Nosotras, en cambio, partíamos de una trágica realidad: en la Iglesia, las mujeres, que como religiosas constituíamos cerca de dos tercios del número total de religiosos, y más de la mitad si a estos se les unía el clero secular, eran prácticamente invisibles. O, mejor dicho, eran percibidas como un conjunto uniforme, que se suponía devoto y con buena disposición hacia las normas que los clérigos habían establecido para ellas. Si no, se consideraban como potencialmente peligrosas rebeldes.
Comenzamos con un proyecto modesto pero revolucionario en sí: hacer saber que las mujeres existimos, que hacemos cosas importantes y que siempre hemos estado en la historia de la Iglesia, obviamente. Por medio de un instrumento sencillo y liviano. Comenzamos, en efecto, con solo cuatro páginas, aunque con el mismo gran formato que el periódico vaticano, con una sección pequeña pero bien cuidada y una elegante forma gráfica, gracias también a la colaboración de una amiga pintora, por entonces octogenaria, que ayudó a ilustrar el primer número de Donne Chiesa Mondo con creativas y hermosas imágenes. Esta generosa colaboración llevó posteriormente, menos de un año después, tras la histórica renuncia de Benedicto XVI, a un acontecimiento extraordinario: por primera vez fue una mujer pintora quien ofreció al papa el friso con el anuncio de su elección en cónclave (y que en 1978 y 2005 había sido encargado a Giacomo Manzù), y cuya representación tradicionalmente adorna el número extraordinario del periódico.
Volviendo a Donne Chiesa Mondo, en portada presentamos una larga entrevista a una mujer importante –aunque no necesariamente famosa– en la vida de la Iglesia actual. Comenzamos con quien ciertamente es la más importante, pero también poco conocida: Maria Voce, la presidente del movimiento de los Focolares y sucesora de la fundadora del mismo, Chiara Lubich. De hecho, fue la propia Lubich quien consiguió que el papa Juan Pablo II permitiera que la guía del movimiento fuera siempre una mujer, aunque acompañada por un hombre.
Maria Voce es una mujer inteligente, aguda e irónica, que, a pesar de ser una figura principal en la Iglesia, se ha mantenido siempre en segundo plano, y que conoce el mundo gracias a los numerosos viajes durante los cuales entró en contacto con los miembros del movimiento de los Focolares. Estos miembros están repartidos por todas partes, según una estructura muy flexible que se adapta siempre al entramado local y crea ocasiones de colaboración con exponentes de otras confesiones cristianas y de otras religiones. Una persona valiosa, cuya profundidad espiritual le permite comprender y afrontar situaciones complicadas y difíciles. ¿No es extraño que una mujer como esta no reciba regularmente las consultas del papa y de los organismos de la Santa Sede? ¿Acaso no es una pérdida absurda, en una situación difícil para la Iglesia, precisamente cuando debería recurrir a la ayuda de todos?
En segunda página, un artículo dedicado a un tema histórico y otro abierto a las relaciones con otras confesiones cristianas o con otras religiones. En la tercera página, una encuesta que quería dar a conocer la experiencia femenina del mundo, y en cuarta página, junto a la publicidad, la vida de una santa, narrada libremente por un escritor –hombre o mujer–, incluso no creyente. Con las historias, con frecuencia muy originales, de estas santas logramos nuestro primer éxito: escritores famosos de ambos sexos aceptaron con entusiasmo esta propuesta, y así nacieron historias conmovedoras y profundas que, durante los dos primeros años, se recogieron y se publicaron en un libro que fue traducido incluso al polaco y al portugués.
Lamentablemente, el primer artículo, de carácter histórico, no tuvo mucha repercusión, aunque contenía una importante denuncia, y merece la pena recordarlo y retomar sus rasgos esenciales. Ya el historiador francés Jacques Gagey había llegado varios decenios antes a la conclusión de que uno de los más célebres textos de la espiritualidad católica, El abandono en la divina Providencia, la obra más importante del siglo XVIII francés en este ámbito, compuesta hacia 1740 y publicada por primera vez en 1861, había sido escrita por una mujer, pero atribuida a un hombre. Von Balthasar la definió como «el libro que reúne toda la épica mística cristiana», un clásico de la espiritualidad y un libro de carácter único, que se reveló como un verdadero y auténtico best-seller.
