Tras estos primeros asentamientos tartésicos de marcado carácter minero y comercial, hacía finales del siglo VIII a.C., la mayor densidad de población tartésica se concentró en la desembocadura del Guadalquivir, en las elevaciones del relieve que dibujan los Alcores y el Aljarafe, en el sur de la provincia de Sevilla, región que destaca por la fertilidad de sus tierras. De todos los enclaves conocidos quizá Spal pueda considerarse el de mayor importancia al estar asociado al santuario extraurbano de El Carambolo, germen de la cultura tartésica autóctona en la década de los cincuenta del siglo XX, cuyo análisis ha sido recogido en el apartado dedicado a la religión tartésica. Aunque en la raíz de Spal siempre se ha buscado un origen fenicio, son constantes los debates que intentan relacionar su aparición con un horizonte tartésico, sin que la arqueología haya podido definir la filiación cultural de este enclave, pues son pocas las intervenciones llevadas a cabo en parte como consecuencia de que la actual ciudad de Sevilla cuenta con la superposición de varias fases constructivas que complican, en muchos casos, llegar a niveles tan antiguos.
Localizado en la Antigüedad sobre una isla o península en el estuario del Guadalquivir, constituía el punto más al interior al que podía accederse en barco, de ahí el interés que este enclave despertaría entre los comerciantes fenicios. Frente a él, al otro lado del río Guadalquivir, sobre una de las pequeñas elevaciones del Aljarafe se alza su santuario, El Carambolo, consagrado a los dioses Baal y Astarté. La aparición de un conjunto de objetos de oro en 1958 despertó el interés por este yacimiento, convertido desde aquel momento en el fósil guía para el estudio de Tarteso, pues el tesoro se consideró una genuina representación de su arte (fig. 15). Compuesto de dieciséis placas rectangulares, dos en forma de piel de toro, un collar y dos brazaletes, tiene un peso aproximado de tres kilos. Su aparición supuso el inicio de una serie de intervenciones arqueológicas en cuyo marco creyó haberse encontrado la esencia material y cultural de Tarteso que hundía sus raíces en la Prehistoria peninsular y cuyo mejor representante era la cerámica pintada tipo «Carambolo» o también conocida como Guadalquivir I. Se trata de una cerámica fabricada a mano y decorada mediante la plasmación de motivos geométricos con pintura rojiza sobre una superficie bruñida o engobada.
Fig. 15. Tesoro de El Carambolo, Museo Arqueológico de Sevilla.
Sin embargo, las constantes revisiones de los materiales extraídos por J. de Mata Carriazo, su primer excavador, y la definitiva ampliación de los trabajos arqueológicos hace aproximadamente una década, descartaban la existencia de un poblado de cabañas del Bronce Final, confirmando la presencia de un santuario de tipo fenicio en el área denominada como Carambolo Alto, cuya cronología se extiende entre mediados del siglo VIII y el siglo VI a.C. En este marco se insertan las cinco fases constructivas en las que se estructura el edificio, siendo la primera de ellas la que responde a un patrón puramente oriental, mientras que las siguientes se insertan ya en un horizonte tartésico en el que la influencia fenicia se hace notar.
Algo más al interior, sobre una Meseta que se alza en los Alcores, junto al paso del río Corbones, afluente del Guadalquivir, se localiza el asentamiento de Carmona. Del mismo modo que ocurre con el ejemplo anteriormente analizado de Spal, la ejecución de una serie de trabajos arqueológicos, la mayor parte intervenciones de prevención dentro de su casco urbano, han permitido documentar la existencia de una fase de ocupación durante el periodo tartésico. Quizá el hallazgo más significativo lo constituyan los restos constructivos hallados en las intervenciones de 1992 en la casa del marqués de Saltillo, donde se exhumaron varios ámbitos de planta rectangular compuestos por tres fases constructivas (fig. 16). La última fase constructiva es la mejor conocida de todas. Compuesta por un espacio abierto y tres habitaciones contiguas, está edificada a partir de un zócalo de piedra sobre el que se alza el paramento de adobes, con pavimentos de arcilla roja apisonada, contando una de las estancias con un hogar y un banco corrido. Entre sus materiales se documentaron restos de ánforas fenicias, urnas tipo Cruz del Negro, cerámicas de barniz rojo y manufacturas a mano; sin embargo, entre estos destacan los restos de tres pithoi de gran tamaño y con un excelente estado de conservación, decorados, uno de ellos con una procesión de grifos y los otros dos con motivos vegetales en los que se representan unas flores de loto abiertas y cerradas interpretadas como una alegoría al ciclo de la vida. Estos recipientes aparecieron insertos en tres de las esquinas del ámbito 6 donde había sido practicada una oquedad en el pavimento para depositarlos. Junto a ellos, restos de cerámicas grises, un plato de barniz rojo y cuatro cucharillas de marfil que representan los cuartos traseros y delanteros de un ciervo. Estos elementos, fechados entre finales del siglo VII y mediados del siglo VI a.C., han permitido otorgarle a la construcción un carácter cultual cuyos paralelos más cercanos se documentan en Montemolín.
Fig. 16. Estancia de marqués de Saltillo y tres pithoi (según Belén y otros, 1997).
El yacimiento de Montemolín se localiza sobre una pequeña elevación en la margen izquierda del río Corbones. Las intervenciones arqueológicas efectuadas desde la década de los ochenta del pasado siglo, han permitido conocer la existencia de una ocupación que arranca en el Bronce Final y se mantiene sin solución de continuidad hasta el siglo V a.C., momento en el que se abandona para volver a ser ocupado poco tiempo después. Junto a este enclave, en otra elevación situada más al norte, se ha localizado el asentamiento de Vico, cuya ocupación es mucho más prolongada, hecho que ha llevado a sus excavadores a considerar a Montemolín como la acrópolis del asentamiento. Los dos edificios exhumados constan de varias fases constructivas o remodelaciones, fechando su fase más antigua entre los siglos VIII y VII a.C. Todas sus fases están construidas a partir de un zócalo de piedra sobre el que se levanta el alzado de adobe; aunque la mayor particularidad se encuentra en que los edificios rectangulares fueron edificados sobre una cabaña anterior, fechada en el Bronce Final, que hoy en día nos permite conocer la evolución constructiva que estos enclaves sufrieron tras la adopción de las técnicas y los patrones constructivos orientales.
De todos los restos constructivos excavados, es el llamado edificio D el que cuenta con un estudio más pormenorizado en el que se incluye el análisis de los restos materiales que contenía. Entre ellos cabe destacar la aparición de cerámicas a mano que marcan la tradición con una etapa de ocupación anterior, cerámicas grises, urnas Cruz del Negro, vasos à chardon a torno, cuencos decorados o restos de varios pithoi, entre los que sobresale uno en el que se representa una procesión de bóvidos. Destaca también dentro de este edificio la existencia de un patio abierto donde se ha localizado una gran cantidad de carbones, cenizas y huesos de animal, junto a una plataforma de piedra ubicada en la zona de acceso al patio e interpretada como un altar de sacrificios. Todos estos elementos le han otorgado a esta construcción un carácter religioso (fig. 17).
Fig. 17. Planta de Montemolín y pithos (según Bandera y otros, 1995).
Otro de los enclaves considerado de origen tartésico es el yacimiento de Mesa de Setefilla, localizado en