Para la formación de los blasquistas en el nuevo ideario fue necesario socializar a los hombres en nuevos modelos de comportamiento en lo que hacía referencia al disfrute del tiempo libre y, también, a las relaciones con las mujeres y con la vida familiar.
A principios de siglo, la radical segregación entre los sexos en las clases populares hacía que el tiempo de ocio masculino se dedicara sobre todo a las reuniones en las tabernas, donde la charla, el juego y la bebida eran las principales ocupaciones. Este ocio exclusivamente de los hombres, donde las mujeres no tenían cabida, ocupaba su tiempo de descanso y daban lugar a una sociabilidad sin objetivos, en muchos casos irracional. A veces, llena de peleas y discusiones, que condenaba a los varones a embrutecerse con el alcohol y a perpetuarse en hábitos que los republicanos consideraban anacrónicos e inmorales y en cuya transformación se comprometieron, con la intuición de que era necesario modificar ciertas nociones sobre el significado y las vivencias de la masculinidad para poner en marcha algunos cambios sociales importantes.
En todas las novelas del ciclo valenciano de Blasco Ibáñez, La barraca, Cañas y barro, Flor de Mayo, Cuentos valencianos y Entre naranjos aparecen reiteradamente escenas donde se describe cómo este ocio masculino que se vive en tabernas y casinos se significa, por un lado, como un espacio de expansión, de encuentro y distracción, que en algunos casos conduce a una cierta degradación de la conducta de los hombres; y, por otro lado, como ajeno, casi una huida de los hombres de las responsabilidades y presiones del entorno familiar.
Espacio de una supuesta libertad masculina, en el casino los hombres pueden hacer abiertamente comentarios sobre Leonora, la cantante de ópera que en Entre naranjos se había establecido en Alzira, mujer independiente y de vida libre, de la que «sólo hablaban bien los hombres en el Casino, cuando se veían libres de la protesta de su familia».78
Las tabernas, el juego, el alcohol, donde hombres con hombres se distraían y hablaban, ajenos a la presencia femenina, demarcaban el espacio real y simbólico no sólo entre los géneros, sino también entre las responsabilidades sociales que tenían los hombres con respecto a su trabajo, su familia y su propia personalidad, que sólo entre hombres se mostraba finalmente sin cortapisas. Las presiones sociales exigían de los hombres cargas y compromisos que sólo se subvertían en el espacio donde se encontraban solos; en las tabernas, por ejemplo, donde podían expresar finalmente una masculinidad, provisionalmente, al margen de sus deberes sociales.
Como se narra en La barraca, refiriéndose a los encuentros masculinos en la taberna de Copa, «cuando un padre de familia ha trabajado y tiene en el granero la cosecha, bien puede permitirse su poquito de locura».79 Pero, seguidamente, en la descripción de la actividad de los hombres en el local de Copa, se muestra cómo este «poquito de locura» sobrepasa ciertos límites y las reyertas y peleas se hacen presentes. Los conflictos sociales, la rabia de los labradores por la explotación a la que les somete el «amo» de la tierra, se vuelve contra los mismos labradores que, aletargados por el alcohol, se enfrentan entre ellos en las tabernas y garitos, incapaces de comprender que sus disputas bravuconas no son la solución a las arbitrariedades de los propietarios.
Así, esta noción de la identidad masculina violenta, que se expresaba sobre todo en el tiempo de ocio, perpetuaba a los hombres de clases populares en valores y hábitos de conducta que el blasquismo, como ya hemos dicho, consideraba necesario transformar.
Por tanto, el ocio en las tabernas, en el juego o en los toros se significaba por los republicanos como una válvula de escape a través de la cual se expresaba una masculinidad, en muchos casos chulesca, prepotente y agresiva, promocionada por el poder para perpetuar en el inmovilismo y en la ignorancia a los grupos sociales más desfavorecidos, principales practicantes de este tipo de entretenimientos realmente muy extendidos en la época. Como cuenta Pigmalión «había entonces en Valencia muchos garitos y casas de juego defendidas por chulos baratos y matones».80
Una de las expresiones más directas de esta relación que los blasquistas establecían entre la identidad masculina y la violencia, la encontramos en un artículo humorístico titulado «El símbolo» y que firmaba Luis Taboada. El texto dice así:
A algunos les parece muy bien la costumbre de llevar navajas en el bolsillo y se mueren por sacarlas y fingir que matan a uno detrás de una puerta [...] Y esgrimen el arma con encantadora agilidad, y se hacen la ilusión de ser unos homicidas terribles [...] En fin la navaja desaparecerá cuando muramos todos. Hay quienes ya vienen al mundo con ella.
Y, a continuación, se establece en el texto un corto diálogo:
—Corra Ud. D. Nicomedes; corra usted que ya ha salido de cuidado su señora.
—¿Y qué ha soltado? ¿Niño ó niña?
—Un niño, un niño muy hermoso, con su navajita colgada al cuello.81
Los niños parecían nacer vinculados irremediablemente a la «navajita», símbolo inequívoco de su masculinidad. Ser hombre suponía que era necesario ostentar y practicar formas de valor y violencia que daban prestigio al individuo dentro de la comunidad. Los sujetos más desfavorecidos parecían obtener un cierto reconocimiento social demostrando que eran valientes y capaces de amedrentar e imponerse por la fuerza sobre los demás.
Como decía el periodista Escuder, la vida para los pobres era dura, los obreros vivían en condiciones de habitabilidad precarias, en casas insalubres y oscuras, «amontonados en cuchitriles, revueltos los sexos, sin abrigos, incómodos», y, en este estado de penuria, añadía: «la embriaguez suele ser su única diversión».82 Esta precariedad en las condiciones de vida de los más necesitados con frecuencia suponía que la embriaguez y las peleas entre hombres iban unidas; y aunque estas expresiones de la masculinidad estaban para los blasquistas relacionadas con sus deficientes condiciones materiales, desde su punto de vista, eran intolerables y anacrónicas, responsabilidad de las autoridades que no hacían nada para solucionarlas. Parte del problema era que los gobernantes no se preocupaban tampoco de elevar el nivel cultural de los hombres que vivían en el atraso y en la subordinación, manteniendo hábitos de conducta y formas de pensamiento antiguos y bárbaros. La continuidad del sistema político de la Restauración no se manifestaba sólo en prácticas de poder político caciquiles, arbitrarias y antidemocráticas, sino en la extensión y perpetuación de toda una tradición cultural que suponía, también, unos usos cotidianos que extendían las prácticas políticas hasta las conductas personales.
Además, los agentes de la autoridad, aplicando unas fórmulas políticas, también irracionales, arbitrarias e injustas, continuamente dejaban tranquilos a los «chulos» y violentos con los que, incluso, compartían ciertas conductas y determinados ambientes. Como era frecuente leer en el periódico El Pueblo:
Ni en África ocurren actos de barbarismo como en Valencia [...] Desde que el productivo oficio de matón es respetado por los agentes de la autoridad y protegido por las personas influyentes, la seguridad pública en esta ciudad es un mito.83
En cualquier caso, los republicanos incidían en las conductas violentas que enfrentaban a los hombres para solucionar los conflictos. Así, incluso cuando las actividades violentas tenían lugar entre los propios republicanos, admitían que la violencia entre los iguales no era la solución.
La solución a los problemas de la violencia, de las peleas, incluso de la embriaguez, no era el tolerarlos amparándose en la propia arbitrariedad y complicidad de las autoridades, ni tampoco dictar órdenes para reprimirlos. Como se puede leer entre líneas en el artículo anterior y se afirma con rotundidad en otro