Mi propia familia también fue a América, algunos por Montreal, otros directamente a Boston. Aún hoy guardamos con gran cariño los objetos preciosos que los O’Malley trajeron consigo desde County Mayo: una figura del Sagrado Corazón de Jesús y una historia de Irlanda en dos volúmenes con una encuadernación muy bonita.
En Boston estamos muy orgullosos de nuestra herencia irlandesa. Yo estaba aquí, en Irlanda, como joven seminarista cuando John F. Kennedy, el primer presidente católico de los Estados Unidos de América, vino a visitar la tierra de sus antepasados. Él recibió la cead mile failte (las cien mil bienvenidas) del pueblo irlandés. Otro gran descendiente de la generación del hambre fue el cardenal Richard Cushing, que contribuyó a la edificación de esta gran catedral hace cincuenta años. Muchas veces digo que toda mi vida podría consistir en dar vueltas alrededor del mundo para celebrar quincuagésimos aniversarios de las increíbles proezas del cardenal Cushing: fundó innumerables iglesias, hospitales y escuelas en todo el mundo.
Es una alegría y un privilegio estar hoy aquí para celebrar el quincuagésimo aniversario de la dedicación solemne de este magnífico templo que recuerda la presencia de Dios en el centro de la ciudad. Traigo conmigo las felicitaciones y mejores deseos de los católicos de Boston, que guardan vuestro pueblo y vuestro país en el corazón con gran cariño, estima y solidaridad.
Es muy oportuno que nuestra celebración coincida con una fiesta mariana, porque nuestra Señora es la primera discípula de Jesús y, teológicamente, personifica la Iglesia. La piedad y el sentimiento religioso católicos se caracterizan por una tierna devoción a María.
El evangelio de la Asunción ya da indicios del amor constante de la Iglesia por la madre de Cristo.
Hace dos mil años, en la casa de Isabel, María pronunció una hermosa oración: el Magnificat. Ahora, rezada todos los días a la hora de las Vísperas, esta oración porta una profecía: «Me llamarán bienaventurada todas las generaciones». Dos mil años después aún decimos: «La bienaventurada Virgen María».
La Virgen bienaventurada forma parte de nuestra historia. Me alegró mucho saber que, a pesar de la inclinación secularista de la Unión Europea, recientemente fue publicado un artículo en el que el artista que diseñó la bandera de la Unión Europea contaba qué cosas le habían inspirado. En dicho artículo explica que la idea le vino al leer las lecturas de la misa de la Asunción, en las que el libro del Apocalipsis dice que «apareció en el cielo una gran señal, una mujer vestida de sol, con la luna bajo los pies y en la cabeza una corona de doce estrellas».
Estoy seguro de que todos habéis visto la bandera azul con las doce estrellas. Realmente es un furtivo tributo a los orígenes cristianos de Europa.
Hoy celebramos la Asunción de María. Si pensamos en la Inmaculada Concepción de María como su bautismo, o como el hecho de haber sido preservada del pecado desde el primer momento de su existencia, entonces comprendemos la Asunción de María como consecuencia de que en ella no hay pecado. Estar llena de gracia significa que la corrupción del pecado nunca la tocó.
Su Asunción es su resurrección y su ascensión. Esta celebración encierra mucha teología, la teología de la gracia y del bautismo y la teología de la resurrección. La Asunción de María debe ser una señal de esperanza para todos los creyentes, que, como dice el prefacio de la misa de Difuntos: «Para quienes mueren en Cristo la vida no acaba, solo se transforma».
María representa una señal de que somos llamados a vivir una vida de resurrección que comienza con nuestro bautismo y continúa por siempre a la luz de la resurrección.
La primera lectura de hoy comienza con la visión del apóstol san Juan: «Y apareció en el cielo el templo de Dios, y fue vista en su templo el arca de la alianza».
Algunos de vosotros habréis visto la película Indiana Jones y el arca perdida, en que Harrison Ford está inmerso en una alborotada búsqueda para encontrar el arca de la alianza.
