Un mes después, Mills era candidato a la reelección al Congreso de Estados Unidos por Arkansas, su lugar de origen. Aunque su gabinete negase que Mills tuviera un problema de alcoholismo, Jack Anderson solía decir que, cuando sus trabajadores decían que «en este momento no está disponible porque está en un pleno [on the floor]», la gente dudaba a qué floor se referían: si al pleno de la Cámara de Representantes o al suelo de su despacho. En las siguientes elecciones, un mes después del escándalo, Mills adoptó un eslogan: «Si te gusta el alcohol, el sexo y la emoción, vota a Wilbur Mills».
Mills ganó sin dificultad con el 60 % de los votos. Había pedido disculpas a su electorado, explicando que la causa de sus problemas era la convivencia con extranjeros.
Durante los veinte años que permanecí en Washington no hice más que convivir con extranjeros en mi trabajo, el Centro Católico Hispano. No vi que dicha compañía fuera una influencia que corrompiera mi vida, más bien todo lo contrario: fue una experiencia enriquecedora y un gran privilegio, de hecho. Originario como soy de una comunidad irlandesa privilegiada del centro de Estados Unidos, el haber sido puesto en medio de las dificultades y sufrimientos de la comunidad inmigrante me abrió los ojos.
La mayor parte de mis parroquianos eran trabajadores sin papeles, refugiados de las guerras de América Central. No eran malvados inversores, sino gente que intentaba alimentar y cuidar de su familia con seguridad, igual que los inmigrantes llegados de Irlanda, Italia, Alemania y Polonia. La presencia del papa Francisco en Lampedusa lanzó un mensaje claro y fuerte: debemos rechazar la actitud de indiferencia ante las dificultades de los inmigrantes.
Esos veinte años que pasé en Washington fueron la luna de miel de mi sacerdocio y vida religiosa. En el Centro Católico recibíamos a miles de inmigrantes de América Latina, y de vez en cuando llegaban también de otros países. Una tarde de viernes, cuando estaban a punto de cerrar los despachos de las oficinas públicas, recibí una llamada de una persona del Departamento de Estado diciéndome que había llegado hasta allí un diplomático buscando asilo político, que no tenían adónde llevarlo, y me preguntaba si podíamos hacer algo por él. Llegó entonces un hombre joven, con una bonita carpeta de piel y un inglés perfecto. Era un economista rumano en misión diplomática en el Banco Mundial. Le pregunté qué le había llevado a tomar la drástica decisión de renunciar a la posibilidad de volver a su país más adelante, y él me explicó que sus superiores le habían «informado» de que no podría volver a la iglesia, y que él no podía vivir sin la eucaristía. Entonces le pregunté si, tras tanta persecución, aún quedaban muchos creyentes, y él me contó que, en su país, durante los cuarenta días posteriores a la Pascua, se tenía la costumbre de saludar diciendo: «¡Cristo ha resucitado!», a lo cual se respondía: «¡Verdaderamente ha resucitado!». Él me confesó que, durante esa cuarentena del período pascual, en los despachos centrales del Gobierno en Bucarest era frecuente que la gente se saludase con las palabras: «¡El Camarada ha regresado!», escuchándose como respuesta: «¡Verdaderamente ha regresado!». De hecho, hoy estamos aquí porque el Camarada ha regresado. Está vivo y su vida y su amor nos sostienen.
Estando yo en el seminario, nuestro provincial, el padre Víctor, escribió a la Santa Sede narrando que la misión de los capuchinos en Puerto Rico iba viento en popa y que, por tanto, nuestra provincia estaba dispuesta a asumir una segunda misión. En dicha carta dejó claro que pedía la misión más difícil del mundo. La respuesta fue inmediata: era necesario abrir una misión en las montañas de Papúa. El guardián, padre Fermin Schmidt, del colegio de los capuchinos de Washington, fue nombrado primer obispo, y con él también se mandaron frailes, tres de los cuales eran compañeros míos. Más tarde, esos primeros frailes nos relataron que los nativos, al ver un avión, preguntaron si era macho o hembra, añadiendo que, de ser hembra, «¡querían un huevo!».
