(...) Como entonces se fuerza al diputado a ser intermediario de favores a los grandes electores frente a los ministros, así los grandes electores se convierten en intermediarios de los favores del diputado a los demás electores del distrito. Se crean auténticas oligarquías que intentan conservar todo el poder del distrito entre sus manos.20
En Módena, en 1886, el prefecto declaró abiertamente que:
el carácter predominante de las elecciones fue, en gran parte de la provincia, la casi completa indiferencia respecto al carácter político de éstas. La actitud de los electores fue determinada bien por el poder de algunas personas importantes bien por uniones especiales con candidatos ajenos a su fe política (...). Son por tanto poco acentuadas las diferencias entre partidos políticos, y no es raro que, salvo algunos líderes que están ya muy comprometidos con su pasado, el resto de miembros oscile continuamente, por muchas razones personales, o sea que intenten hacer de la política un oficio perenne.21
El desencanto, el cinismo y la indignación, más o menos interesados, por el funcionamiento de la esfera política empezaron, entre finales de los años setenta y principios de los ochenta, a evolucionar hacia un primer esbozo de análisis del funcionamiento del sistema parlamentario y administrativo, que intercalaba observación científica y polémica política.22
Fuera del Parlamento, hasta 1876, la dimensión ideológico-organizativa de la política siguió siendo, para las fuerzas constitucionales, una perspectiva marginal y reservada a realidades locales más dinámicas, como en Milán, donde en 1865 surgió una Sociedad patriótica, con la intención de asumir «la opinión pública en el sentido del partido liberal unitario y constitucional».23 Este evidente límite organizacional se vio agudizado, entre otras razones, por la limitada dinámica política de las administraciones municipales y provinciales que, hasta la reforma de Crispi de 1888, se definían institucionalmente sólo en el marco de una lógica sustancialmente patrimonial.
Un panorama éste que, tras la aparente imagen de «normalidad» del sistema parlamentario moderno, escondía una realidad en rápida mutación. En el país, los dos actores «antisistema» más fuertes, católicos y socialistas, no sólo no parecían inmediatamente susceptibles de ser integrados por las dinámicas institucionales, si no que se presentaban, por el contrario, en viva fermentación. En efecto, católicos y socialistas, desde distintos puntos de vista, continuaban cuestionando la legitimidad de las instituciones, en nombre y por cuenta del «país real» privado de voz por el «individualismo egoísta» de los liberales. En las fantasías de una estrecha y temerosa opinión pública liberal, todavía trastornada por las resistencias violentas al nuevo régimen que se habían manifestado en algunas áreas del Mezzogiorno con el bandidaje, estos actores antisistema se convertirían muy pronto en las temibles pesadillas de «partidos extralegales» bien organizados, con toda la carga de inquietud que la idea de organización «sectaria» despertaba en el imaginario liberal. Esta inseguridad, más allá del verdadero potencial organizativo y subversivo de tales realidades, habría proporcionado tempranamente la base, en el campo político, del proyecto transformista, es decir, de la necesidad de transformar los partidos parlamentarios históricos, con el fin de crear un «partido nuevo» que defendiese los resultados de la «revolución» liberal de la obra trastornadora de los negros y de los rojos. El recambio producido en la gestión del poder, en 1876, aceleró dicha hipótesis en nombre de un nuevo, más «moderno», modo de sentir la cosa pública:
basta de nombres históricos, ¡ligados a las viejas cuestiones del Risorgimento! Hoy los partidos (...) deben ser las ideas que los constituyen, y de las ideas deben tomar el nombre.24
Éste fue el auspicio que de un modo u otro se convirtió en el constante pero vacío leit-motiv de la vida política en la Italia liberal. En realidad fueron precisamente la debilidad de las ideas y la ausencia de conflictos reales y duraderos entre las fuerzas constitucionales lo que propició exactamente lo contrario, es decir, la tendencia, que iba emergiendo entonces en muchas partes de Europa, a pensar la política en términos de «ejecutivo» más que de «conflicto», tendencia que, desde 1883, asumió en el vocabulario político de la época el nombre de transformismo.
En este sentido, sólo se puede entender el tema del transformismo en el contexto de una fase histórica europea, las últimas tres décadas del siglo XIX, con fuertes tensiones políticas e ideales acerca del papel del Parlamento en el constitucionalismo liberal. Esta nueva manera de entender la relación entre Gobierno y Parlamento marcaba la toma de conciencia de que una época, la del liberalismo elitista y del parlamentarismo oligárquico, se acercaba a su fin.
Por eso la propuesta transformista parece hoy una respuesta política general que se impuso no por las características de la vida política italiana, ni a causa de los límites «éticos» de la clase política, sino que más bien constituyó el atajo a través del cual las clases dirigentes intentaron reconducir en una síntesis eficaz la relación entre el Parlamento, insustituible centro de compensación de crecientes y conflictivos intereses de las numerosas realidades económicas, sociales y culturales de la geografía nacional, y el ejecutivo, cuya importancia estaba creciendo en proporción a la demanda –cada vez más frecuente– de «gobierno» por parte de la esfera social y el contexto internacional.
El transformismo, tal como lo entendieron Depretis y Minghetti, no fue la simple convergencia de los diputados hacia un centro político genérico, sino la tentativa de hacer del Gobierno el centro del sistema, apartándolo del conflicto político y transformándolo en una especie de órgano de mediación/compensación administrativa. Así el proyecto transformista, reivindicando la homogeneidad sustancial de la clase política en el momento en el que las antiguas diferencias palidecían frente a los mucho más radicales desafíos de las fuerzas antisistema, no representaba tanto una política de mediación entre la derecha y la izquierda histórica, ni una franca llamada al moderantismo25 o al conservadurismo, como, más bien, un intento de definir una vía política alternativa al government by discussion, pilar de la modernidad política del siglo XIX, sin deber renunciar por eso a la energía legitimadora del parlamentarismo.
Aquel proyecto transformista, entonces, más allá de las tentativas contingentes y muy pragmáticas de las alquimias de Depetris, intentaba sobre todo reforzar el papel del Gobierno, en respuesta a las exigencias de la época, limitando sin embargo al mismo tiempo la pujanza de su proyecto (reducida casi únicamente al requerimiento de cerrar filas en torno al ejecutivo frente al temido peligro de la disgregación nacional) y rebajando su carga reformadora, a la que algunos sectores más avanzados de la izquierda no pretendían renunciar, hasta el punto de haber incluso favorecido la revitalización de las «temibles» facciones radicales. La esencia última del transformismo no debe buscarse de todos modos en la invitación a romper las filas del partido para colocarse junto al Gobierno. En este sentido existieron otras tentativas abortadas de reposicionamiento de algunos segmentos de las tradicionales reagrupaciones parlamentarias. Debe señalarse, por ejemplo, la convergencia Carioli-Sella en 1878, cuyo objetivo había sido el de resaltar el hecho político del conflicto (tanto en el interior de la clase política liberal, como respecto a las culturas antisistema) asumiéndolo como elemento de fuerza identitario. La razón del éxito de la proposición de Depretis debe buscarse en la lógica opuesta, en la capacidad de convencer a la opinión pública de la urgente necesidad de preservar al Gobierno de los conflictos entre las partes, de efectuar un abordaje seguro para todos en el tempestuoso mar de los cambios en curso en la sociedad. Tal elección, neutralizando el significado político del Gobierno