El arca era el más precioso símbolo religioso de Israel.
Moisés mandó construirla según las indicaciones de Dios en el monte Sinaí. En esa arca colocó Moisés las tablas de los Diez mandamientos, el bastón de Aarón, una copa de maná, el milagroso pan del cielo y el primer rollo de la Torá escrito por el propio Moisés.
Durante los cuarenta años en que vagaron por el desierto, los israelitas llevaron el arca de la alianza siempre consigo. El arca acompañó al pueblo de Dios en las batallas y en todas sus circunstancias. Siguiendo las órdenes de Dios, los levitas la llevaron hasta el Jordán para que se separasen sus aguas y así poder atravesar el río. Transportada alrededor de las murallas de Jericó, dichas murallas cayeron...
Para nosotros, católicos, el arca de la alianza es un símbolo de María, uno de sus atributos en la letanía. María es nuestra arca de la alianza, que portó nuestro tesoro, que es Jesucristo. Ella nos acompaña en nuestra peregrinación terrena y nos ayuda a ser discípulos leales.
Al comentar el evangelio de hoy, muchos académicos dicen que, en el relato de la visitación, san Lucas está representando a María como el arca de la alianza. Santa Isabel dice que Juan el Bautista saltó de alegría en su vientre, como el rey David danzó de alegría en presencia del arca.
El evangelio nos dice que María viajó aprisa a una ciudad de Judá para ayudar a su prima, de edad avanzada, que estaba esperando un hijo. Nos da pistas sobre la personalidad de María, siempre dispuesta a ayudar a los demás. Cuando supo del estado de Isabel, fue inmediatamente para quedarse con ella. En la boda de Caná, María es la primera en notar que la familia se ha quedado sin vino y se apresura a intervenir.
Cuando decimos «sí» a Dios, también estamos diciendo «sí» a quienes nos rodean, que reclaman nuestro amor y misericordia.
San Lucas, autor inspirado por el Espíritu Santo, que es el verdadero autor, en su evangelio y en el libro de los Hechos de los Apóstoles nos ofrece imágenes de María. La tradición dice que Lucas también pintó iconos de ella, como el que está en la basílica de Santa María la Mayor. En el evangelio de Lucas vemos cómo es María. Es mujer de pocas palabras.
El saludo de María a Isabel, que hizo saltar de alegría a Juan, habría sido Shalom aleijem (la paz esté con vosotros). Si la primera palabra de María fue el fiat de la anunciación y la última, en Caná: «Haced todo lo que él os diga», el evangelio de hoy nos ofrece sus palabras más largas, el Magnificat, una oración de alabanza. El cántico de María es la manifestación de su corazón ante la maravilla de todo lo que Dios iba a hacer a través del niño que ella iba a traer al mundo. Él vendría para reconciliarnos con Dios y para establecer una revolución de amor radical que ensalza a los humildes y oprimidos.
Cuando Dios envió a su Hijo al mundo, escogió a la joven más improbable de la nación más improbable. Dios se rebela contra los falsos valores humanos del mundo. Dios sorprende a todos.
Él envía a Jesús, el Siervo sufriente, para iniciar una revolución de amor, reconciliación y perdón. Él nos llama a formar parte de esta revolución que invierte los valores del mundo –los poderosos serán derribados de sus tronos; los humildes serán ensalzados; los hambrientos, llenos de bienes; los ricos, despedidos con las manos vacías.
La oración de María habla de la misericordia de Dios con quienes lo temen. Habla de la promesa de misericordia de Dios, una promesa hecha a Abrahán y a nosotros.
La celebración de hoy habla del triunfo de la revolución del amor y la misericordia. María, llena de gracia, nos está llevando a casa, nos guía y da un sentido a la vida que va más allá de las cosas materiales inmediatas que tanto acaparan nuestra atención y nuestro tiempo.
Cuando perdemos de vista lo trascendente, perdemos esa visión que necesitamos para sostenernos. Cuando Dios llama a la puerta de la humanidad,