Fue precisamente a partir de este estado de desorientación cuando maduraron, en la segunda mitad de los años ochenta, el proyecto crispino y una nueva orientación hacia el derecho público que postulaba, mediante la obra pionera de Vittorio Emanuele Orlando, una dimensión más racional del estado de derecho al que demandar la resolución de la perpetua discrepancia entre los principios del liberalismo y su puesta en práctica. Si la propuesta gobernativa de Depretis tendía a asegurarse la mayoría transformando la Cámara en la terminal de una compleja red de mediaciones políticas del ejecutivo, la de Crispi tendía sin embargo a hacer del Parlamento el inerte espectador de una dirección política centralizadora, presentando su personalidad como insustituible síntesis de partido, gobierno y proyecto político capaz de reunir una mayoría estable.
La confianza en las capacidades y el patriotismo de Crispi se convirtió, no por casualidad, en un estadio obligado de la formación de mayorías plasmadas por la fascinación por el hombre fuerte y la ausencia de alternativas realistas. La dualidad institucional entre Gobierno y Parlamento asumía cada vez más la forma de una relación de base personal. Al Parlamento, cuya «competencia se extiende a todo lo que tiene por objetivo crear derechos y determinar deberes de los ciudadanos; es decir, hacer las leyes generales» y «vigila todo lo que se hace en el Estado», se contraponía para Crispi lo que declaraba en 1887, «el temple del hombre que dirige los asuntos del Estado».
Este planteamiento no provenía de improbables tentaciones dictatoriales, sino de una bien definida imagen de las relaciones entre ejecutivo y legislativo: contra la «escuela» que «[quería] el gobierno de las asambleas», Crispi auspiciaba aquella según la cual era necesario «que el parlamento y el poder ejecutivo [tuviesen] cada uno una potestad distinta. El gobierno de las asambleas no es el que prefiero. Las asambleas deben legislar; el rey y sus ministros deben, uno reinar, los otros gobernar». Una posición formalmente irreprochable, que situaba a Crispi dentro de la corriente del liberalismo europeo que estaba replanteando de modo crítico los supuestos del tradicional equilibrio constitucional centrado en la mediación parlamentaria. De hecho, la gestión «fuerte» del ejecutivo no podía evitar entrar en colisión con las enraizadas tradiciones y las consolidadas costumbres parlamentarias que Crispi sustancialmente despreciaba, en cuanto herencia de los tiempos en los que las asambleas eran quienes «gobernaban» interponiendo infinitos obstáculos a la acción del gobierno.
Si el período entre 1887 y 1891 representó un gran giro, éste alcanza su auténtica maduración, dentro de la clase dirigente nacional, con la toma de consciencia de que la cuestión social debía ser afrontada orgánicamente sobre el terreno de la legitimación política y que el desafío de la democracia exigía una respuesta nueva, no prevista por los cánones del liberalismo clásico; dicha respuesta debía consistir en una intervención más eficaz del instrumento estatal para controlar las dinámicas sociales adecuándose a la creciente demanda de participación política. El crispismo, entendido como concepción política principalmente interesada en reforzar todo el orden administrativo del Estado, parecía la coherente expresión política de aquellos sectores sociales y económicos heterogéneos (unidos y emblematizados por la tarifa aduanal de 1887), pero unánimes a la hora de institucionalizar la intervención estatal en los procesos de desarrollo de la sociedad civil. Dicha realidad contenía una fuerte dosis de proyectualidad política, la con vicción, por primera vez teorizada, de que la política no era el producto de la natural explicación de los factores sociales sino, al contrario, el terreno de la proyección de los medios a través de los que adaptar la sociedad al turbulento curso de la historia y a las exigencias de la «ciencia».
En el escenario de la crisis de fin de siglo ésta parecía la visión vencedora, la única en todo caso considerada capaz de garantizar el necesario apoyo a las emergentes fuerzas económicas nacionales y de afrontar, sobre el terreno del progreso y de la modernización, la radical diversidad del desafío democrático-socialista. La persistente debilidad de toda perspectiva hegemónica de la burguesía nacional transformó, de hecho, gran parte de la aventura crispina en un gigantesco y sólido intento de racionalizar la administración del Estado, consumando sus veleidades residuales democrático-jacobinas con el extenuante proceso de anticipación/represión de la iniciativa de las clases populares. Todo el aparato reformador crispino debe por tanto inscribirse dentro de una lógica que podemos definir de modernización autoritaria: correspondía al Estado la resolución de los retrasos sociales y políticos y, mientras se hacía cargo de las expectativas de participación y de democracia que esto comportaba, ampliaba, legalizándolos, tanto sus competencias como su poder; de este modo preservaba a la burguesía «revolucionaria» de los posibles peligros de una conflictividad política debida a la participación de las «plebes», ajenas a las tradiciones del Risorgimento, en la vida pública. La idea de que el Risorgimento fuese una revolución burguesa aún por completar fue varias veces reiterada por Crispi.
Cuando, con la derrota colonial de Adua, Crispi salió definitivamente de escena, terminó con él el proyecto político de gobierno más ambicioso que hubiese sido propuesto en Italia desde el de Cavour. Las bases de aquel proyecto se encontraban en la relación, que el estadista siciliano había mantenido y después desarrollado de modo original, con la cultura mazziniana y accionista que despreciaba los intereses materiales del presente en nombre de fines morales más altos. En este sentido Crispi, dando aún voz, también desde los bancos del ejecutivo, a la insatisfacción por el Risorgimento «traicionado», personificó en su figura no sólo la imagen del poder en su acepción más clásica, sino también la de orgullosa oposición al tradicional orden político. Su dirección de la cosa pública siempre se basó en la afirmación de una fuerte voluntad de poder cuyo objetivo transcendía la pura defensa de los equilibrios existentes. Al contrario, se trataba, para el político de Ribera, de la necesidad de escapar de una visión «simplista» de la unificación (centrada sobre las pequeñas virtudes del recogimiento y el bienestar de la vida material) para restituir a Italia un auténtico orden moral en su interior y el «lugar que le es debido» en el mundo.33 Por tanto «la unidad sería inútil si no nos procurase fuerza y grandeza».34 Con Crispi, por primera vez desde la toma de Roma, se volvía a hablar de «misión de Italia». Esto arrebataba a la idea de nación aquella capa de abstracción compartida, sedimentada tras el agotamiento de las polémicas post-unitarias sobre la nación armada, y la transformaba en un corrosivo y conflictivo agente político. Frente a la grave crisis económica, el crecimiento de las ansias por la cuestión social y las difíciles condiciones internacionales, Crispi acabó por acentuar el factor voluntarista de su acción de gobierno, presentándose a sí mismo como garante de la conservación del principio nacional unitario encarnado por la monarquía: «yo soy un principio, yo soy un sistema de gobierno del que puede depender el avenir de la patria».35