Muchos años después, un joven fraile, a quien yo había ordenado y que estaba trabajando en Papúa, vino a verme durante sus vacaciones en casa. Traía magníficas fotografías de nativos sonrientes, con huesos que atravesaban su nariz, plumas en la cabeza y poco más en términos de vestuario. Lleno de orgullo, me dijo: «Este es mi Consejo parroquial». Quedé muy intrigado con esa afirmación, pues uno de los curas de mi diócesis acababa de decirme que sus parroquianos aún no estaban listos para formar un Consejo parroquial.
Si el provincial mandase hoy una carta pidiendo la misión más difícil, probablemente no seríamos enviados a Papúa, sino más bien a los Estados Unidos u otros lugares del mundo occidental donde el secularismo y la descristianización están ganando terreno. Estos son, para la Iglesia, los nuevos territorios.
Hoy recordamos y honramos a los muchos misioneros que vinieron de Irlanda y la actual España para ayudar a establecer aquí una comunidad de fe y ser fermento del notable crecimiento de esta Iglesia.
No podrá haber vida católica, santidad o discipulado sin oración y sacramentos. Solo cuando la comunidad se reúne en adoración alrededor del altar reconocemos a Cristo en el acto de partir el pan. Y es entonces, al participar en la eucaristía, cuando nos volvemos uno con Cristo y unos con otros.
Todos nosotros necesitamos descubrir nuestra vocación en profundidad para vivir las enseñanzas del Evangelio, poner a los demás en primer lugar y buscar el último para nosotros mismos, para así estar cerca de Jesús, que vino a servir y no a ser servido. El amor y la justicia han de ser nuestra motivación para transformar nuestro propio corazón, a fin de poder transformar el mundo que nos rodea. Este es el mensaje del papa Francisco.
Entre los primeros cristianos había tan fuerte sentimiento de pertenencia al Señor resucitado que compartían sus posesiones de buen grado para que nadie pasase necesidad. Iniciaron el diaconado para superar las divisiones étnicas. Cuidaron de viudas y huérfanos y rechazaron las prácticas romanas del aborto e infanticidio. Y Pablo, en su carta a Filemón, afirma que Onésimo ya no es esclavo, sino un hermano. Vivir el Evangelio llama siempre a anunciar el Reino y a vivir sus valores, aquí y ahora, y así renovar la sociedad llevando al mundo la luz del amor y de la verdad de Dios. Sigamos juntos adelante con esta misión sagrada. El Camarada ha regresado. El Señor resucitado ha regresado para reunir a los que estaban dispersos y para instaurar el Evangelio de la alegría en nuestros corazones.
4
Aniversario de la catedral
de Galway 2
Irónicamente, Massachusetts era una colonia puritana, tradicionalmente hostil al catolicismo, donde estaba prohibido que residiesen católicos, se apresaba a los curas y la efigie del papa era quemada todos los años en noviembre, en el Boston Common.
Pero todo eso cambió de forma drástica. Hoy, casi la mitad de la población es católica, y el segundo mayor grupo religioso son los baptistas, con el 4 % de la población. El origen de este asombroso cambio se remonta a un acontecimiento trágico sucedido en Irlanda en el siglo XIX, la An Gorta Mor (La gran hambruna), que llevó a millones de irlandeses a atravesar el mar para comenzar una vida nueva y enviar ayuda a los quedaban atrás.
Durante el primer año del hambre fueron tantos los irlandeses que llegaron a Boston que de repente un tercio de la población del reducto puritano era irlandés. Incluso hoy, los irlandeses son el mayor grupo étnico de la ciudad, cerca de un cuarto de la población de Boston y el 20 % de la población del Estado de Massachusetts. Podemos incluso presumir de un presidente de la Cámara, Marty Walsh, cuya primera lengua fue el irlandés, y que solo aprendió inglés cuando entró en la escuela parroquial. De los cincuenta Estados de Estados Unidos, Massachusetts ostenta el mayor porcentaje de irlandeses.
En el Memorial de la Hambruna Irlandesa, en Boston, uno de los paneles dice: «Casi dos millones de personas huyeron de Irlanda en un frenético intento