El Libro de las Revelaciones. María Fernanda Porfiri. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: María Fernanda Porfiri
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Сделай Сам
Год издания: 0
isbn: 9789878720425
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al oeste la de los grandes bosques y vegetación espesa. Todas habitadas por diferentes razas con costumbres propias, habían logrado fusionarse en un solo pueblo bajo la conducción del hombre más sabio que en época alguna haya existido: Cesáreo Augusto Plinio, el Magnífico, el Guerrero de Hierro, el Maestro Estratega, el Magnánimo. Su sabiduría no tenía límites, su fama de justo y benévolo llegaba a los confines de la tierra toda. Cientos de caravanas arribaban a las murallas de su fortaleza para pedir consejo, solucionar pleitos y canjear los frutos exóticos con que natura dotó a sus diversos climas. Pieles del norte, caballos del sur, piedras preciosas de las minas orientales y aves, frutas y flores de los bosques occidentales.

      Pacífico por naturaleza el pueblo de Cesáreo regíase por normas simples, trueque para el comercio, politeísmo innato con grandes celebraciones para cada deidad y la ley del ojo por ojo y diente por diente para aplicar una justicia prudente y equitativa.

      Cesáreo y su gente, Cesáreo y sus murallas, Cesáreo y su pacífica existencia podrían haber perdurado por siempre. Pero el destino no es simple, o mejor dicho no lo fue para aquel grande, y la súplica de un inocente fue la brújula que alteró el rumbo de su camino.

      Era día obligado de descanso, de reposo y familia, los puestos del mercado dormitaban ansiosos a la espera de sus dueños para vivir nuevas jornadas de incansable labor. Mas si bien la gente disfrutaba los paseos por ese sitio en días como éste, para sentarse en los bancos y aprovechar la sombra de los tupidos árboles, escuchando el arrullo de la fuente central que con agua proveniente de un arroyuelo cercano ofrecía música y bebida fresca a los concurrentes; habían preferido optar por la calidez de sus hogares, decisión tomada no al azar pues un acontecimiento inusual desvío de su rutina normal a los moradores del lugar.

      Prácticamente desierta, la plaza pública era mudo testigo de la ejecución que habría de llevarse a cabo. Los pobladores no gustaban de asistir a aquellos actos en que fuera necesario aplicar la pena máxima, por lo tanto el silencio de la tarde solo era alterado por la respiración agitada de unos pocos presentes. Ante una leve inclinación del magistrado, el verdugo apretó con sus manos fuertes el mango de su hacha y comenzó a alzarla, pero mientras lo hacía sus ojos se encontraron con los del acusado que en patética postura dijo susurrando:

      —Hombre, yo te perdono.

      Fueron tan claras sus palabras como profundo el sentimiento que encerraban. Titubeando, el coloso bajo el arma y preguntó:

      —¿De qué hablas?

      —De lo simple que es mi muerte y lo compleja que es tu vida. Yo jamás he matado, he de morir en paz, tú, en cambio llevarás mi sangre a tu tumba. ¿Crees acaso que yo soy la víctima?, pues te confundes, víctima eres tú de los poderes que se te han otorgado.

      El victimario confuso miró al mercader que yacía a sus pies.

      —No se te acusa de la muerte de un joven oficial, ¿Qué inocencia pregonas?

      —Yo solo fui un instrumento, un eslabón que unió el antes y el después de ese muchacho. Puedes culparme acaso de que al trastabillar en mi puesto de venta, la canasta de frutas haya caído y aquellas que rodaron por el empedrado desbocaran al animal que asustado lanzó a su jinete, sellando así su suerte y también la mía.

      El hombre había recibido una orden, mas al conocer los hechos sintióse inseguro y avergonzado. Caminó hacia el juez y haciendo un alegato de sus principios morales, le tendió el hacha, para que aplicara él mismo la pena. El magistrado lanzó un suspiro, no era algo que le agradase hacer, pero cuanto antes resuelto mejor. Más al acercarse al condenado recibió el mismo obsequio que su antecesor.

      —Hombre, yo te perdono.

      La conversación se repitió casi en idénticas palabras y el juez dejó el arma restregándose las manos como si con ese gesto pudiese limpiar su conciencia.

