El pasado cambiante. José María Gómez Herráez. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: José María Gómez Herráez
Издательство: Bookwire
Серия: Oberta
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9788437084275
Скачать книгу
un autor menos relativista como Ziman (1981), participar en una concepción común tras un prolongado adiestramiento y renunciar a las actitudes independientes e imparciales del principio se convierten también en necesidades si se pretende llegar a ser un experto. No es posible el debate entre especialistas si previamente no se comparten determinados principios y patrones de referencia. El consenso no es, por tanto, algo que pueda resultar linealmente del debate, sino que ya se debe haber alcanzado con antelación en cierta medida, por ejemplo para centrar la atención en determinados problemas y no en otros. Por ello –aquí vemos coincidir a Ziman con Feyerabend– los grandes cambios proceden comúnmente, más que de estos profesionales perfectamente «encauzados», de «científicos que han cruzado los límites disciplinares convencionales y no tienen más autoridad que un lego en un campo desconocido». Para este analista, la necesidad de una percepción común hace que el conocimiento científico sea esquemático y teórico. El investigador debe prescindir de los detalles misceláneos y adventicios que detecta en la vida real para centrarse exclusivamente en lo consensual. De ahí deriva también la importancia de encontrar lenguajes formalizados al máximo, lo que adquiere su mejor expresión en la utilización de las matemáticas. Si la física se ha convertido en modelo paradigmático de la ciencia es, precisamente, según Ziman, porque selecciona aquellos objetos y fenómenos de la naturaleza más susceptibles de análisis cuantitativo.13

      4. Lo que sustenta las líneas de pensamiento son las comunidades científicas y, en particular, los colegios invisibles

      La idea de que el investigador se mueve dentro de una serie de esquemas prefijados por determinadas tradiciones conduce a la observación de un elemento esencial en el interés de la sociología: el de la comunidad científica. Ésta puede identificarse, en efecto, como el sujeto transmisor y supervisor de las tradiciones o paradigmas. Todos los profesionales de una disciplina caben dentro de ella, pero los papeles y los grados de poder de unos y otros individuos son muy distintos, y dado que en cada comunidad concurre más de un paradigma, más o menos incompatibles, los grados de heterogeneidad y las exigencias de negociación interna difieren entre sí.

      La comunidad científica es el punto de salida y el de llegada en toda actividad de investigación: ella es la que marca los métodos y normas de percepción, posee vías internas de comunicación, mantiene unas convenciones al publicar, canaliza las ayudas, juzga los resultados y otorga el reconocimiento que se requiere para continuar desarrollando los proyectos, proseguir por otros derroteros e incluso cambiar de actividad. Sólo la incorporación en citas y recensiones, sin críticas adversas, permite la aceptación unánime de un trabajo, aunque éste aparece expuesto siempre a revisión y a olvido, sobre todo en la medida que las modas fluyen de manera veloz y priman la novedad y el encanto de lo último. En realidad, es tanto lo que se elabora en el marco de cada especialidad, sobre todo en las últimas décadas, que muy poco de ello se incorpora como verdaderamente significativo, pese a que las aportaciones sean juzgadas como dignas y fiables en algún momento. Las posturas heterodoxas encuentran, así, una realización especialmente difícil, pero, en general, también las ortodoxas se enfrentan a dificultades si se carece de algún aval especial, no resultan oportunas o no juega a favor la suerte. Si el seguimiento de una partitura no significa un camino fácil, los desafines aparecen prácticamente apagados y extinguidos. Varios aspirantes a participar en las controversias científicas quedan al margen sin tener que haber recibido necesariamente rechazos ostensibles: ellos mismos se autoexcluyen cuando pierden interés en unos debates donde no se les da cabida, aunque también pueden proseguir buscando la integración afinando sus «desacordes».

      La comunidad científica no es un cuerpo monolítico, dada la concurrencia de paradigmas, subparadigmas e intereses diversos. C. Torres Albero (1994: 92-97), al definir una comunidad en función de relaciones personales y emocionales, considera que tal concepto no es apropiado para el conjunto de investigadores que concurren en una disciplina. Entre éstos puede hablarse mejor, a su juicio, de una asociación o sociedad, puesto que sus relaciones responden a fines utilitarios y aparecen impregnadas de un neto carácter racional. Más próximos al concepto de comunidad estarían, en todo caso, los grupos y subgrupos de colaboradores, escuelas o colegios invisibles ligados a áreas determinadas de problemas dentro de cada especialidad.

      Si al hablar de la comunidad científica como ámbito de proliferación de unas determinadas reglas tratamos de descubrir qué individuos concretos influ-yen en ese proceso, en su creación y consolidación, hallamos que no es, básicamente, el total de investigadores que integran un área. Aunque algunos problemas son objeto de un debate amplio que incluye al conjunto de especialistas e incluso a no especialistas, lo común es que sean los expertos más acreditados quienes negocien los criterios fundamentales. Esta afirmación lleva a subrayar la importancia de un elemento que varios estudiosos de la ciencia han destacado como verdadera pieza motora en la conformación y difusión de los paradigmas y del conocimiento: se trata del llamado «colegio invisible» que D. J. Price identificara a partir de la observación del caso inglés en el siglo XVII. En el estudio preliminar que realiza a la publicación en castellano de la obra de 1963 de Price, J. M. López Piñero (1973: 16) define estos colegios como «grupos dirigentes que fijan la temática, los métodos y la terminología en cada momento, que publican en revistas, series y editoriales más prestigiosas y organizan las reuniones y congresos nucleares». Price (1973) destacaba en este libro la gran distancia interna entre los autores de prestigio, directores de trabajos en equipo e impulsores de las pautas de investigación, y el mayor número de especialistas que actúan como colaboradores y encuentran más problemas para publicar de forma autónoma. El poder de los miembros de los colegios invisibles, explicable para este autor dentro de un contexto social donde se valoran especialmente las aportaciones en capítulos como el sanitario y el militar, resulta decisivo para las posibilidades de desarrollo de los trabajos.

      De manera inmediata, el colegio invisible nos puede parecer un cuerpo homogéneo e inexpugnable, formado por profesionales que, por su forma de afrontar la verdad, adquieren un ascendente natural dentro de toda la comunidad científica. Pero, bajo los grados de consenso y de consideración logrados, pueden yacer también las fracturas que brinda la comunión con diferentes paradigmas e ideologías, si bien algunas líneas –sobre todo en la medida que se perfila un «pensamiento único», que es en realidad un «pensamiento dominante»– pueden perder representación y quedar marginadas en el seno del grupo general. Por otra parte, la pertenencia de un individuo a esta entidad protagónica no viene dada por unas cualidades especiales en la aproximación a la verdad ni por la mera intensidad del trabajo realizado, sino que, al requerir el reconocimiento oportuno, encierra tras sí los procesos necesarios de ascenso profesional, captación de recursos, negociación y desarrollo de capacidad retórica. Además, el colegio invisible no constituye un coto perfectamente delimitado, puesto que determinados especialistas, aun reuniendo algunos de esos requisitos, no forman parte plena de él y pululan por una especie de periferia de límites fluctuantes.