En resumen, antes de la llegada de los fenicios, en el sur de la península Ibérica las cerámicas se realizaban en hornos sencillos de cocción reductora, lo que daban como resultado vasos negruzcos que se elaboraban en el entorno familiar. Sin embargo, y gracias a los diferentes tipos que se han podido documentar, ya había un estilo común en esta amplia zona del sudoeste peninsular, lo que significa que existía un rasgo cultural común o, si se quiere, una identidad cultural a través de las cerámicas. Esta consideración es de gran interés, pues si tenemos en cuenta que aún no existía una producción industrial de estas cerámicas precisamente por la poca capacidad de los hornos y las dificultades de distribución, se acentúa aún más la uniformidad cultural del territorio donde se van a asentar los colonizadores mediterráneos. En realidad no existe una gran variedad de formas ni de estilos decorativos, aunque sí se aprecia un sensible aumento de la producción a partir del siglo VIII a.C., en paralelo a la llegada de los primeros contactos comerciales mediterráneos, que concuerda con la elaboración de grandes recipientes para guardar excedentes. También coincide este momento con la sustitución paulatina de las decoraciones típicas del Bronce Final, realizada a base de bruñidos y donde destacan especialmente las denominadas «retículas bruñidas», por las pintadas con motivos geométricos. Pero no podemos olvidar que las cerámicas a mano se siguieron elaborando en el sur peninsular hasta bien entrado el I milenio, conviviendo con las cerámicas más sofisticadas de clara influencia mediterránea.
Pero no cabe duda de que el tipo cerámico más significativo de Tarteso, y que se ha convertido en una especie de «fósil-guía» de su cultura, es el denominado «tipo Carambolo», por ser en este yacimiento donde se hallaron con mayor profusión (fig. 21). Si en un principio no se dudaba de la adscripción de estas originales producciones al mundo indígena, la revisión cronológica de El Carambolo y de otros yacimientos tartésicos las han hecho coincidir con el momento de la colonización, lo que ha disparado las interpretaciones sobre su verdadero origen, sin olvidar que son cerámicas realizadas a mano, aunque con decoraciones geométricas en sintonía con el gusto mediterráneo que prima en ese momento. La decoración se basa en pinturas monocromas en rojo hasta cierto punto similares a las bruñidas del Bronce Final, aunque con mayores variantes temáticas. Las formas apenas cambian, destacando las cazuelas carenadas, pero también aparecen otras nuevas como los grandes vasos cerrados. Más significativa es su dispersión geográfica, circunscrita al núcleo tartésico, con algunas variantes en su periferia geográfica, que sin embargo gozan de una gran originalidad, lo que hace dudosa su derivación directa de aquellas.
Fig. 21. Cerámicas tipo Carambolo.
También son muy características de la cultura tartésica las cerámicas pintadas con motivos vegetales y zoomorfos, asociadas por norma general a recintos con clara funcionalidad cultual. Estas cerámicas irrumpen hacia el siglo VII a.C. y parece que sustituyeron a las «tipo Carambolo», que no vuelven a hacer acto de presencia en la zona. Estas cerámicas, pintadas por regla general en rojo y negro, presentan formas comunes como cuencos y copas, si bien las más características son los pithoi, ya que gracias a sus grandes dimensiones permiten realizar una decoración profusa y narraciones iconográficas significativas. Destacan las escenas de seres fantásticos marchando entre una abundante decoración floral o la sucesión de capullos y flores de loto, unas decoraciones muy similares a las que ofrecen los marfiles. Por último, destacar otro de los elementos cerámicos definidor de la cultura material tartésica: las urnas denominadas «Cruz del Negro», que ocupan prácticamente todo el periodo tartésico (fig. 22). Estas características urnas de cuerpo globular y asas geminadas tienen como función contener los huesos cremados de los difuntos y caracterizan así a las necrópolis tartésicas, no sólo en el núcleo cultural, sino en buena parte de su ámbito geográfico.
Fig. 22. Urna tipo Cruz del Negro, Hispanic Society of America, Nueva York.
