Para Medawar, la labor científica no requiere capacidades raras, superiores o insólitas y la principal cualidad exigida al científico es el «profesionalismo», reflejado en una serie restringida de estratagemas exploratorias. A lo sumo, ve también conveniente en ellos, como rasgo que, en último extremo, caracteriza también con más o menos fuerza al «hombre común», una disposición previa a «imaginar lo que la verdad podría ser». Todo esto no quiere decir que la profesión científica no exija esfuerzo, dada la alta complejidad conceptual alcanzada por especialidades que, lejos de aislarse totalmente entre sí, aunque disten de comunicarse a fondo, no dejan de coger préstamos de otras, como la biología de la física y de la química.
Nuestra equiparación entre el conocimiento científico y el común concuerda especialmente con la visión del filósofo A. Naess (1979: 46), para quien «en general, la investigación no es más que el descubrimiento cotidiano efectuado con alguna mayor profundidad, transmitido a los demás con alguna mayor exactitud y con un poco más de acento en la verificabilidad». También T. Ibáñez (1988: 38), por su parte, niega a la ciencia el monopolio del uso de la razón para destacar cómo, al margen e incluso con anterioridad a ella, el conocimiento general y el progreso técnico no han prescindido de alimentarse de fundamentos racionales. Aunque no deja después de preconizar como necesarias determinadas cualidades entre los científicos, E. Primo (1994: 57), siguiendo a R. Weisberg, se aproxima a estas ideas al desmentir que los investigadores que pasan por «geniales» aparezcan dotados de cualidades intelectuales y psicológicas especiales para la creación: son seres normales, nos dice, que siguen caminos ordinarios y cometen usualmente errores, aunque, eso sí, acumulan varios conocimientos previos y se dedican con tesón a su trabajo.
3. Los científicos se enclavan en líneas de pensamiento intraducibles entre sí
Los investigadores desarrollan su trabajo en el marco de tradiciones distintas, de modo que la comunicación interna, dentro de cada una de ellas, resulta fácil, pero la que se desarrolla al margen, con componentes de otros colectivos, se complica o hasta es imposible. Formar parte de una de esas tendencias es necesario para poder desarrollar una labor científica, pero significa también una ruptura con los miembros de otras. Son estas tradiciones, líneas de pensamiento o paradigmas los que dirigen toda la actuación del científico, los que le proporcionan un lenguaje, unos métodos, unos conceptos, unos criterios de identificación de problemas, unos esquemas de interpretación, unos modelos de referencia y unos caminos de solución. Incluso prefiguran las preguntas que se deben formular y las respuestas que se deben dar, que a veces ya aparecen implícitas en las primeras. Los descubrimientos y las innovaciones encierran, de este modo, una paradoja en sí mismos: son descubrimientos e innovaciones a partir del momento en que son validados en el seno de un determinado colectivo y, por tanto, exigen una cierta comunión previa con esquemas, conceptos y lenguajes ya cultivados, aunque distintos a los desarrollados por otros colectivos anteriores o coetáneos.