      De uno en uno fueron llegando al lugar las distintas autoridades de rango superior, pero todas al recibir el humilde perdón del mercader, relegaban su decisión ante la culpa punzante que los embargaba. Solo quedaba una cosa por hacer, acudir a Cesáreo, quien por favor de los dioses se hallaba en ese momento, en el ala principal del templo, junto a su sacerdote personal, su entrañable amigo Caleb; el misántropo, como lo llamaban en la ciudad, ya que a excepción del gran Señor nadie había oído su voz.

      Un joven portador de estandartes, de andar presuroso y ágil, recorrió el tramo en su busca en escaso tiempo. El guardián de los portales cortó su paso, pues nadie tenía acceso al suelo sacro, pero al escuchar que la presencia del sabio de las Cuatro Regiones del imperio, era imperativa para la resolución de una problemática desconocida y para la cual era requerida la mayor sabiduría, no dudo en batir fuertemente las palmas y golpear el sol de bronce y oro que resplandeciente ocupaba el centro de las grandes puertas de madera.

      Los hombres que tras ellas debatían quedaron atónitos. Jamás que se los había interrumpido. Cesáreo preguntó rápidamente que sucedía y al escuchar las palabras del muchacho emergió del atrio; no sin antes requerir a Caleb que lo acompañase. El sacerdote iba a negarse pero algo en su interior le ordenaba lo contrario.

      La pequeña procesión partió en silencio. Al llegar al sitio convocado, un grupo de jerarcas protestaron sus evasivas conductas; todos hablaban al mismo tiempo, pero no fue difícil para Cesáreo descubrir la ilación de los hechos.

      Se acercó al acusado quien reconoció al instante la figura imponente que ante él se erguía y sin darle tiempo a pronunciar palabra alguna, musitó en un hilo de voz:

      —¿No te dicen Cesáreo el magnánimo?

      —Sí – respondió el en forma altiva – porque lo soy.

      —Pues también eres verdugo.

      —Jamás he cegado una vida sin causa que así lo justifique.

      —Y dime, ¿Cómo sabes que son tus causas las verdaderas?

      —Pues porque se me ha reconocido como el más sabio entre los hombres, no hay Tratado de justicia de los Antiguos padres de la Ley que no haya estudiado y otros han sido fruto de mi puño y letra.

      —Triste soberbia la que te embarga mi señor; si estás tan seguro mátame, ahora sé que soy tu víctima y tu mi victimario. Pero pregúntate a ti mismo cuando tu valioso tiempo te regale unos momentos, ¿Quién será tu verdugo?, porque seguro es que existe, de este mundo o de otro. Mi ignorancia es tan grande como tu sapiencia, aun así sé que no eres el primer eslabón de la cadena y por eso siento pena. Tú serás el hacedor de mi pobre destino, pero serás algún día tan víctima como quien ahora te habla.

      Cesáreo observó a Caleb, su sacerdote, y su corazón se oprimió de angustia al ver nacaradas lágrimas rodar por sus mejillas.

      —Liberen a este hombre – gritó de pronto como si hubiese perdido el control.

      Un murmullo de sorpresa brotó de los rostros agitados que presenciaban la escena. Era la primera vez que algo inquietaba a su Señor a punto tal de revertir un veredicto.

      El mercader se levantó despacio y antes de partir besó las manos de su salvador, gesto que confundió y angustió aún más al hacedor de leyes, quién prácticamente corrió con Caleb a su lado, en busca del amparo solitario del Gran Templo, para poner en orden sus ideas. En la quietud del santuario permanecieron largo rato en silencio, cavilando, hasta que en cierto momento Cesáreo murmuró:

      —He fracasado hermano mío, estuve a punto de ajusticiar a un inocente…

      —No te alteres – cortó su amigo – no lo hiciste y eso habla bien de ti. Otros poderosos no habrían dado marcha atrás y tú lo hiciste. Ante la duda prevaleció tu sentido innato de lo justo, eso no lo adquiriste, nació contigo, y por ello eres grande entre los grandes.

      —La duda – musitó Cesáreo con miedo – la duda maestro ya no radica en esta decisión; ¿Cuántas veces me habré equivocado sin saberlo?, ¿Cuánto hay de verdad en mi justicia?. No soy un Dios y sin embargo a veces me piden actuar como tal. Desde pequeño he oído la orden de: “no dudes, hazlo”, ya que me fue