Estas cerámicas tartésicas convivieron con las producciones fenicias de barniz rojo, primero importadas y poco después imitadas en la propia península, por lo que estos característicos ejemplares de origen fenicio, donde destacan los cuencos, los platos y los jarros de «boca de seta» y los trilobulados, las lucernas o los quemaperfumes, prolongaron su producción hasta el siglo VI a.C., es decir, hasta el final del periodo tartésico en el valle del Guadalquivir.
La forma que irrumpe con más fuerza por su importancia funcional es el ánfora, fundamental para fomentar el comercio marítimo a larga distancia y para el almacenamiento de excedentes agrícolas. La presencia de ánforas en la península es muy temprana, procedentes de los más variados puntos del Mediterráneo como consecuencia de los primeros contactos fenicios con las zonas de Huelva y Cádiz; muy pronto, estos contenedores comienzan a elaborarse en la península imitando los tipos fenicios y generalizándose por todo el área tartésica y su periferia geográfica. Con las ánforas, donde destacan las «tipo R-1» con una gran dispersión geográfica, y las «tipo Sagona-2», llegan productos como el vino o el aceite, pero también pronto se exportarán bienes elaborados en la península como las salazones, que adquirirán una significativa importancia económica hasta época romana. Las ánforas han servido, y siguen siendo un referente, para reconstruir la red comercial de Tarteso, así como para registrar la dieta practicada gracias a las analíticas que de su contenido se vienen realizando en los últimos años. Y no son menos importantes para conocer a fondo el comercio internacional que se llevaba a cabo desde Tarteso, gracias también en buena medida a las inscripciones que algunas guardan, donde entran en juego las ánforas «tipo SOS» procedentes del comercio griego, así como otras procedentes de Cerdeña y otros puntos del Mediterráneo a partir del siglo VIII, pero especialmente a partir del VII a.C.
Sin embargo, y como por otra parte es lógico, lo que más ha transcendido de la cultura tartésica han sido sus objetos de lujo y prestigio vinculados con el culto y el ritual, generalmente procedentes de los santuarios y las tumbas más significativas; si bien también conocemos un buen número de elementos de alto valor artístico hallados fuera de cualquier contexto arqueológico, lo que a veces ha distorsionado el ámbito geográfico y cultural de Tarteso. Los bronces han sido con diferencia los objetos a los que más atención se les ha prestado a la hora de sistematizar los materiales de adscripción tartésica, tanto por su cantidad como por la calidad de las producciones; además, su temprano estudio sirvió para introducir el término «orientalizante», empleado, como ya se ha dicho, para definir el arte de estilo oriental que transmitían principalmente los jarros, pero que poco a poco se fue extendiendo a todas las manifestaciones artísticas de la época, lo que a la postre ha provocado un abuso del término que no ayuda a definir correctamente el concepto cultural de lo tartésico. La artesanía en bronce de Tarteso no se caracteriza precisamente por su especial abundancia, aunque sí por su calidad, fruto quizá de la experiencia acumulada durante el Bronce Final. Por otra parte, y a pesar de lo que nos transmiten las fuentes clásicas sobre la riqueza en plata de Tarteso, los objetos realizados en este metal son muy poco significativos, por no decir marginales, cuando se supone que era uno de los elementos clave para entender el despegue y el desarrollo de la economía tartésica; es posible que la plata estuviese destinada en exclusiva a la exportación, lo que justificaría su escasa presencia en los objetos tartésicos.
Los primeros objetos de bronce son del más puro estilo mediterráneo, pues se corresponderían con las primeras importaciones realizadas por los fenicios para satisfacer la demanda de las jefaturas locales. Posteriormente, con la consolidación de la colonización, llegarían metalúrgicos y artesanos fenicios que poco a poco incorporarían mano de obra indígena para elaborar sus propios productos de inspiración oriental. Así, y a partir del siglo VII a.C., ya podemos hablar de una auténtica artesanía tartésica de estilo orientalizante, con una variedad de objetos que seguramente se corresponden con diferentes centros artesanales repartidos por buena parte del territorio tartésico, lo que justificaría las singularidades formales de cada zona. Como ya se ha mencionado, los objetos