indígenas debieron producirse conflictos de intereses por el control de las vías de comunicación a través de las que se distribuirían las materias primas del interior; de igual modo, entre los fenicios existirían tensiones sociales, principalmente entre los primeros colonizadores, considerados ya plenamente indígenas, y aquellos que fueron llegando en generaciones posteriores, relegados a tareas menos lucrativas que las derivadas del comercio exterior; y, por último, existirían conflictos entre las distintas comunidades procedentes del interior, las cuales ocuparían el último estrato social, llegando algunas de ellas a subsistir, posiblemente, en régimen de esclavitud.
El desarrollo de la explotación metalúrgica, la especialización agrícola y el aprovechamiento de los recursos pesqueros traerían aparejada la adopción de un nuevo patrón urbano asociado al sensible aumento de la población en Tarteso que se vio traducido en el inmediato y rápido crecimiento de los poblados indígenas a partir del siglo VIII a.C., los cuales adaptaron el modelo urbano oriental para racionalizar sus espacios. Así mismo, los pequeños asentamientos coloniales fenicios se fueron haciendo más complejos para dar cabida tanto a los nuevos contingentes de población llegados desde el Mediterráneo, como a los indígenas que buscaban prosperar en los núcleos de población donde el desarrollo económico era más intenso. De ese modo, la demanda de manos de obra crecerá exponencialmente, lo que propiciará la entrada de un número muy elevado de población indígena que conformaría, con su integración, buena parte de la masa social de Tarteso.
Como ya apuntábamos con anterioridad, una de las actividades más destacadas, sin olvidar la gran variedad de trabajos relacionados con la artesanía, es la alfarería, imprescindible para llevar a cabo la comercialización de los productos susceptibles de ser exportados, caso de las salazones, el aceite o el vino. La elaboración de ánforas para el transporte marítimo, así como de otros recipientes destinados al almacenaje, se completaron con la fabricación de vajillas de mesa y cocina que sirvieron para abastecer las necesidades básicas de la población. Es curioso observar cómo la producción de ánforas indígenas comienza a ganarle paulatinamente el terreno a las genuinamente fenicias, mientras que en los poblados del interior se comienzan a imitar los tipos cerámicos fenicios gracias a la introducción y uso del torno de alfarero, hasta ese momento desconocido en la península.
Un claro reflejo del desarrollo económico de Tarteso es el aumento de sus poblados, así como la mayor complejidad que adquiere su sistema constructivo. Destaca especialmente la construcción de murallas, que al mismo tiempo que protegían los poblados, servían para adquirir el estatus de ciudad al modo mediterráneo, siguiendo así los cánones fenicios de la poliorcética. A ello se une la realización de obras de mayor envergadura técnica cuya finalidad no era otra que la de asentar los mecanismos de poder. Un ejemplo de ello lo constituyen los santuarios, edificados en los inicios del siglo VIII a.C. bajo una evidente influencia fenicia, pero amortizados para volver a levantar sobre sus restos nuevos santuarios que, a pesar de conservar el genuino estilo oriental, introducen variaciones en la articulación de sus plantas arquitectónicas que responden a la asimilación o inclusión de las creencias indígenas. Estaríamos hablando, por lo tanto, de los primeros santuarios tartésicos propiamente dichos, lugares donde no sólo se compartiría el culto, sino donde además se normalizarían los rituales