Entre los autores, relativistas o no, que venimos considerando a lo largo de todo este capítulo, la educación se liga de diversas formas al poder coactivo de las comunidades científicas, más o menos concebidas en unas estructuras sociales concretas. En esa línea, algunos de estos analistas enfatizan la conformación de unos seres no sólo poco proclives a la crítica general, sino inmersos en esquemas y planteamientos que suponen, en el fondo, un gran distanciamiento de la realidad, una carencia de libertad efectiva y una falta de fundamentos para encontrar sentido a la propia existencia. Así, L. Fleck, al valorar la iniciación de los individuos en un «colectivo de pensamiento», no dudaba en hablar de «introducción didáctica autoritaria» y de «enseñanza puramente dogmática», donde se inculca un mundo cerrado en sí mismo y se ignora la conformación histórica real de ese saber. En el nivel genérico en que se mueve Feyerabend al distinguir tradiciones racionalistas y no racionalistas, sugiere como propuesta ideal que el individuo debe familiarizarse con el mayor número posible de alternativas para construir su verdad personal, pero estima que las posibilidades de hacerlo son difíciles. La enseñanza desde la infancia significa, a su juicio, un proceso de socialización y aculturización que profana las más nobles cualidades humanas y no ayuda en la eliminación de limitaciones para el logro de una libertad relativa. Dentro de ese papel, Feyerabend no duda en calificar a los estudiantes emergidos de la universidad como «ceros a la izquierda serviles que se esfuerzan inútilmente por identificar la fuente de su miseria y pasan el resto de sus vidas intentando encontrarse a sí mismos».17 Estas valoraciones no deben hacer olvidar que la búsqueda por el estudiante de su realización profesional inmediata, en detrimento de una formación integral y sin interés en la investigación, hace desarrollar formas de «crítica» muy alejadas e incluso opuestas a las reivindicaciones del filósofo austriaco.
Siguiendo la analogía común de equiparar la preparación en la ciencia moderna al aprendizaje de un oficio, B. Barnes (1986 y 1987) subraya el carácter subordinado con que el estudiante, al estilo de un aprendiz profesional, adquiere una competencia determinada en un terreno científico. Para ello, debe aprender conceptos y procedimientos rutinarios que se presentan de manera autoritaria, relegando otras opciones históricas o reelaborándolas en una especie de trayectoria hacia el conocimiento transmitido. Tal actitud excluye, de este modo, la verdadera crítica, y se presenta como una precondición necesaria para poder aplicar en el futuro, ya sin esfuerzo, las destrezas adquiridas. El mecanismo se incluye, por tanto, dentro de la tendencia a la especialización, a la división del trabajo, que ya recalcara A. Smith, pero conduce en sus formas más extremas –Barnes evoca el arquetipo del profesor lunático y distraído– a formas obsesivas de dedicación, a seres deshumanizados y mentalmente bloqueados.
Desde un esquema interpretativo no básicamente relativista, Miguel Martínez Miguelez, en El paradigma emergente, cuestiona los fundamentos de los sistemas de enseñanza al negar que los tan cacareados objetivos de estimular el sentido crítico y la creatividad se vean correspondidos en la realidad. Es más, no duda en afirmar que, al aparecer de forma espontánea, estos rasgos resultan perseguidos. Después de valorar la evaluación escolar como el medio más efectivo para desterrar la crítica y la divergencia, como también para ahogar las potencialidades creativas y preprogramar al alumno, Martínez Miguelez (1993: 40) realiza la siguiente reflexión:
La verdadera creatividad la favorece y propicia un clima permanente de libertad mental, una atmósfera general, integral y global que propicia, estimula, promueve y valora el pensamiento divergente y autónomo, la discrepancia razonada, la oposición lógica y la crítica fundada. Como podremos constatar, todo esto es algo que se proclama mucho de palabra, pero que se sanciona, de hecho, en todos los niveles de nuestras instituciones «educativas». Siempre es peligroso defender una opinión divergente. Los representantes del status toman sus precauciones contra esos «fastidiosos perturbadores del orden», contra esos «desestabilizadores del sistema». Por esto, no resulta nada fácil forjarse una opinión propia. Ello exige osadía intelectual, esfuerzo y valentía, y una personalidad muy segura, independiente y auténticamente madura.
Como veíamos más arriba, también un autor no relativista como J. Ziman (1981: 136-138) ve el proceso educativo como un entrenamiento previo a la aceptación del individuo en comunidades científicas, donde, pese a la insistencia en las excelencias del escepticismo y del espíritu crítico, se difunden prejuicios y creencias erróneas (Ziman no relativiza bajo ningún sentido la noción de «error»). El alumno recibe, en expresión de este comentarista, un álbum completo y esquemático de mapas e imágenes que asimila como prolongación del mundo del sentido común que comparte con la humanidad. Pero, dado el carácter simplificado y elemental de esas adquisiciones, lejos de procurarle una aproximación mayor a la realidad, ello puede extremar su distanciamiento de la misma.
Marcelino Cereijido (1994: 126) coincide ampliamente con los dos anteriores ensayistas al caracterizar la educación como instrumento de adoctrinamiento que restringe la imaginación y el sentido crítico, aunque también deplora el papel que otras instituciones juegan en la formación general de los individuos. Cuando tanto en la escuela como en la empresa se preconiza «creatividad», nos dice, es asimilando el concepto al de productividad: «se espera que resulte en producir algo para vender». Al insistir después en la importancia de esas cualidades en el quehacer científico, Cereijido (1994: 138-139) plantea que los propios directores de los trabajos pueden inhibir su desarrollo al encauzar estrictamente la labor según determinados parámetros, por ejemplo para desarrollar experimentos específicos. Pero, además, este autor argentino presenta en los siguientes términos la posibilidad de un cuadro formativo general bastante nefasto:
Claro que para ser investigador no basta con ser trabajador, estudioso, generoso, atento, aprovechar los congresos y tener la carcajada a flor de labios. El ingrediente principal es la creatividad, cualidad que si bien un buen mentor puede hacer despertar, estimular y enseñar a usar, difícilmente podrá desatrofiarle a un alumno que llega con veinticinco años de chatura, autoritarismo, padres y maestros castrantes y despóticos, televisión con cantitos comerciales, periodismo con lugares comunes, sacerdotes convencidos de que el misticismo humano está contenido en liturgias estupidizantes, falta de hábito por la lectura, tendencia a manejarse con frases hechas y que cree que discutir consiste en salir a porfiar con los prejuicios que se le fueron incrustando en el cerebro.
Como denotan las aseveraciones de Cereijido, el proceso de socialización de los miembros de la comunidad científica no concluye con la obtención del primer título universitario, sino que se prolonga en la incipiente tarea investigadora, que es la que verdaderamente abre las puertas para formar parte de esa entidad. A propósito del terreno de la historia, G. Noiriel (1997: 21-22) ha visto en la realización y defensa de la tesis doctoral el acto mediante el que, con la evaluación de los conocimientos,