La aversión de unos grupos hacia otros puede ser amplia, mientras, en casos de menor divergencia, se operan verdaderas «traducciones» al estilo de pensamiento propio. Toda traducción significa una transformación de la aportación original, que puede llegar a resultar totalmente desconocida. Si ya la apelación a una reflexión de un autor por parte de otro enclavado en la misma tendencia implica una menor o mayor deformación, en el caso de que ambos se ubiquen en tradiciones distintas la distancia entre el original y la referencia puede ser abismal. La nueva perspectiva siempre supondrá olvido de matices y adopción de otros nuevos, pero, sobre todo, se insertará en una cosmovisión distinta. En casos de gran distancia y oposición de «estilos», los investigadores rechazan o ignoran los trabajos ajenos. Al no coincidir sustancialmente con su línea, en efecto, descubrirán en ellos errores, deficiencias, limitaciones, falta de matices, generalizaciones no claras, etc. Pero, de forma más destructiva, los temas, las líneas de interpretación y el lenguaje mismo de otras tradiciones serán considerados, con frecuencia, irrelevantes, insustanciales, triviales, cuando no una «mística», «propaganda» o mera palabrería hueca y arbitraria. Se entiende que lo fundamental pasa desapercibido para los componentes de esas otras tendencias, por lo que, en definitiva, lo mejor es ignorarlas totalmente, conseguir que no se difundan e, incluso, lograr su desaparición, sobre todo si, además, la competencia en la captación de recursos y en la cooptación de personal resulta marcada. De esta forma, es la identificación con la línea propia, antes que los detalles específicos y las aportaciones concretas de cualquier trabajo individual, lo que inicialmente determina su aceptación. Así, la lectura de unas pocas frases ya despierta inmediatamente una actitud de solidaridad y estima o, si se inscribe en otra línea, de rechazo. En última instancia, el conjunto del trabajo puede ser ampliamente aceptado si sus resultados responden al entrenamiento y al lenguaje prefijados por la línea propia, al margen de la credibilidad de sus afirmaciones. Y de la misma forma, un texto que contenga afirmaciones verosímiles, pero enclavado en las pautas de una tradición rival, será fácilmente descartado.
Estas ideas, especialmente impulsadas a raíz de la obra de Kuhn, ya aparecían prefiguradas en el trabajo de L. Fleck (1986) a través de lo que llamaba un «estilo de pensamiento». Este concepto también había sido empleado por
K. Mannheim para referirse, en general, al influjo de un estrato social en un conjunto de ideas (en Lenk, comp., 1982: 218-225). Para Fleck, las verdades científicas forman el patrimonio de un «colectivo de pensamiento» que crea una disposición para percibir y actuar y estructura su lenguaje de acuerdo con su sistema, de modo que se rechazan los postulados y lenguajes de otros estilos o se incorporan al propio si no resultan muy discordantes. Feyerabend se extiende asimismo en esta cuestión, destacando no sólo la existencia de «tradiciones científicas», sino también de otras al margen de ese culto a la racionalidad. Para este filósofo, las críticas de algunos miembros de una tradición hacia lo destacado por los enclavados en otra puede encerrar, simplemente, una falta de coincidencia en las líneas básicas. Según la tradición adoptada, los puntos de vista pueden parecer racionales y aceptables o, por el contrario, ridículos y absurdos: «El argumento que para un observador es propaganda, para otro es la esencia del discurso humano». Pero, en medio de ese mundo de pautas comunes y contrastes, Feyerabend (1982: 101-102) insiste también en la búsqueda de acuerdos que, saldados como verdaderas soluciones políticas, cierren las discusiones y la generación de opiniones muy distintas entre sí: «Los disidentes son eliminados o guardan silencio para preservar la reputación de la ciencia como fuente de conocimiento fidedigno y casi infalible». Bajo la unanimidad alcanzada y el abandono de determinadas posibilidades pueden subyacer errores que resulta posible descubrir al hombre de la calle y al aficionado.11 La necesidad de adoptar patrones comunes de pensamiento lleva implícito otro de los problemas que este filósofo atribuye al comportamiento científico: la separación estricta entre la actitud profesional y la conducta en la vida privada. Esta escisión rompe con la expresión de las emociones en el trabajo especializado de una forma que no aparecía en el pasado. Para él, esto desemboca en un distorsionado desarrollo de la personalidad, del que no se puede escapar por las propias circunstancias de opresión y vigilancia que lo determinan.12
Como manifiesta Barry Barnes (1987), uno de los iniciadores del conocido como programa fuerte en la Universidad de Edimburgo, el seguimiento de unas pautas comunes e impersonales hace que el resultado carezca de aristas y no se perciban los defectos y excentricidades de cada miembro. Se trata, dentro del símil o de la verdadera equiparación que este autor maneja en algunos momentos de su exposición, de una forma de participación