31. Bahr (2008: 68) describe el pesimismo de Bayle como un «agustinismo secular». Puede que fuera un agustinismo religioso.
32. Goldgar (1995) informa: «La República no era una monarquía, pero tampoco era una democracia» (116). Y esta escritora (y otros) la describe como una especie de aristocracia del mérito, o de la inteligencia y la suerte.
33. Waquet (1994) cita la pretensión de Elizabeth Eisenstein de que «se ha escrito muy poco sobre el surgimiento de las intelectuales como una clase social específica», y señala que ya hemos dejado de llamarnos ciudadanos de la república de las letras, citando igualmente a Julián Marías (488 y 502). Desde hace tiempo la sociología de los intelectuales es un campo importante de estudio; por lo que deben de estar pensando en que ha habido muy poca autorreflexión sobre nosotros mismos en relación con los no-intelectuales. Hay que destacar la existencia del Grupo de Investigación sobre la Historia de los Intelectuales en París (Trebitsch, 1997).
34. Véase Bost, 1994: 41.
35. Esta observación se aplica especialmente a Kymlicka (1995).
36. Menchú y Burgos-Debray, 1984.
37. Véase las tres contribuciones en Nussbaum y Glover, 1995, y en otras obras de los mismos autores.
38. Véase Stoll, 1998.
39. Taylor, 1994. Mi simpatía está claramente con Anthony Appiah, quien escribe que «el deseo de algunos habitantes de Quebec de exigir a las personas que son “étnicamente” francófonas enseñar a sus hijos en francés sobrepasa un límite» (p. 163, en el mismo volumen).
40. Bourdieu, 1989/1996.
41. Waquet, 1989: 500.
42. Véase Jenkinson, 1999.
43. Véase Bost, 2006: 238.
44. Ésta es la idea de Bayle (1686) y de otros escritos suyos.
45. Véase Lilienthal, 1713, citado en Waquet, 1989: 483.
46. Véase, por ejemplo, Gutmann y Thompson, 1996, leídos a la luz de Berkowitz, 1996.
47. Veáse el inusitado uso frecuente por parte de Bayle de «tiranía» y palabras relacionadas para describir políticas gubernamentales contra las herejías, en Bayle, 1688.
48. Appiah, 2006: XVIII.
49. Dibon (1990: 157, y en otros lugares) escribe acerca de los «aristócratas de las letras». Diderot comprendió que los philosophes no eran necesariamente útiles a la sociedad. Ver Geissler, 1997: 133.
50. Esto tenía fuentes lingüísticas. Bayle rechazó una cátedra en Franeker en parte porque no había allí un número suficiente de hablantes de francés (Labrousse, 1987: 71-89). Para más ejemplos del nacionalismo lingüístico de Bayle, véase Bayle, 1964: 112-114, 121-123, 296-297 y 416.
51. Waquet, 1989: 499-500 (citando a Koselleck).
52. Destacado por Bots, 1986: 86.
53. Citado en Deregibus, 1990, vol. 1: 185.
54. Bayle, 2000.
55. Bayle, 1991: 58.
IRENISMO Y COSMOPOLITISMO
EN LOS PROYECTOS DE PAZ DEL SIGLO XVIII
Francisco Javier Espinosa
Universidad de Castilla-La Mancha
Durante el siglo XVIII se vivió en Europa una honda preocupación por la cantidad y la crueldad de las guerras que en los últimos tiempos habían asolado el continente. Podríamos decir que hubo guerra perpetua durante el siglo XVII y gran parte del XVIII, y que esta guerra era el mecanismo normal de solución de los problemas entre potencias, entre dinastías, entre parlamentos y reyes o entre religiones. Fruto de esa profunda inquietud, surgieron algunos escritores que rechazaban la guerra como medio de resolver los conflictos y que afirmaban la posibilidad y el deseo de una paz permanente, lo que llamaré «irenismo». Así entendido, el término es muy amplio y en él cabe el amplio elenco de posturas de este siglo, mientras que el término pacifismo, similar desde el punto de vista etimológico, aunque ligado al latín en vez de al griego, está muy vinculado a actitudes más específicas de no-violencia ligadas a la religión, la ética o la izquierda política. También uso este término porque el principal iniciador de este camino, Saint Pierre, lo utiliza.1
Este irenismo del siglo XVIII estuvo generalmente vinculado a algún tipo de cosmopolitismo, ya fuera cultural, ético o político. Un cosmopolita cultural es aquel que no quiere vivir encerrado en los estrechos márgenes de su cultura y le gusta conocer muchas otras diferentes de la suya de origen. Un cosmopolita ético es el que afirma la igualdad de todos los seres humanos por encima de razas, culturas y lugares y, en consecuencia, siente tener deberes iguales para con todos los seres humanos. Un cosmopolita político es el que piensa que debe haber algún tipo de instituciones jurídicas y políticas que regulen las relaciones internacionales y las relaciones de los individuos con las entidades políticas que no son su país de origen. Como todas las clasificaciones, ésta es también una mera distinción conceptual, pues en la realidad se dan mezclas en diferentes grados de los tres tipos de cosmopolitismo. Por ejemplo, lo corriente es que las personas a las que gusta conocer otras muchas culturas sientan los problemas que aquejan a sus miembros y manifiesten una preocupación ética por su bienestar; también parece lógico que los que consideran a todos los hombres como sus iguales aprecien la culturas de los otros o que quien aboga por unas Naciones Unidas, o cualquier otro tipo de institución política internacional, crea en la igualdad de los seres humanos y en la necesidad de abrir unas culturas a otras. Pero la distinción es útil, porque puede darse el caso, por ejemplo, de cosmopolitas ético-culturales que rechacen el cosmopolitismo político (cf. Espinosa, 2009a: 80 y ss.; 2009b).
En