Pero estas páginas tan famosas y tan reeditadas en diferentes lenguas, no solo por editoriales católicas, no fueron obra del jesuita Jean-Pierre de Caussade, sino de una mujer. Gagey escribió que, en ese contexto, el nombre del autor carecía de importancia. Pero hoy, reconocer el origen de este texto es un deber de veracidad histórica, sobre todo cuando hasta ahora se ha pensado que el autor fue un hombre, lo que hace más difícil descubrir que fue, por el contrario, una mujer.
La obra se consideró como una especie de autobiografía espiritual, arraigada, sin duda, en las tradiciones espirituales del siglo XVIII, pero como un texto coherente, seguramente obra de una sola mano: «Solo quien no conoce lo suficiente la literatura mística puede poner en duda que la autora sea una mujer». También por el hecho de que quien escribe se expresa a menudo en femenino: «A ti corresponde ordenarlo todo: la santidad, la perfección, la dirección, la mortificación. Todo es asunto tuyo, y el mío no es otro, Señor, que estar contenta2 de ti, sin apropiarme acción ni pasión alguna, dejándolo todo a tu libre voluntad». La autora, en efecto, es una mujer, procedente de la región de Lorena, cuyo director espiritual fue el jesuita De Caussade, y cuyo nombre se ignora, pero se sabe que era de elevada condición social y próxima a las religiosas de la Visitación de Nancy.
Por ello se propuso llamarla Dama Abandono, a falta de su verdadero nombre. Primero confidente y luego protegida del padre De Caussade, la autora hereda la gran tradición mística, pero también conoce, y hace suya, la filosofía de la Ilustración, en sentido positivo. De hecho, precisamente asumiendo la responsabilidad de utilizar con indudable valor su propia inteligencia y de no someter pasivamente su propia vida interior a un libro, y aún menos a un director espiritual, Dama Abandono muestra su opción por la libertad. No quedándose en sus teorías o abstracciones, sino apostando, como ya había hecho Teresa de Ávila, por su propia experiencia.
Cuando en la espiritualidad –escribe Cristiana Dobner, autora del artículo en Donne Chiesa Mondo– aparece una innovación, se hacen cargo de ella confesores o directores espirituales, que sienten el deber de apropiarse de ella, quizá para hacerle recorrer un camino más seguro gracias a su superioridad intelectual y teológica. Ellos consideran, por tanto, que la mujer es solo portadora de una intuición que, para que se desarrolle y se dé a conocer, requiere la autoridad de un hombre y de sus herramientas intelectuales.
Tras la publicación de la obra en 1861, una visitandina descubrió unas cartas y otros escritos de dirección espiritual en el archivo de su monasterio y se lo comunicó al jesuita Henri Ramière, el primero en editar el Abandono en la divina Providencia, y él los incluyó en las posteriores ediciones del libro, que se había tomado ya de la correspondencia del padre De Caussade y se le había atribuido a él.
Lo que sorprende es que, decenios después de la publicación de este descubrimiento, este clásico de la espiritualidad siga imprimiéndose y difundiéndose en diferentes lenguas manteniendo la atribución tradicional a Jean-Pierre de Caussade. Ni siquiera nuestro artículo ayudó a reparar este agravio contra una mujer.
La primera encuesta que publicamos estuvo dedicada a las monjas que, unidas en la red Talitha Kum, se dedican a ayudar a las mujeres vendidas en la calle, casi siempre inmigrantes y víctimas de estafas y violencia. Y sobre este tema volvimos más veces, porque constituía un importante ejemplo de cómo las religiosas son capaces de formar una red y de intervenir en forma de apostolado nuevo en ayuda de las personas que más sufren. Desde el primer número comenzamos ya a recibir cartas de religiosas repartidas por todo el mundo, sobre todo misioneras, que veían en nuestra publicación mensual la posibilidad de entrar en contacto con una comunidad de mujeres interesadas en debatir y apreciar su trabajo, y capaces de ampliar sus inquietudes intelectuales.
Fueron ellas quienes dijeron que nuestros números monográficos –aquellos cuyos